A causa de la crisis económica esta temporada me quedé
tomando sol en la azotea. La semana pasada estaba tirado sobre un pedazo de
bolsa de arpillera cuando me llamaron al teléfono.
—¿Ferrarotti? Habla el almirante Rojas. ¿Quiere venir a
verme?
Pensé que con Rojas siempre podría hacer un buen
reportaje y fui corriendo. Me recibió en una oficina pequeña.
—Lo mandé llamar —me dijo—, porque sé que usted anda en
el golpe.
—Yo respondo a mis mandos naturales —le contesté.
—No se haga el tonto. Mi gente sabe que usted conspira,
así que le propongo que trabajemos juntos.
Le seguí la corriente.
—Como usted es un especialista en política —dijo—, me
gustaría que conversáramos de las características que tendrá el gobierno que
surja del golpe.
—¿Usted será el presidente? —pregunté.
—Claro —dijo Rojas—, ¿o me ve cara de idiota para dejar
que otro haga las cosas por mí?
Me puse incómodo.
—Claro que no —dije—. Estoy a su disposición.
—Bueno —dijo Rojas—, mi modelo es el gobierno de
Pinochet, pero como en la Argentina esa es difícil de vender, tengo que darle
un tinte populista, algo de izquierdista. ¿Se acuerda de cuando Lanusse dijo
que era de centro izquierda?
—Me acuerdo —dije—, el mejor chiste que escuché en mi
vida.
—¡Eso! —Se entusiasmó—. Quiero organizar una campaña
psicológica que haga potable el gobierno después del golpe.
—Podríamos hablar de reconstrucción nacional…
—No, no, eso está demasiado quemado —me dijo Rojas—,
algo que califique al gobierno.
—Bueno, podría proponer la vicepresidencia a Jorge
Abelardo Ramos. Él dice que es de izquierda.
—No es popular como para estar conmigo. Me gustaría más
don Américo Ghioldi. Es un socialista. También quisiera poner a un muchacho con
mucho impulso progresista, alguien como Mariano Grondona, que tiene buena
imagen.
—Hay peores —dije.
—Alsogaray será mi hombre en economía, ¿qué le parece?
—Mire —opiné—, si quiere un consejo, no se meta con
Alsogaray: está más chamuscado que Kissinger.
—¿Qué opina de Neustadt, entonces?
—No sé si sabe algo de economía…
—No importa —dijo Rojas—, es un hombre honesto y de
confianza. Si no acepta le voy a proponer el cargo a Jorge Luis Borges. A
Ernesto Sábato tampoco quiero dejarlo afuera del gobierno: siempre me pareció
un hombre probo. Andaría bien en salud pública. Escribió algo sobre los ciegos,
¿no?
—¿No le parece que va a ser un gobierno demasiado
culto?
—Es lo que queremos, una especie de despotismo
ilustrado que parezca de izquierda, así los intelectuales que están en París no
patalean.
—Bueno —dije—. ¿Y para mí qué hay?
—La oficina de prensa. Estará a las órdenes de Tato. Me
gusta ese hombre.
—¿Qué le parece —pregunté— si llamamos a Doña Petrona para
dar el toque femenino?
—¡No! ¡Basta de toques femeninos! ¡La patria está en
peligro!
—¿Ya vienen los brasileños? —Di un salto con los brazos
en alto.
—No, le tienen demasiado miedo al frío. Les basta usar
a Buenos Aires como un supermercado. Solo les interesa Misiones, nunca llegarán
hasta acá.
—Bueno, ¿cuál va a ser su programa de gobierno para los
25 millones de argentinos? —Me interesé.
—No contempla 25 millones. Hay dos o tres millones que
no me interesan.
—Está bien, está bien —me resigné—, cuénteme el
programa.
—Es fácil, Ferrarotti. Libre economía: privatizar las
empresas del Estado, privatizar los bancos, privatizar las playas, privatizar
las calles…
Me pareció que soñaba. Le tiré alguna idea más…
—Almirante, podríamos privatizar el aire y los ejércitos.
Podríamos privatizar el Estado. Eso sería verdaderamente revolucionario.
—¿Usted cree que alguien compraría el Estado argentino?
—Los ojos se le iluminaron.
—Los ingleses son candidatos —le dije—, también los de
Washington.
—Esa es buena noticia, Max —Se alegró—. Ya me parecía
que sería útil consultarlo. Usted trabaja en La prensa, ¿no?
—No. Trabajo en Mengano.
—¿Ahí hacen caricaturas de políticos?
—Cuando nos dejan, sí.
—Bueno, yo no los dejo. A veces ando con estas mechas y
no me gusta que me dibujen. Eso sí, le aviso antes porque soy democrático.
—Gracias —dije.
—Max, ¿usted quisiera ir a Chile a avisarle a Pinochet
que todo va bien?
—¿Qué garantías tengo de volver?
—Llevará una carta mía. Augusto me respeta.
—No tengo duda —dije.
Escribió la carta con una pluma de ganso con trazos
cuidadosos y serenos. Después levantó la vista.
—El golpe será en junio, como siempre. Dele un abrazo
de mi parte al general. Después vaya a Brasil y avise a Geisel. No vayan a
creer que tenemos algo contra ellos.
Salí a la calle. Tomé un taxi, rompí la carta en
pedacitos y pedí asilo en la embajada de México.
Firmado como “Max Ferrarotti, un influyente
que ya cayó en desgracia”. Soriano escribió artículos con este seudónimo desde
el primer número de la revista Mengano, en donde también publicó textos
firmados con su nombre. Estos diálogos preconfiguran los que escribiría en los
90 en el marco de la «Llamada internacional», esas conversaciones delirantes
entre un corresponsal argentino y un editor europeo del imaginario «Créase o
no».
Publicado originalmente
en Revista Mengano, febrero de 1976
en Cómicos, tiranos y leyendas, 2012
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