Un
viento imaginario mantiene en tus cabellos
la
dulzura de su inmóvil desorden
y
deja entre los hilos de luz dorada
que
un sol antiguo ha sembrado, la estampa
de
una tarde a solas en la playa, ante jirones
de
algas verdes estremecidas por el agua,
en
tanto, tendidos en la arena, con el quejido
del
mar hundiéndose lentamente en tus caderas,
una
luz de plata cernida desde el cielo
caía,
endureciendo las aguas y nuestros rostros
de
oxidada espuma –tu perfil inclinado como el de una
estatua
opaca- y, sin embargo, el calor de tus manos
era
suficiente para hendir de oro este silencio.
en Desplazamientos, 1966
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