Ay, me dan ganas hasta de morirme. Mira, la boquita de
ella está pidiendo beso —beso de virgen es como mordida de bicho peludo. Uno
grita veinticuatro horas y se desmaya feliz. Es una de esas que moja los labios
con la punta de la lengua para ser más excitante. ¿Por qué Dios hizo de la
mujer el suspiro del joven y el desagüe del viejo? No es justo para un pecador
como yo. Ay, me muero de sólo mirarla, imagínate entonces si… No te imagines,
cotorra borracha. Son las once de la mañana, no sobrevivo hasta la noche. Si me
fuese acercando, como quien no quiere la cosa —ay, querida, no es más que una
hoja seca al viento— y me recostase bien despacio contra la muy traviesita.
Creo que moriría: cierro los ojos y me derrito de gozo. No quiero del mundo más
que dos o tres, sólo para mí. Aquí frente a ella puede que le fascine mi
bigotico. ¡Desgraciada! Hizo que no me vio: he aquí una mariposa encima de mi
cabecita loca. Mira a través de mí y lee el cartel del cine en el muro. ¿Yo,
soy nube u hoja seca al viento? Maldita hechicera, quemarla viva, a fuego
lento. Piedad no tiene en ese corazón negro de ciruela. No sabe lo que es gemir
de amor. Bueno sería colgarla cabeza abajo, perdiendo sangre, desvaneciéndose.
¿Si no quiere, por qué exhibe sus gracias en vez de
esconderlas? He de chuparles la carótida a todas, de una en una. Mientras
tanto, apuro mis coñacs. Por causa de una perrita como esa que va ahí
contoneándose toda. Yo quieto en mi rincón, ella comenzó. Nadie diga que soy un
degenerado. En el fondo de cada hijo de familia duerme un vampiro —no sientas
gusto de sangre. Eunuco, ah, ya quisiera. Castrado a los cinco años. Muérdete
la lengua, desgraciado. Un ángel puede —¡decir amén! Es muy sufrido ver
muchachas bonitas —y son tantas. Perdona la indiscreción, querida, ¿les dejas
el bizcocho relleno [1] a las hormigas? ¿O, permites, mi flor? Sólo un poquito,
un besito. Uno más, sólo uno más. Y otro. No te va a doler, y si te duele, que
caiga yo tieso a tus pies. Por Dios del cielo que no te haré daño; a mí me
dicen Nelsinho, el delicado.
¿Ojos velados que suplican y huyen al sorprender en el
anteojo el destello del crimen? Con ellas, usar encantos y dulzuras. Ser
gentilísimo. La impaciencia es la que me pierde, ¿a cuántas no ahuyenté con un
gesto precipitado? Culpa mía no es. Ellas crearon lo que soy —corteza de palo
podrido donde florece la araña, la culebra, el escorpión. Siempre con afeites,
pintándose, adorándose en el espejo de bolsillo. Si no es para dejar turbado a un
pobre cristiano, ¿para qué es entonces? Mira las hijas de la ciudad, cómo
crecen: ni trabajan ni fían, y vaya que están gorditas. Ésa es una de las
lascivas que se deleitan en rascarse. Oye el trazo de la uña en la media de
seda. Que me arañase el cuerpo entero, vertiendo sangre del pecho. Aquí yace
Nelsinho, el finado, por causa de ataque. Genio del espejo, ¿existe en Curitiba
alguien más afligido que yo?
¡No mires, infeliz! No mires que estás perdido. Ésa es
de las que se divierten al seducir a un adolescente. Toda de negro, medias
negras, ú-lá-lá. ¿Huérfana o viuda? Marido enterrado, el velo esconde las
espinillas que, de la noche a la mañana, irrumpen en el rostro —el sarampión de
la viudez en flor. Furiosa, acoge al lechero y al panadero. Muchas noches se
revuelca en la cama de matrimonio, se refresca con un abanico que va emanando
valeriana. Otras, con la ropa de la cocinera, a la caza de un soldado por la
calle. Ella está de negro, la cuarentena del luto. Repara en la falda corta, se
distrae en halarla sobre la rodilla. Ah, la rodilla… Redondita, de una curva
más dulce que un durazno maduro. Ay, ser la liga roja que aprieta el muslo
fosforescente de blancura. Ay, el zapato que hiere un pie. Y, cual zapato, ser
aplastado por la dueña del piececito y morir gimiendo. ¡Como un gato!
Atención, paró un carro. Ella va a bajarse. Colocarme
en posición. Ay, querida, no hagas eso: ya lo vi todo. Disimula un poco, viene
el marido, raza de cornudo. Atrae al pobre muchacho para que se acueste con su
mujer. Se contenta con espiar al lado de la cama —creo que yo quedaría
inhibido. En el fondo, héroe de buenos sentimientos. Aquel tipo del bar, algo
así pasó con él. ¿Ése, ahí, es uno de aquéllos? Caray, qué mirar feroz. Algunos
prefieren al muchacho, ¿sería capaz de…? Dios me libre, besar a otro hombre, y
menos si es de bigote y peste de cigarrillo. En la puntita de la lengua la
mujer filtra la miel que embriaga al colibrí y enfurece al vampiro.
Temprano la casadita va de compras. Ah, pintada de oro,
vestida de plumas y armiño —rasgando con los dientes, dejarla apenas con el
pelo del cuerpo. Oh, bracito desnudo y rechoncho —¿si no quiere por qué muestra
en lugar de esconder? —con una aguja dibujo un tatuaje obsceno. Ten piedad,
Señor, son tantas y yo tan solo.
Allí va una de la escuela normal. ¿Una de ésas,
disfrazada? Si yo diese con aquel famoso burdel. Todas de azul y blanco —¡oh
madre del cielo!— desfilando con media negra y liga roja por el salón de
espejos. No hagas eso, querida, que entro en levitación: la fuerza de los
veintiuno. Mira, suspendido a nueve centímetros del suelo, me desharía en vuelo
si no fuese por el lastre de la palomita del amor. Dios mío, hazte viejo
deprisa. Cierra los ojos, cuenta uno, dos, tres y, al abrirlos, anciano de
barba blanca. No te ilusiones, cotorra borracha. Ni el patriarca merece
confianza, y de inmediato viene la ducha fría, la cantárida [2], el anillo
mágico —¡conocí cada padre de familia!
Atropellado por un carro, ¿si la policía encontrase en
el bolsillo esta colección de retratos? Linchado por pervertido, vergüenza de
la ciudad. Mi padrino nunca me lo perdonaría: el niño que marcaba con migajas
de pan el camino por el bosque. Primero, una foto en la revista del dentista.
Luego, en la carta a una viudita de séptimo día. Imagina el susto, la vergüenza
fúlgida, las horas de delirio en la alcoba —la palabra alcoba un nudo en la
garganta.
Toda familia tiene una virgen ardiente en un cuarto. No
me engaña, la descarada: baño de asiento, tres letanías y a la ventana, ojos
bien abiertos para el primer varón. Allá envejece, con el codo en la almohada,
la solterona en su tina de formol.
¿Por qué la mano en el bolsillo, querida? Mano peluda
de hombre lobo. No mires ahora. Cara fea, estás perdido. Demasiado tarde vi la
rubia: maizal ondeante por el peso de sus espigas maduras. Oxigenada, de ceja
negra —¿cómo no roerse las uñas? Por ti seré más grande que el motociclista del
«Globo de la Muerte». Déjala ser, quiere un galán de bigotico. Ahora, bigotico
yo sí tengo. No soy galán, pero soy simpático, ¿eso no vale nada? Una vergüenza
a mi edad. Allá voy atrás de ella; cuando niño era detrás de esa bandita, la
orquesta Tiro Rio Branco.
Desdeñosa, el paso resuelto le saca chispas a las
piedras.
La yegua misma de Atila —donde pisa, la grama no crece.
¿No sientes en el brazo la baba de mis ojos? Si existe la fuerza del
pensamiento, en la nuca los siete besos de la pasión.
Va lejos. No llegó a oler en la rosa la ceniza del
corazón de golondrina [3]. La rubia, tonta, se abandona ahí mismo. ¡Oh murciélago,
oh golondrina, oh mosca! Madre del cielo, hasta las moscas son instrumento del
placer —¿a cuántas les arranqué las alas? Bramo a los cielos: ¿cómo no tener
espinillas en la cara?
Yo os desprecio, vírgenes crueles. A todas las podría
disfrutar —ni una posó sobre mí el ojo estrábico de la lujuria. Ah, yo, chivo
inmundo y cornudo, se arrastrarían y besarían mi cola peluda.
Tan bueno, sólo puedo morir. Calma, muchacho. Admirando
las pirámides altivas de Keops, Kefrén y Micerino, ¿a quién le importa la
sangre de los esclavos? Socórreme, oh Dios. No hay vergüenza, Señor, en llorar
en medio de la calle. Pobre muchacho en la maldición de los veinte años.
¿Cargar un frasco de sanguijuelas y, a la hora del peligro, pegárselas en la
nuca?
Si el ciego no ve el humo y no fuma, oh Dios,
entiérrame en el ojo tu aguja de fuego. Ya no más perro sarnoso atormentado por
las pulgas, dando vueltas para morderse la cola. Como despedida —oh curvas, oh
delicias— concédeme la mujercita que va ahí. En trueque por la última hembra yo
salto en el brasero —los pies en carne viva. Ay, ganas hasta de morirme. La
boquita de ella pidiendo beso —beso de virgen es mordida de bicho peludo. Uno
grita veinticuatro horas y se desmaya feliz.
Notas
[1] En el original, «recheio do
sonho», un postre de pan relleno de crema. (N. del T.)
[2] La cantárida es un escarabajo verde que,
según tradiciones populares, tiene cualidades afrodisiacas. Se le conoce
también como «mosca española». (N. del T.)
[3] Otra sustancia para producir
deseo. (N. del T.)
en Ficciones desde Brasil, 2012
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