martes, junio 28, 2016

“Final”, de Rodrigo Fresán






Jorge Luis Borges —ese escritor que aborrecía del fútbol porque “es feo estéticamente. Once jugadores contra otros once corriendo detrás de una pelota no son especialmente hermosos… Mucho más lindas que el fútbol son las riñas de gallos. Ocurren ahí nomás, al lado de uno, son ideales para miopes”— se había muerto unos días antes, casi al principio de todo el asunto, el 14 de junio.

A mí, recuerdo, me divertían las opiniones de Borges. El fútbol nunca me había atraído demasiado y si bien podía apreciar la belleza sobrenatural del segundo gol de Maradona contra Inglaterra, obligado a elegir un deporte, continuaba prefiriendo la previsibilidad zen del baseball contagiada por cortesía de un tropical exilio durante los 70.

El destino prefijado de correr alrededor del diamante esmeralda siempre me había parecido más literario que el fútbol, donde el libre y poco estético albedrío condenado por Borges me hacía recordar, por momentos, la desordenada y suicida carrera de Lemmings en busca de un precipicio. Algo tan ajeno como poco digno de ser alcanzado.

Durante mi infancia lejos estuve de ser un animal de plaza y pelota. Para el año 86 todavía no había pisado una cancha más que para asistir a algún concierto de rock. Mi bautismo de fuego tuvo lugar muchos años después con el célebre match entre San Lorenzo y Vélez interrumpido por falta de pelotas. Me hice de San Lorenzo por cuarenta y cinco minutos, me reí mucho y no volví más.

Tampoco mi familia había profesado devoción alguna por el fenómeno. Mi padre, creo, supo jugar al básquet en los Campeonatos Evita y eso fue todo.

Y aun así, ahora me había comprometido a no perderme partido alguno. Compaginaba horarios con mis actividades en una revista gastronómica y postergaba la escritura de cualquier cuento porque, bueno, acompañar a los muchachos se había convertido en lo más importante, en lo único digno de ser tomado en cuenta. Pronto aprendí a reconocerlos de lejos adelantándome incluso a la voz certera del relator. Pronto tuve la seguridad de que ese Mundial iba a ser nuestro. México iba a ser una fiesta, supe.

Claro que todo milagro tiene una explicación racional así como toda proeza de Schwarzenegger descansa sobre un mullido lecho de efectos especiales preparado y tendido por especialistas. He aquí el truco detrás de la magia: México no era una fiesta. La casa de mi madre quedaba en la calle México y allí había llegado yo el día exacto de la muerte de un escritor llamado Jorge Luis Borges. Mis días junto a mi pareja de entonces se habían convertido en lo más parecido a una riña de gallos miopes. Heridas y plumas y la imposibilidad de verse. Por eso ahora estaba viviendo el Mundial en la casa de mi madre. Viendo todo en un pequeño televisor blanco y negro como si fuera la primera vez, reprochándome en voz baja el espanto ahora incomprensible de haber estado fuera de todo durante todos estos años. Había despreciado el milagro con la incredulidad de Santo Tomás pero —aun así— había sido perdonado y ahora se me permitía ser parte del paraíso vía satélite bebiendo todas y cada una de las palabras de Macaya Márquez como si se trataran de colores alucinados por Quetzalcoatl sobre el verde del Estadio Azteca, como si fueran los dictámenes de un Moisés enfurecido cuyas opiniones descendían como mandamientos inapelables mientras yo jugaba en los Campos del Señor.

El día que ganamos, recuerdo, fue la noche en que yo comprendí —agotados los minutos suplementarios— que el partido que venía jugando con o contra mi pareja de entonces estaba irreversiblemente perdido. Fuimos a comer, teorizamos una vez más sobre posibles estrategias para un próximo encuentro que intuíamos innecesario y perdido de antemano, y —de regreso a México (calle), mientras el paisaje alrededor del Obelisco remitía indistintamente a las abigarradas delicias del Bosco o a los primeros tramos de 2001: Odisea del espacio, a cualquier postal de Cecil B. De Mille— me prometí hundirme, esa medianoche, en el programa especial sobre lo mejor de México 86. El segundo gol de Maradona contra los ingleses seguía siendo tan hermoso como entonces, pocos días atrás, sí, no había ilusión o ingenio mecánico detrás de ese milagro. Había sido algo fuera de este mundo. Una revelación. Afuera, en San Telmo, alguien vaciaba un revólver en el frío de la noche con inequívocos modales de mariachi austral.

Algunas semanas después del final y la final conocí a la mujer de mi vida y —sí, yo estaba curado— el fútbol dejó de interesarme otra vez, para siempre.


en Página 30, 1993







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