¿Lo ves, Gabriela? Como todos los miércoles, Esteban ha
llegado puntual. Trae cigarrillos, diarios atrasados y esa infaltable libreta
de apuntes que saca de su cotona blanca que huele a desinfectante. Mientras me
entrega sus regalos habla del río y sus márgenes pedregosos a los que asegura
te llevaron una tarde, hace mucho tiempo atrás, cuando eras la muchacha de la
boina gris de Neruda y la primavera se anunciaba en los cerezos florecidos
frente a la Facultad. Lo escucho y te niego. No es a ti a quien nombra. Tú
odiabas el río porque a su lado dejaste corretear una infancia de té añejo, y
su aletear nocturno te llenaba de presagios malignos. Esteban no sabe eso,
nunca se lo he podido contar. Sólo te conoce desde la distancia de mis
recuerdos y en la foto que conservo junto a los libros que me dejan tener. Una
novela de Salinger y el volumen ajado de «Palabras» de Prevert que me regalaste
en la Plaza Almagro, un primero de mayo de banderas escasas y carreras
temerosas. El entra y sale de mi cuarto con noticias y regalos. Historietas,
estampas de artistas y pastillas verdirrojas que saben a boldo amargo. También
con esos papeles multicolores en los que te escribo las cartas que nunca
recibes, porque tu madre las guarda celosa de nuestro cariño y de los besos que
nos dábamos al despedimos cada noche. Lo escucho sin poder decirle nada y hundo
la cabeza entre los hombros en ese gesto de niño amurrado que bien me conoces.
¿Lo ves, Gabriela? Si sólo estuvieras más cerca, próxima a las caricias de mis
dedos, al humo de mis cigarrillos, o en el peor de los casos reducida a la
distancia de una llamada nerviosa desde el teléfono instalado en aquel bar
donde te vi por primera vez. Ese bar al que llamé «Azul». No por el mar ni por
Darío, sino por el color de tus ojos y esa brisa que te brotaba de los labios
al sonreír. Fue en una de esas mesas que me declaré repitiendo las frases
aprendidas en las funciones del cine «Libertad», antes que te conociera, cuando
era el muchacho solitario que atisbaba los juegos clandestinos de las parejas
acomodadas en la fila de los cocheros. Pienso que sería más fácil si las
distancias estuvieran abolidas. Sobrarían las palabras para revivir la tarde
que corrí a buscarte, y tu padre, lloroso, me dijo que te habías marchado con
ellos. Que ibas serena, con esa calma para enfrentar los problemas que
envidiábamos tus compañeros de universidad. Contigo a mi lado las noticias de
las últimas semanas hubiesen tenido un sentido, y no se me habrían antojado tan
extraños los gritos, las bocinas y los cánticos que anunciaban la llegada del
carnaval; ese que soñamos sin dudas de un modo distinto luego de idear las mil
muertes del tirano. Sin embargo, en este cuarto que contiene una cama metálica
y un velador alto, y pese a la alegría de Esteban, sentí el mismo desencanto
que experimentaba al llegar a tu casa después de clases, y tu madre me decía en
voz baja que estabas reunida con esos amigos que, después de tu partida,
también fueron los míos al comprender que a través de ellos me acercaba a tu
memoria, a esa luna que se acurrucó en tu pecho cierta vez que hicimos el amor,
mientras en las calles estallaban los primeros gritos de protesta, las
barricadas y las iras. Al oir a tu madre sentía rabia, y después que a duras
penas conseguía dominarla, me dedicaba a responder sus preguntas sobre mis
estudios, y aceptaba el té con masitas fritas o galletas de limón que me
prodigaba para abreviar la espera. Cerraba los ojos y al abrirlos de nuevo te
recobraba envuelta en tu perfume de violetas y esperanzas. Por eso le digo a
Esteban que se equivoca y te imagino lejana, vital, con tus ojos llenos de
lágrimas, como aquella tarde que supimos que Berta y Andrés se marchaban porque
no daban más y querían llenar sus pulmones de todo aquello que no existía a
nuestro alrededor. Fue la única vez que te vi llorar, con esa tristeza que se
esfumó cuando recibimos la primera tarjeta postal de ellos. Roja, plena de
flores y pastos verdes que rodeaban una estatua en homenaje a Garibaldi. Sí,
Gabriela, debes saber que conservo esa postal; aquella noche del carnaval la
encontré entre mis cosas, y al verla pensé en ti y maldije la soledad de mi
cuarto, su pequeña ventana con vista a un patio sin flores ni gatos. Recordé
esa fiesta de la victoria que te gustaba imaginar. Ese sueño que a poco
conocerte se fue haciendo mío, y en el cual bebíamos vino y tú te largabas a
correr Alameda abajo con los pechos descubiertos, a semejanza de la mujer en el
cuadro de Delacroix. Quisiera contar ese sueño a Esteban pero no puedo, y él se
entristece por mi silencio, me vuelve a conversar del río, del puente Resbalón,
y me muestra las crónicas de los diarios que hablan de la gente que después de
tanto tiempo, se atreve a mencionar la falda de mezclilla, la polera roja con
la estampa de John Lennon y los zapatos de gamuza con los que saliste de casa.
Lo escucho de mala gana y por un momento me alegro que pronto tenga que irse.
Cuando eso ocurra volverá el murmullo débil que brota desde las otras piezas, y
el dolor de la calle quedará tras las puertas que se cierran cada tarde a las
seis. Impotente, muevo la cabeza y Esteban me dice que si persisto en mi
silencio no volverá el miércoles siguiente. Me dice que nunca viajaste a Buenos
Aires ni a Barcelona; que imaginé tus cartas y que las llamadas de los primeros
meses eran parte del juego cruel de ellos. Insiste en el río y en tus huellas
nítidas, asegura, claras a pesar del tiempo y de la tierra. Que te olvide y
asuma el pasado, me pide, para que abandone el cuarto y vaya a la casa de unos
parientes que han instalado una fábrica de pasteles en el sur. ¿Cómo podría
olvidarte Gabriela? Nunca te dije adiós y por eso sé que cualquier día de estos
te sentiré llegar por el pasillo, bella como sólo pueden serlo las enamoradas
en el reencuentro con sus amantes; sonriente al hablarme de un café en Buenos
Aires en el cual algunos poetas escriben sus nombres en las mesas y existe un
violinista ciego que cada noche al término de su función se coge del brazo de
una anciana rubia y se aleja caminando lentamente por las empedradas
callejuelas de San Telmo. Así son las cosas, Gabriela ausente. Esteban no las
comprende, insiste en mencionar el río, uno de los puentes que atraviesa el
Mapocho, y anota frases incomprensibles en su libreta que huele a medicamento.
Él no sabe que una noche tú vendrás a mi cuarto, adolorida de todas esas
absurdas muertes que te pertenecen. Que te sentarás junto a mi cama sin hablar,
igual que en aquellos momentos en los que te mencionaba el futuro y clavabas tu
mirada en el horizonte rojo dibujado más allá de la Estación Central y los
edificios de nuestra universidad, adivinando el incendio que días después
consumiría Santiago. No lo supe hasta más tarde, pero aquella mirada fue el
anticipo de ese vacío que brotó con tu ausencia, y que inútilmente traté de llenar
gritando por las calles, hasta que los labios se me transformaron en sed, y la
sed en la rabia que ellos, los que te llevaron, quebraron al hacerme conocer
los oscuros pasajes de tu viaje, en medio de grandes estruendos, dolores
ignorados y lágrimas que no pude verter. Un dolor del que regresé despojado de
esas palabras que Esteban quiere escuchar, limitado a pronunciar tu nombre y el
de tu boina gris que se posaba en mis hombros a imagen de una mariposa
desorientada. Deambulé herido por las orillas del río. Buscándote, aunque sin
las noticias de Esteban ni la certeza de este instante, no podía saber que mis
pasos estaban próximos a tus huellas, y que me hubiese bastado arañar la tierra
para recobrar tu rostro. Después, mucho más tarde, me encontraron los nuevos
amigos, inventaron un nombre con el cual llenar las fichas y me asignaron este
cuarto donde espero tu regreso y las visitas de Esteban. Tal vez un día él se
olvide del calendario o de sus deberes. Quedaré a solas con las puertas que se
cierran, los gritos de los vecinos y mi deseo de pintar un retrato tuyo,
pendiente hasta el instante en que recupere el exacto color de tus ojos. Ahora
tú entiendes que no pueda hablar y me suma en este silencio que me agrieta. ¿Lo
ves, Gabriela? Ha llegado Esteban, despliega un diario que trae impreso tu
rostro y me habla del río y sus márgenes pedregosas.
en Ese viejo cuento de amar, 1990
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