jueves, marzo 03, 2016

“El silbato”, de Eudora Welty







Cayó la noche. La oscuridad era fina, como un vestido viejo y gastado por muchos inviernos, que deja siempre que el frío cale hasta los huesos. Luego salió la luna. Entre los espesos bosques de hojas muertas descoloridas destacaba una granja como una piedra blanca en el agua. Un ojo más minucioso y escrutador que el de la luna podría haber visto todo lo que pertenecía a los Morton, hasta las pequeñas tomateras en sus limpias hileras próximas a la casa, grises y plumosas, sobrecogedoras por su desvalida fragilidad. La luz de la luna lo cubría todo y se imponía sobre la forma más oscura: la casa de campo, donde acababan de apagar la luz.

En su interior, Jason y Sara Morton estaban echados entre las colchas de una tarima instalada junto al hogar. En la rejilla aún chisporroteaba el fuego, que de vez en cuando emitía un rumor soñoliento, y su luz mortecina golpeaba aquí y allá la pared, las vigas y la oscura tarima donde yacían los ancianos, como un pájaro que intentara salir de la estancia.

La respiración de Jason, muy espaciada y cansina, era el único sonido, aparte del chisporroteo del fuego. Bajo la colcha parecía un fríjol, una figura alargada de lado, mirando hacia la puerta. Tenía los labios abiertos hacia la oscuridad, y respiraba inspirando, espirando, despacio y con un subir y bajar, una y otra vez, como una conversación o un cuento, una pregunta y un suspiro.

Sara estaba echada de espaldas con la boca entreabierta, silenciosa; pero no dormía. Miraba fijamente los espacios oscuros e indiferenciables que había entre las vigas. Parecía tener los ojos demasiado abiertos, los párpados cansados y distendidos, como aberturas estiradas hasta resultar informes e inútiles. Una llama amarillenta silbó una vez irguiéndose en el viejo tronco, y la carita de Sara y su cabello pálido, y la mano que sujetaba el borde de la colcha, quedaron un instante iluminadas con sombras azul claro. Luego se tapó la cabeza con la colcha.

Todas las noches se tendían allí, temblando de frío, pero afligidos y no más comunicativos que un par de contraventanas batidas por la tormenta. A veces pasaban varios días, semanas, sin que cruzaran una palabra. No eran viejos, en realidad, solo tenían cincuenta años. Aun así, el cansancio inundaba sus vidas, con una inmensa falta de necesidad de hablar, con una pobreza que podía haberles unido como un desastre demasiado grande para ser discutido, pero que les dejaba sin embargo separados y sin deseos de comprenderse. Quizá, años atrás, la cólera o la pasión hubiesen iniciado la larga costumbre del silencio. ¿Quién podría decirlo ahora?

A medida que el fuego iba apagándose, la respiración de Jason se iba haciendo más pesada y solemne, como si estuviera más allá incluso de los sueños. El cuerpo de Sara, completamente tapado, era tan ingrávido como una tira de caña; su forma apenas se distinguía bajo la colcha que la cubría. A veces, a la propia Sara le parecía que era su ingravidez lo que le impedía calentarse.

¡Estaba tan harta del frío! Era ya la única sensación que podía producirle: cansancio. Año tras año se iba convenciendo de que moriría antes de que dejara de hacer frío. Según el calendario, ya era primavera... Pero siempre pasaba lo mismo, un año tras otro. Colocaban las plantas en los armazones, las trasplantaban siempre demasiado pronto y llegaba una helada... ¿Cuándo las habían visto crecidas y maduras por última vez? ¿Cuándo había sido la última vez que se habían librado de las heladas y habían podido recoger la cosecha?

Como en un vano sueño, Sara empezó a pensar en la primavera y el verano. Al principio pensaba simplemente en los colores verdes y rojos, en el olor de la tierra soleada, en el tacto de las hojas y de los cálidos tomates que maduraban. Luego, acurrucada y oculta como estaba bajo la colcha, empezó a imaginar y a recordar el pueblo de Dexter en la época del embarque. En su mente, el polvoriento pueblecito se convirtió en escenario de una festividad legendaria casi, en un lugar de placer. Por todos los caminos que conducían allí llegaban sonrientes labradores con carros llenos de hermosísimos tomates. Todos los cobertizos de empaquetado de la estación de Dexter estaban adornados... No, era solo que brillaba el sol de mayo. La alta figura del señor Perkins se alzaba gesticulando en el centro de todo, comprando, dando instrucciones, agitando papeles amarillos que debían de ser telegramas, gritando con impaciencia. Y era precisamente él, después de todo, el actual propietario de la granja de los Morton. Los trenes de carga se alineaban uno tras otro esperando que los cargaran. ¿Era posible que hubieran podido salvarse del frío tantísimos tomates? Sin duda, ya que los envasadores de Florida, de la lejana Florida, desfilaban allí en una procesión perfecta, morenos, sin calcetines, algunos con tatuajes... La caja de música tocaba en el café de enfrente y el tullido que caminaba como un pato había vuelto y, por unos centavos, hacía posturas para los jóvenes, que le contemplaban con las cabezas apiñadas. Los hombres se emborrachaban y cantaban jubilosos y, de vez en cuando, alguien disparaba un tiro. A la sombra, los niños celebraban el acontecimiento con guerras de tomates. Todo estaba impregnado de un aroma dulce, pesado y fuerte. ¡Cuánta emoción! Que descansen los embaladores, aunque sea solo un momento, pensaba Sara. Que se tumben, sudorosos, a la sombra de los árboles y que alguien toque la guitarra. Las empaquetadoras escuchan mientras trabajan. ¡Qué manitas morenas, rojas de jugo! Tienen la cara siempre soñolienta y colorada; se ríen cuando los hombres les hablan... Y Sara y Jason también están allí, de pie bajo el sol ardiente, junto al primer cobertizo, entregando su cargamento, viendo cómo se incorporan al proceso sus propios tomates, cómo se alejan y cómo los seleccionan y envuelven y cargan y despachan en un vagón; qué deprisa todo... El señor Perkins extiende una mano rápida y firme. ¡Estrechadla con fuerza! ¡Qué pronto termina todo!

Sara, ingrávida bajo la colcha, podía pensar en las fiestas de Dexter y evocar el espectáculo de los tomates maduros solo en ráfagas breves, como el chisporroteo del mortecino fuego del hogar. El resto del tiempo pensaba únicamente en el frío, en el frío de antes y en el de después. No podía evitar sentir el escalofrío del aquí y el ahora, que para ella no significaba en absoluto pensar, sino un simple temblor en la oscuridad.

Tosió pacientemente y volvió la cabeza hacia un lado. Atisbó retirando la colcha un poquito y vio que al fin se había apagado el fuego. Solo quedaba ya un voluminoso leño rojo, una forma inmóvil, roja, torcida, como uno de los calcetines rotos de Jason aguardando a que lo zurciera. No tenía más que esto para confortarse; cerró los ojos y se quedó dormida.

Marido y mujer yacían ahora inmóviles en la habitación a oscuras, el bronco y lento respirar de Jason parecía el estruendo de un viejo oso, torpe y cabeceante, que intentase trepar a un árbol y al que nadie, absolutamente nadie, oyese.



El frío era más intenso a medida que avanzaba la noche. La luna, blanca e intensa como la nieve que no cae aquí, se elevó por el cielo, durante la larga noche, distanciándose más de la tierra. La granja parecía tan pequeña y tranquila como una concha marina, con el bultito de una casa rodeada por sus curvados surcos de tomateras. El frío, como una blanca mano opresora, aplastaba y cubría la vivienda.

En Dexter hay un gran silbato que tocan cuando amenaza helada. En todas partes lo llaman el silbato del señor Perkins. Sonó de pronto, en la noche clara, una y otra vez. Por toda la zona las ventanas de las granjas se iluminaron. Hombres y mujeres salían corriendo hacia los campos y cubrían las plantas con lo que podían. Mientras, el silbato del señor Perkins sonaba una y otra vez.

A Jason Morton no le despertó el silbato. Seguía durmiendo, y su cavernoso respirar era como una serie de rugidos procedentes de un árbol hueco. Su mano derecha había sido expulsada desde alguna profundidad que debía de haber soñado, y yacía estirada en el suelo frío, en el mismo centro de una mancha de luz lunar que cruzaba la habitación.

Sara sintió que despertaba. Sabía que estaba sonando el silbato del señor Perkins, sabía lo que significaba..., y que ahora le tocaba a ella despertar a Jason y salir al campo. Una suave lasitud, una ilusión de calidez inundaba tercamente su cuerpo y, por unos instantes, siguió echada, quieta.

Luego se incorporó y zarandeó a su marido por los hombros, sin decir palabra. Necesitó todas sus fuerzas para despertarle. Él tosió, cesaron sus rugidos, se incorporó. Tampoco dijo nada. Los dos permanecieron sentados, con la cabeza inclinada, escuchando el silbato. Tras un silencio, silbó de nuevo, un gemido largo y creciente.

Sara y Jason salieron rápidamente de la cama. Debido al frío dormían vestidos, y solo tuvieron que calzarse. Jason encendió el farol y Sara se echó al brazo las colchas y le siguió.

Todo estaba blanco y todo les parecía vasto e inmenso mientras caminaban por el campo helado. Blanco, en un pozo sombreado, abandonado de verano a verano, el viejo molino de sorgo se alzaba como la máquina de un sueño, con su largo varal postrado, su eje romo.

Jason y Sara palparon las pequeñas tomateras, y palparon la tierra. Por su propio conocimiento, por el tacto, descubrieron que todo era cierto: el frío, lo acertado del aviso, la necesidad de actuar. Sobre los palos hincados entre las tomateras colocaron una a una las colchas, estirándolas con lenta laboriosidad. Jason se quitó la chaqueta y la extendió sobre las tiernas plantitas que había al costado de la casa. Luego miró a Sara, y esta se agachó y se sacó el vestido por la cabeza. El cabello se le soltó y de inmediato empezó a temblar violentamente. Por suerte, la falda era bastante larga y pudo cubrir con ella las matas restantes.

Sara y Jason permanecieron quietos un momento, contemplando casi perezosamente el campo, y luego alzaron la vista al cielo.

No había viento. Solo la intensa blancura de la luz lunar. ¿Por qué aquel frío inmóvil caía sobre ellos como los dientes de una trampa? Inclinaron los hombros y volvieron silenciosos al interior de la casa.

Dentro no hacía mucho más calor que fuera. Al salir respondiendo al aullido impaciente del silbato se habían olvidado de cerrar la puerta. Se sentaron a aguardar la mañana.

Jason hizo entonces algo raro, extraño. Aún faltaba mucho para que amaneciera, pero echó petróleo sobre un montoncito de leña y le prendió fuego. Acuclillados, se acercaron a las llamas; fueron acercándose gradualmente el uno al otro y se quedaron así, inmóviles, hasta que toda la leña se consumió. Sara siguió sin moverse. Y Jason, en camiseta y con sus largos pantalones azules, salió y llevó otro montón de leña y el gran tronco de cerezo que, por supuesto, debían reservar para el final del invierno.

El calor extravagante de la estancia había despertado en Sara una especie de agitación, como sus recuerdos de Dexter en la temporada del embarque. Estaba acurrucada con la larga enagua marrón sujeta con un cordel en la cintura. El cabello parduzco, más claro en las sienes, le caía hasta los hombros, como el de una niña peinada para una fiesta. Tenía las rodillas apretadas contra los pechos colgantes y ateridos y miraba el fuego fijamente, con los ojos muy abiertos. Jason, a su lado, también contemplaba el fuego. Respiraba con suavidad y rapidez, sin ruido, como si por unos instantes ocultase o protegiese su cansancio. Alzó los brazos y estiró hacia el fuego sus manos informes.

Al fin toda la leña desapareció. El tronco de cerezo quedó reducido a cenizas.

De repente Jason volvió a levantarse. Y acercó al fuego la silla que tenía roto el asiento. La hizo pedazos... Ardía muy bien, luminosamente. Sara no se movió, no dijo una palabra.

Luego la mesa de la cocina. Pensar que una mesa tan sólida y firme, de cuatro patas, como aquella, que había aguantado treinta años allí, se consumiese en tan poco tiempo... Sara miraba las temblorosas llamas casi con codicia.

Y cuando la mesa desapareció, Jason y Sara permanecieron sentados en la oscuridad, donde había estado su lecho; hacía más frío que nunca. El fuego que había hecho la mesa de la cocina les parecía maravilloso, como si lo que nunca habían dicho y lo que no podía ser tuviera también su vida, después de todo.

Pero Sara temblaba, apretando de nuevo sus duras rodillas contra el pecho. Había vuelto el invierno, el frío de la noche; se apoderó de ella algo extraño, como miedo o dependencia, una sensación de absoluto desvalimiento. De repente, sin volver la cabeza, habló:

—Jason...

Un silencio. Pero solo por un instante.

—Escucha —dijo la voz insegura de su marido.

Se quedaron muy quietos, en silencio, igual que antes, con la cabeza baja. Fuera, como si deseara extraer algo más que sus vidas, el silbato continuaba sonando.




en Cuentos completos, 2009





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