—Criado desde niño en el extranjero —continuó—, no tuve cómo saber que aquí estamos a las puertas del Oriente, donde la escala de valores está completamente invertida, donde nada se toma en serio. Con una porfía que no habla bien de mi inteligencia, pero de la que no me arrepiento —tanto que si me tocara empezar de nuevo haría nuevamente lo mismo—, nunca consentí una fácil adaptación. Nunca me quise asimilar, aunque ya había aprendido aquello de si Romae vivis romano vivite more. Así obrando fui, naturalmente, tomado por un extranjero y me hice sólo de enemigos. Con verdadero asco tuve que dar una lucha cruenta para la que no estaba preparado ni hecho. Viendo que les resultaba difícil destruirme con sus burlas —mi mordida era más venenosa—, empezaron a aplicarle la ley del hielo a mis escritos. Fue entonces cuando me di cuenta de que la mejor manera de vengarme era no dejar nada que me pueda sobrevivir y ser usado para complacer a otros. Carente como soy de cualquier vanidad, consideré que ese complot de silencio era bienvenido y adherí. «Patria ingrata, no tendrás mis osamentas», pidió que se inscribiera en su lápida Escipión el Africano. Yo dejaré mis osamentas, pero el fruto de mi cerebro, mi pensamiento, ¡no!
Observa con preocupación su reloj. Me levanto para partir.
—Quédate un momento —insiste—. Saldremos juntos. Me acompañarás a donde voy —y continúa, con la voz en sordina—, es más seguro.
Vuelvo a atravesar la serie de salones donde reina, como embalsamado, el Siglo Galante, entre las flores artificiales, con su Olimpo arrebolado y su pastoral dulzura. En el rincón más ricamente decorado, y contrastando vivamente con los maravillosos y delicados adornos surge, sombrío y ceñudo, el rostro de un hombre de una estirpe muy distinta a la de aquellos hombres y mujeres que sonríen, astuta y finamente, desde los cuadros colgados en las paredes. Me detengo. Su semejanza con Pasadia es tan completa que parece él mismo, un poco más joven y vestido a la fea usanza de los boyardos de hace un siglo.
—Es mi bisabuelo —dice Pasadia—. Siendo el único de la familia al que le guardo simpatía, no quemé su retrato como hice con los de los demás. Era un Bérgamo. Su belleza, aureolada por el prestigio que tienen a los ojos de las mujeres aquellos que han matado, lo hizo pasar del puesto que tenía, tras la carroza de la princesa Ralu, directamente a su trasero. Como pago recibió la hacienda de Magura y la dignidad de gran escudero. Sí; así como ves, la astilla no saltó lejos del tronco, y creo que su estado anímico debe de haber sido el mismo que el mío para que en la flor de la vida se dejara envenenar con pleno conocimiento de causa. Ese retrato es una de las pocas cosas que me pertenece; el resto es alquilado.
1929
Traducción de Sebastián Teillier,
publicada por Descontexto Editores, 2015
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