Cayó la noche. La oscuridad era fina, como un vestido
viejo y gastado por muchos inviernos, que deja siempre que el frío cale hasta
los huesos. Luego salió la luna. Entre los espesos bosques de hojas muertas
descoloridas destacaba una granja como una piedra blanca en el agua. Un ojo más
minucioso y escrutador que el de la luna podría haber visto todo lo que
pertenecía a los Morton, hasta las pequeñas tomateras en sus limpias hileras
próximas a la casa, grises y plumosas, sobrecogedoras por su desvalida fragilidad.
La luz de la luna lo cubría todo y se imponía sobre la forma más oscura: la
casa de campo, donde acababan de apagar la luz.
En su interior, Jason y Sara Morton estaban echados
entre las colchas de una tarima instalada junto al hogar. En la rejilla aún
chisporroteaba el fuego, que de vez en cuando emitía un rumor soñoliento, y su
luz mortecina golpeaba aquí y allá la pared, las vigas y la oscura tarima donde
yacían los ancianos, como un pájaro que intentara salir de la estancia.
La respiración de Jason, muy espaciada y cansina, era
el único sonido, aparte del chisporroteo del fuego. Bajo la colcha parecía un
fríjol, una figura alargada de lado, mirando hacia la puerta. Tenía los labios
abiertos hacia la oscuridad, y respiraba inspirando, espirando, despacio y con
un subir y bajar, una y otra vez, como una conversación o un cuento, una
pregunta y un suspiro.
Sara estaba echada de espaldas con la boca
entreabierta, silenciosa; pero no dormía. Miraba fijamente los espacios oscuros
e indiferenciables que había entre las vigas. Parecía tener los ojos demasiado
abiertos, los párpados cansados y distendidos, como aberturas estiradas hasta
resultar informes e inútiles. Una llama amarillenta silbó una vez irguiéndose
en el viejo tronco, y la carita de Sara y su cabello pálido, y la mano que
sujetaba el borde de la colcha, quedaron un instante iluminadas con sombras
azul claro. Luego se tapó la cabeza con la colcha.
Todas las noches se tendían allí, temblando de frío,
pero afligidos y no más comunicativos que un par de contraventanas batidas por
la tormenta. A veces pasaban varios días, semanas, sin que cruzaran una
palabra. No eran viejos, en realidad, solo tenían cincuenta años. Aun así, el
cansancio inundaba sus vidas, con una inmensa falta de necesidad de hablar, con
una pobreza que podía haberles unido como un desastre demasiado grande para ser
discutido, pero que les dejaba sin embargo separados y sin deseos de
comprenderse. Quizá, años atrás, la cólera o la pasión hubiesen iniciado la
larga costumbre del silencio. ¿Quién podría decirlo ahora?
A medida que el fuego iba apagándose, la respiración de
Jason se iba haciendo más pesada y solemne, como si estuviera más allá incluso
de los sueños. El cuerpo de Sara, completamente tapado, era tan ingrávido como
una tira de caña; su forma apenas se distinguía bajo la colcha que la cubría. A
veces, a la propia Sara le parecía que era su ingravidez lo que le impedía
calentarse.
¡Estaba tan harta del frío! Era ya la única sensación
que podía producirle: cansancio. Año tras año se iba convenciendo de que
moriría antes de que dejara de hacer frío. Según el calendario, ya era
primavera... Pero siempre pasaba lo mismo, un año tras otro. Colocaban las
plantas en los armazones, las trasplantaban siempre demasiado pronto y llegaba
una helada... ¿Cuándo las habían visto crecidas y maduras por última vez?
¿Cuándo había sido la última vez que se habían librado de las heladas y habían
podido recoger la cosecha?
Como en un vano sueño, Sara empezó a pensar en la
primavera y el verano. Al principio pensaba simplemente en los colores verdes y
rojos, en el olor de la tierra soleada, en el tacto de las hojas y de los
cálidos tomates que maduraban. Luego, acurrucada y oculta como estaba bajo la
colcha, empezó a imaginar y a recordar el pueblo de Dexter en la época del
embarque. En su mente, el polvoriento pueblecito se convirtió en escenario de
una festividad legendaria casi, en un lugar de placer. Por todos los caminos
que conducían allí llegaban sonrientes labradores con carros llenos de hermosísimos
tomates. Todos los cobertizos de empaquetado de la estación de Dexter estaban adornados...
No, era solo que brillaba el sol de mayo. La alta figura del señor Perkins se
alzaba gesticulando en el centro de todo, comprando, dando instrucciones,
agitando papeles amarillos que debían de ser telegramas, gritando con
impaciencia. Y era precisamente él, después de todo, el actual propietario de
la granja de los Morton. Los trenes de carga se alineaban uno tras otro esperando
que los cargaran. ¿Era posible que hubieran podido salvarse del frío tantísimos
tomates? Sin duda, ya que los envasadores de Florida, de la lejana Florida,
desfilaban allí en una procesión perfecta, morenos, sin calcetines, algunos con
tatuajes... La caja de música tocaba en el café de enfrente y el tullido que
caminaba como un pato había vuelto y, por unos centavos, hacía posturas para
los jóvenes, que le contemplaban con las cabezas apiñadas. Los hombres se
emborrachaban y cantaban jubilosos y, de vez en cuando, alguien disparaba un
tiro. A la sombra, los niños celebraban el acontecimiento con guerras de
tomates. Todo estaba impregnado de un aroma dulce, pesado y fuerte. ¡Cuánta
emoción! Que descansen los embaladores, aunque sea solo un momento, pensaba Sara.
Que se tumben, sudorosos, a la sombra de los árboles y que alguien toque la
guitarra. Las empaquetadoras escuchan mientras trabajan. ¡Qué manitas morenas,
rojas de jugo! Tienen la cara siempre soñolienta y colorada; se ríen cuando los
hombres les hablan... Y Sara y Jason también están allí, de pie bajo el sol
ardiente, junto al primer cobertizo, entregando su cargamento, viendo cómo se
incorporan al proceso sus propios tomates, cómo se alejan y cómo los
seleccionan y envuelven y cargan y despachan en un vagón; qué deprisa todo...
El señor Perkins extiende una mano rápida y firme. ¡Estrechadla con fuerza!
¡Qué pronto termina todo!
Sara, ingrávida bajo la colcha, podía pensar en las
fiestas de Dexter y evocar el espectáculo de los tomates maduros solo en
ráfagas breves, como el chisporroteo del mortecino fuego del hogar. El resto
del tiempo pensaba únicamente en el frío, en el frío de antes y en el de
después. No podía evitar sentir el escalofrío del aquí y el ahora, que para
ella no significaba en absoluto pensar, sino un simple temblor en la oscuridad.
Tosió pacientemente y volvió la cabeza hacia un lado.
Atisbó retirando la colcha un poquito y vio que al fin se había apagado el
fuego. Solo quedaba ya un voluminoso leño rojo, una forma inmóvil, roja,
torcida, como uno de los calcetines rotos de Jason aguardando a que lo
zurciera. No tenía más que esto para confortarse; cerró los ojos y se quedó
dormida.
Marido y mujer yacían ahora inmóviles en la habitación
a oscuras, el bronco y lento respirar de Jason parecía el estruendo de un viejo
oso, torpe y cabeceante, que intentase trepar a un árbol y al que nadie,
absolutamente nadie, oyese.
El frío era más intenso a medida que avanzaba la noche.
La luna, blanca e intensa como la nieve que no cae aquí, se elevó por el cielo,
durante la larga noche, distanciándose más de la tierra. La granja parecía tan
pequeña y tranquila como una concha marina, con el bultito de una casa rodeada por
sus curvados surcos de tomateras. El frío, como una blanca mano opresora,
aplastaba y cubría la vivienda.
En Dexter hay un gran silbato que tocan cuando amenaza
helada. En todas partes lo llaman el silbato del señor Perkins. Sonó de pronto,
en la noche clara, una y otra vez. Por toda la zona las ventanas de las granjas
se iluminaron. Hombres y mujeres salían corriendo hacia los campos y cubrían las
plantas con lo que podían. Mientras, el silbato del señor Perkins sonaba una y
otra vez.
A Jason Morton no le despertó el silbato. Seguía
durmiendo, y su cavernoso respirar era como una serie de rugidos procedentes de
un árbol hueco. Su mano derecha había sido expulsada desde alguna profundidad
que debía de haber soñado, y yacía estirada en el suelo frío, en el mismo
centro de una mancha de luz lunar que cruzaba la habitación.
Sara sintió que despertaba. Sabía que estaba sonando el
silbato del señor Perkins, sabía lo que significaba..., y que ahora le tocaba a
ella despertar a Jason y salir al campo. Una suave lasitud, una ilusión de
calidez inundaba tercamente su cuerpo y, por unos instantes, siguió echada,
quieta.
Luego se incorporó y zarandeó a su marido por los
hombros, sin decir palabra. Necesitó todas sus fuerzas para despertarle. Él
tosió, cesaron sus rugidos, se incorporó. Tampoco dijo nada. Los dos permanecieron
sentados, con la cabeza inclinada, escuchando el silbato. Tras un silencio,
silbó de nuevo, un gemido largo y creciente.
Sara y Jason salieron rápidamente de la cama. Debido al
frío dormían vestidos, y solo tuvieron que calzarse. Jason encendió el farol y
Sara se echó al brazo las colchas y le siguió.
Todo estaba blanco y todo les parecía vasto e inmenso
mientras caminaban por el campo helado. Blanco, en un pozo sombreado,
abandonado de verano a verano, el viejo molino de sorgo se alzaba como la
máquina de un sueño, con su largo varal postrado, su eje romo.
Jason y Sara palparon las pequeñas tomateras, y
palparon la tierra. Por su propio conocimiento, por el tacto, descubrieron que
todo era cierto: el frío, lo acertado del aviso, la necesidad de actuar. Sobre
los palos hincados entre las tomateras colocaron una a una las colchas,
estirándolas con lenta laboriosidad. Jason se quitó la chaqueta y la extendió
sobre las tiernas plantitas que había al costado de la casa. Luego miró a Sara,
y esta se agachó y se sacó el vestido por la cabeza. El cabello se le soltó y
de inmediato empezó a temblar violentamente. Por suerte, la falda era bastante
larga y pudo cubrir con ella las matas restantes.
Sara y Jason permanecieron quietos un momento,
contemplando casi perezosamente el campo, y luego alzaron la vista al cielo.
No había viento. Solo la intensa blancura de la luz
lunar. ¿Por qué aquel frío inmóvil caía sobre ellos como los dientes de una
trampa? Inclinaron los hombros y volvieron silenciosos al interior de la casa.
Dentro no hacía mucho más calor que fuera. Al salir
respondiendo al aullido impaciente del silbato se habían olvidado de cerrar la
puerta. Se sentaron a aguardar la mañana.
Jason hizo entonces algo raro, extraño. Aún faltaba
mucho para que amaneciera, pero echó petróleo sobre un montoncito de leña y le
prendió fuego. Acuclillados, se acercaron a las llamas; fueron acercándose
gradualmente el uno al otro y se quedaron así, inmóviles, hasta que toda la
leña se consumió. Sara siguió sin moverse. Y Jason, en camiseta y con sus
largos pantalones azules, salió y llevó otro montón de leña y el gran tronco de
cerezo que, por supuesto, debían reservar para el final del invierno.
El calor extravagante de la estancia había despertado
en Sara una especie de agitación, como sus recuerdos de Dexter en la temporada
del embarque. Estaba acurrucada con la larga enagua marrón sujeta con un cordel
en la cintura. El cabello parduzco, más claro en las sienes, le caía hasta los hombros,
como el de una niña peinada para una fiesta. Tenía las rodillas apretadas
contra los pechos colgantes y ateridos y miraba el fuego fijamente, con los
ojos muy abiertos. Jason, a su lado, también contemplaba el fuego. Respiraba
con suavidad y rapidez, sin ruido, como si por unos instantes ocultase o
protegiese su cansancio. Alzó los brazos y estiró hacia el fuego sus manos informes.
Al fin toda la leña desapareció. El tronco de cerezo
quedó reducido a cenizas.
De repente Jason volvió a levantarse. Y acercó al fuego
la silla que tenía roto el asiento. La hizo pedazos... Ardía muy bien,
luminosamente. Sara no se movió, no dijo una palabra.
Luego la mesa de la cocina. Pensar que una mesa tan
sólida y firme, de cuatro patas, como aquella, que había aguantado treinta años
allí, se consumiese en tan poco tiempo... Sara miraba las temblorosas llamas
casi con codicia.
Y cuando la mesa desapareció, Jason y Sara
permanecieron sentados en la oscuridad, donde había estado su lecho; hacía más
frío que nunca. El fuego que había hecho la mesa de la cocina les parecía
maravilloso, como si lo que nunca habían dicho y lo que no podía ser tuviera
también su vida, después de todo.
Pero Sara temblaba, apretando de nuevo sus duras
rodillas contra el pecho. Había vuelto el invierno, el frío de la noche; se
apoderó de ella algo extraño, como miedo o dependencia, una sensación de
absoluto desvalimiento. De repente, sin volver la cabeza, habló:
—Jason...
Un silencio. Pero solo por un instante.
—Escucha —dijo la voz insegura de su marido.
Se quedaron muy quietos, en silencio, igual que antes,
con la cabeza baja. Fuera, como si deseara extraer algo más que sus vidas, el
silbato continuaba sonando.
en Cuentos completos, 2009
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