Ezra Pound murió en Venecia el 2 de noviembre de 1972, menos de cinco meses después de nuestra entrevista. Me encontraba en España, recorriendo esa dura y antigua tierra. Había visitado Ronda, en el sur, la ciudad sobre el abismo, donde Rilke viviera por un tiempo. Estuve leyendo sus cartas en el pequeño museo que los españoles le han dedicado en el hotel que habitara. Sus cartas de amor a Lou Salomé, también amada e inspiradora de Nietzsche. Reflexionaba que los españoles han rendido homenaje a este poeta universal, que pisara por breve tiempo su suelo lleno de historia y de leyenda. Seguí luego hacia el norte, a una ciudad pequeñita, cercana a Madrid, Medinaceli, donde el Cid buscara refugio en el destierro, ciudad de piedras y ruinas, romana y visigoda, pesada de misterio ibérico, quizá céltico, druídico. Está empinada sobre una colina y mira a un mar seco, árido, de olas parduscas, amarillas, lunares, como la visión de un planeta muerto. A veces, en el horizonte lejano, aparece un árbol solitario, colocado allí por la belleza, por ese alguien que se goza en ordenar el paisaje de Castilla para luego contemplarlo desde la cumbre de Medinaceli, a través del viejo Arco Romano, resto de una antigua fortaleza.
Me enteré de la muerte de Ezra Pound en Madrid, en los periódicos. Los españoles le rendian sentido homenaje. Eugenio Montes refería el entierro en Venecia, donde me transportaba con la imaginación nuevamente, hasta su casita de la calle Querini, viéndole ahora ir en su último viaje en góndola oscura, por los canales, hasta el cementerio de la isla de Saint Michele. El periodista Eugenio Montes contaba que en la última entrevista que tuvo con el poeta -hace muchos años, seguramente-, éste le había preguntado: "¿Cantan aún los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli?". Y agregaba que Pound había visitado Medinaceli en 1906, siguiendo la ruta del Cid. Pound amaba el poema del Cid, que consideraba superior aun a la Canción de Rolando. Había viajado a España para rehacer el antiguo camino del "Campeador". De este modo había llegado a ese misterioso pueblito de las alturas, que se conserva como en el medioevo.
De nuevo me encontraba en un cuarto de hotel, en Madrid ahora. Era de noche y quise continuar el diálogo, interrumpido en otra noche de Venecia, con el fantasma de mi amigo, ya desprendido en definitiva. Y el fantasma vino y se sentó en una silla, no sé dónde, de seguro no allí en ese cuarto de hotel, y se puso a hablar, a hablar, como no lo haría hace tanto tiempo. Estaba otra vez joven y recitaba poemas cósmicos, decía cosas inmortales, bellas, inmensas, como la ciudad de Venecia, como el paisaje de Castilla, como las montañas de la Luna. Yo escuchaba y olvidaba. Porque todo eso se olvida, y no se debe recordar.
Un monumento en Medinaceli
Días después volví a Medinaceli. Me enteré que allí vivía un chileno, el profesor Fernando de Toro Garland. Conversamos. Me habló también del artículo de Eugenio Montes y de las palabras de Pound sobre los gallos del Cid. Se le había ocurrido la idea de sugerir a las autoridades españolas erigir un monumento a Pound en Medinaceli, que registrara esa frase y el paso por allí del gran poeta americano al comienzo del siglo. Le animé en su empeño. Desde ese momento estuvimos en contacto personal o por carta. Seguí así todas las vicisitudes de sus esfuerzos. Las autoridades españolas del pueblo y varios amigos de Madrid colaboraron con entusiasmo. Labradores, picapedreros con sus mulas, transportaron una enorme piedra de los montes celtíberos, descascarada por los milenios, a través de las nieves del crudo invierno. Herreros del medioevo forjaron letras simples y antiguas para ser enclavadas en la piedra, con la frase de Pound: "¿Cantan todavía los gallos del Cid al amanecer en Medinaceli?".
Se eligió la más bella plaza de la ciudad de las alturas (Medina en árabe significa ciudad; celi es cielo), y, allí bajo un árbol añoso, se enclavó la piedra. Será también una fuente, porque el agua correrá por su arrugada y resquebrajada superficie. Esa piedra es como el rostro de Pound en sus últimos años. Se eligió el día 15 de mayo de 1973, día de San Isidro y de los festivales de la ciudad, para la inauguración del monumento. Me encargué de que Olga Rudge, la compañera de Ezra Pound, pudiera ir. Olga tenía setenta y ocho años y no iba a parte alguna. Pero fue a Medinaceli.
Vinieron ese día poetas jóvenes españoles desde Madrid, con Jaime Ferrán, traductor de Pound. Se hallaban presentes en Medinaceli también algunos norteamericanos y pintores que allí viven. Y todo el pueblo vestido de día de fiesta, con sus trajes cuidados, con sus boinas, sus bastones de pastores, sus bordones de peregrinos de las alturas, sus rostros nobles, de roca castellana, sus hijos, sus nietos, que ya parten a las grandes urbes de la planicie, ciudades sin poesía. Todos estaban allí para rendir homenaje a ese poeta de otras tierras, de otros mundos, que ellos nunca conocieron, que no leyeron -porque muchos no saben leer-, pero que conocen desde dentro, con su alma de roca, que se parece al rostro del poeta muerto, del poeta ecuménico. Se encontraban allí los perros y las mulas que acompañaron y trajeron la piedra, estaba el herrero, el cura, el guardia civil, y el vino y el agua y el pan, la yerba y los pájaros de Medinaceli, de la Vieja Castilla. También estaban los gallos del Cid y Pound. De esos dos guerreros desaparecidos.
Los signos celestes
El día anterior supe que debía hablar en el homenaje; Olga Rudge quería que yo dijera algo en ese momento. ¿Qué cosa? ¿Qué decir que pudiera parecerse al silencio de Pound y de la Ciudad de Cielo? De amanecida me fui a caminar por las calles de la ciudad muerta, entre ruinas. Llegué a la plazuela del monumento y me senté bajo el árbol, junto a la roca. Llevaba conmigo un libro recién publicado en Barcelona por la Editorial Barral: Introducción a Ezra Pound, con traducciones y comentarios de Carmen R. De Velasco y Jaime Ferrán. Lo abrí y leí: "La piedra bajo el olmo / tomando forma ahora / curva la piedra en su borde / la piedra que en el aire toma forma..."
Era el canto XC. Me detuve perplejo. Pero... ¡aquí está la piedra y, precisamente, éste es un olmo! Nadie lo había pensado antes, nadie lo supo. Esto se hizo solo. Pero... ¿se hizo en verdad solo? Recordé la frase de Nietzsche: "Las cosas vienen a nosotros deseosas de transformarse en símbolos". Y Rilke: "¿Qué otra cosa quieres tú, mundo, sino transformarte en invisible dentro de nosotros?".
O bien, los sueños se hacen visibles fuera de nosotros... Esto es lo que Jung llamó "sincronismo", "coincidencias", "fenómenos acausables", y Nietzsche, "azares llenos de sentido". Puro "sentido", pura "magia", puro milagro, en verdad, todo y nada. ¿Quién dirige esto? ¿Quién lo ha ordenado? ¿Acaso el mismo Pound? ¿O ese Ser que compone el paisaje, según el más alto sentido de la belleza, que hace crecer allí un árbol en el horizonte de Castilla, para que pueda ser contemplado desde la altura a través de un arco de piedra en ruinas? Ese Ser, emocionado, "tocado" por la belleza o la profundidad de los pensamientos, de los sueños, de los versos de un hijo del cielo y de la tierra, quiere así manifestarse cuando él vuelve a su seno. ("La naturaleza imita el arte"). Tal vez sea la misma tierra, la Madre Tierra, el Espíritu de la Tierra. Cuando Jung murió, estalló una tormenta inesperada en esa época del año y un rayo cayó sobre el árbol bajo el cual se sentaba, marcándolo para siempre. Cuando Ezra Pound murió, las cosas, la roca, el árbol, la naturaleza, recitaron un poema suyo, se ordenaron como uno de sus versos: "La piedra bajo el olmo...".
Y aún más:
"Ha penetrado el árbol en mis manos, / la savia por mis brazos ha ascendido / el árbol en mi pecho se hizo grande, / hacia abajo, / salen de mí las ramas como brazos. / Árbol eres, / musgo eres, / eres violeta que acaricia el viento... / Mueren los árboles y el sueño permanece".
En la tarde del día del homenaje, en presencia de todo el pueblo, como he dicho, también de la heroica compañera de Pound, se descorrió la bandera de España que cubría el monumento, el "rostro", la "piedra bajo el olmo". Y, entonces, en el olmo cantó un mirlo. Y el pueblo comentó el suceso y lo seguirá comentando por mucho tiempo, porque los habitantes de esas viejas ciudades en ruinas, de los pueblos de antaño, son como los griegos de la leyenda, como los celtas y los druidas, descubren en el canto de un pájaro, en un día de auspicios, un echo digno de ser interpretado y que llena así sus vidas hasta la muerte.
¿Qué más puede desear un gran poeta que sus poemas sean recitados por las cosas? ¿Qué más puede desear que un mirlo cante en su homenaje? ¿Qué prueba mayor puede darse de que un hombre es grande, de que un poeta lo es, que el cielo, o la naturaleza, se manifiesten así para confirmarlo?
Aún canta un mirlo en Medinaceli. Y canta por Ezra Pound.
en Revista de Libros de El Mercurio,
2 de noviembre, 2002.
Fotografía original de Ezra Pound por Henri Cartier-Bresson
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