Elegí el título que
figura arriba, muy deliberadamente, por supuesto. La variedad de las posibles
reacciones debería garantizarme alguna multitud, aunque sólo sea de mirones y
curiosos, de esos que vienen a apiadarse y se quedan a gritar. Para asegurarse
una atención boquiabierta, el viejo curandero de feria que solía errar por
nuestro país utilizaba Calíope, tambor y un indio piesnegros. Espero que a mí
se me perdone usar el zen de modo muy semejante, al menos al principio. Pues al
final quizá descubran que en el fondo no es un chiste. Pero pongámonos serios
por etapas.
Ahora que ya los
tengo aquí, ante mi plataforma, ¿qué palabras pondré a la vista pintadas en
letras rojas de tres metros de alto? Trabajo. Ésta es la primera palabra. Relajación.
Ésta es la segunda. Seguida de dos finales: ¡No pensar!
Ahora bien, ¿qué
tienen que ver estas palabras con el budismo zen? ¿Qué tienen que ver con la
escritura? ¿Y conmigo? Pero muy especialmente, ¿qué tienen que ver con ustedes?
Antes que nada,
echemos una larga mirada a trabajo,
esa palabra levemente repulsiva. Sobre todo, es la palabra alrededor de la cual
girará la carrera de ustedes durante toda la vida. Empezando ahora, cada uno de
ustedes debería volverse no un esclavo, término demasiado mezquino, sino un
socio. Cuando consigan que la existencia y el trabajo sean experiencias
copartícipes, la palabra perderá su aspecto repulsivo.
Dejen que me
detenga aquí un momento a hacer unas preguntas. ¿Por qué en una sociedad de
herencia puritana tenemos hacia el trabajo sentimientos tan ambivalentes? No
estar ocupados nos da culpa, ¿verdad? Pero por otro lado, si sudamos en exceso
nos sentimos manchados.
Sólo puedo sugerir
que a veces nos inventamos un trabajo, una actividad falsa, para no aburrimos.
O, peor aún, se nos ocurre trabajar por dinero. El dinero se vuelve el
objetivo, la meta, el fin y el todo. Y el trabajo, importante sólo como medio
para ese fin, degenera en aburrimiento. ¿Cómo puede sorprendemos que lo odiemos
tanto?
Al mismo tiempo,
otros, los más presuntuosos, han alentado la noción de que basta una pluma, un
trozo de pergamino, una hora ociosa al mediodía, un soupçon de tinta primorosamente estampado en papel..., si hay un
vaho de inspiración. Siendo dicha inspiración, con demasiada frecuencia, el
último número de The Kenyon Review o
cualquier otro trimestral literario. Unas pocas palabras por hora, unos
párrafos grabados por día y... ¡voila!
¡Somos el Creador! ¡O, mejor todavía, Joyce, Kafka, Sartre!
No hay nada que
supere a la creatividad verdadera.
No hay nada más
destructivo que las dos actitudes descritas arriba.
¿Por qué?
Porque las dos son
formas de mentir.
Es mentiroso
escribir para que el mercado comercial nos recompense con dinero. Como es
mentiroso escribir para que un grupo esnob y cuasiliterario de las gacetas
intelectuales nos recompense con fama.
¿Hace falta que les
cuente cómo rebosan las revistas literarias de jóvenes que se convencen de que
están creando cuando lo único que hacen es imitar los arabescos y floreos de
Virginia Woolf, William Faulkner o Jack Kerouac? ¿Hace falta que les cuente
cómo rebosan las revistas femeninas y otras publicaciones comerciales de
jóvenes que se convencen de que están creando cuando lo único que hacen es
imitar a Clarence Buddington Kelland, Anya Seton o Sax Rohmer?
El mentiroso de
vanguardia piensa que será recordado por una mentira pedante. A la vez el
mentiroso comercial, en su nivel, piensa que si él se tuerce, es porque el
mundo está inclinado; ¡todo el mundo camina así!
Bien, me gustaría
creer que a nadie que lea el presente artículo le interesan estas formas de la
mentira. Cada uno de ustedes, interesado en la creatividad, quiere entrar en
contacto con aquello de sí mismo que es auténticamente propio. Quieren fama y
fortuna, sí, pero sólo como premio por un trabajo sincero y bien hecho. La
notoriedad y la cuenta abultada deben llegar cuando todo lo demás ya ha
concluido. Es decir que mientras uno está ante la máquina no ha de tenerlas en
cuenta. Quien las tiene en cuenta miente de una de las dos formas: bien para
complacer a un público minúsculo, capaz de apalear una idea hasta la insensibilidad, y al cabo matarla, o a un público
amplio que no reconocería una idea
aunque ésta le diese un mordisco.
Se habla mucho de
los que se someten al mercado, pero no lo suficiente de los que se someten a
las camarillas. En último análisis, ambas actitudes son desgraciadas para el
escritor que vive en este mundo. Nadie recuerda, nadie menciona, nadie discute
la historia de un sometido, sea un Hemingway diminuto o un Elinor Glyn de
tercera.
¿Cuál es la mayor
recompensa para un escritor? ¿No es que un día alguien se le abalance, con la
cara estallando de franqueza y los ojos ardientes de admiración, y exclame: «¡Su
último cuento era buenísimo, realmente maravilloso!»? Entonces sí vale la pena
escribir. Sólo entonces. De golpe las pomposidades de los intelectuales
desvaídos se desvanecen en polvo. De pronto los agradables billetes obtenidos
de revistas gordas de publicidad pierden toda importancia. Hasta el más
artificioso de los escritores vive para ese momento. Y Dios, en su sabiduría, a
menudo proporciona ese momento al más rácano de los escribidores y al más
exhibicionista de los literateurs.
Porque en la labor
cotidiana llega un momento en que el consabido “Escritor Comercial” se enamora
tanto de una idea que empieza a galopar, echar vapor, jadear, exaltarse y, a
pesar de sí mismo, escribir desde el corazón. Y así también al hombre de la
pluma de ganso le entra fiebre, y a fuerza de sudar caliente termina soltando
tinta roja. Luego estropea docenas de plumas y horas más tarde emerge del lecho
de la creación, ruinoso como quien ha desviado un alud que iba a aplastarle la
casa.
Ahora bien, ¿qué es
ese sudor?, preguntarán ustedes. ¿Debido a qué esos dos mentirosos casi
compulsivos se lanzaron a decir la verdad? Permítanme alzar de nuevo mis
carteles.
Trabajo. Es del
todo evidente que los dos estaban trabajando. Y, pasado un rato, el trabajo
mismo adquiere un ritmo. Empieza a perderse lo mecánico. Prevalece el cuerpo.
Cae la guardia. ¿Entonces qué pasa?
Relajación. Hasta
que los hombres se dan a seguir alegremente mi último consejo: No pensar. Lo
que resulta en más relajación, más espontaneidad y una mayor creatividad.
Ahora que los he
confundido por completo, permítanme una pausa para oír su grito consternado. ¡Imposible!,
dicen, ¿cómo es posible trabajar y relajarse? ¿Cómo se puede crear sin ser un
despojo de nervios?
Se puede. Todos los
días de todas las semanas de todos los años hay alguien que lo hace. Atletas.
Pintores. Escaladores de montañas. Budistas zen con pequeños arcos y flechas. Hasta
yo puedo. Y si hasta yo puedo, como probablemente están mascullando ahora con
los dientes apretados, ¡también pueden ustedes!
De acuerdo,
ordenemos de nuevo los carteles. En realidad cabría ponerlos en cualquier
orden. Relajación y No pensar podrían ir primero y segundo, o los dos al mismo
tiempo, seguidos de Trabajo. Pero por conveniencia hagámoslo así, con la adición
de un cuarto cartel de desarrollo: Trabajo, Relajación, No pensar. Ahondar la
relajación.
¿Analizamos el
primero? Trabajo. Usted, por ejemplo, ya viene trabajando, ¿no? ¿O planea algún
tipo de programa personal para empezar no bien deje este artículo? ¿Qué clase
de programa? Algo así. Mil o dos mil palabras por día durante los próximos
veinte años. Al principio podría apuntar a un cuento por semana, cincuenta y
dos cuentos al año, durante cinco años. Antes de sentirse cómodo en este medio
tendrá que escribir y dejar de lado o quemar mucho material. Bien podría
empezar ahora mismo y hacer el trabajo necesario. Porque yo creo que finalmente
la cantidad redunda en calidad.
¿Cómo? Los billones
de bocetos de Miguel Ángel, de Da Vinci, de Tintoretto —lo cuantitativo— los
prepararon para lo cualitativo, bocetos únicos de línea más honda, retratos
únicos, paisajes únicos de dominio y belleza increíbles.
El gran cirujano
disecciona y vuelve a diseccionar mil, diez mil cuerpos, tejidos, órganos,
preparando así por la cantidad el momento en que lo importante sea la calidad:
aquel en que tenga bajo el cuchillo una criatura viva.
El atleta llega a
correr diez mil kilómetros para prepararse para los cien metros.
La cantidad otorga
experiencia. Sólo de la experiencia puede surgir la calidad.
Todas las artes,
grandes y pequeñas, son la eliminación del exceso de movimiento en favor de la
declaración concisa. El artista aprende a omitir. El cirujano sabe ir
directamente a la fuente del problema, evitar pérdidas de tiempo y
complicaciones. El atleta aprende a conservar la energía y aplicarla en cada
momento en un lugar distinto, a utilizar un músculo y no otro. ¿Es diferente el
escritor? Creo que no. A menudo su arte estará en lo que no dice, lo que omite,
en la habilidad para exponer simplemente con emoción clara, y llevarla a donde
quiere llegar. El trabajo del artista es tan largo, tan arduo, que un cerebro
que vive por su cuenta acaba desarrollándose en los dedos. Lo mismo para el
cirujano, cuya mano esbozará salvadores dibujos, como la mano de Da Vinci, pero
al fin en la carne del hombre. Lo mismo para el atleta, cuyo cuerpo acaba por
educarse y se convierte él mismo en mente.
Por el trabajo, por
la experiencia cuantitativa, el hombre se libera de toda obligación ajena a su
tarea inmediata. El artista no tiene que pensar en los premios de la crítica ni
en el dinero que obtendrá pintando. Tiene que pensar en la belleza de este
pincel preparado a fluir si él lo suelta. El cirujano no ha de pensar en los
honorarios, sino en la vida que palpita bajo sus dedos. El atleta debe ignorar
a la multitud y dejar que su cuerpo corra por él. El escritor debe dejar que
sus dedos desplieguen las historias de los personajes, que, siendo humanos y
llenos como están de sueños y obsesiones extrañas, no sienten más que alegría
cuando echan a correr.
De modo que el
trabajo, el trabajo esforzado, allana el camino a las primeras fases de la
relajación, esas en que uno empieza a acercarse a lo que Orwell llamaría el No
pensar. Como cuando se aprende a escribir a máquina, llega un día en que las
meras letras a-s-d-f y j-k-l dan paso a una corriente de palabras.
Por eso no
deberíamos desdeñar el trabajo ni desdeñar los cuarenta y cinco o cincuenta y
dos cuentos escritos en nuestro primer año de fracasos. Fracasar es rendirse.
Pero uno está en medio de un proceso móvil. Entonces no hay nada que fracase.
Todo continúa. Se ha hecho el trabajo. Si está bien, uno aprende. Si está mal,
aprende todavía más. El único fracaso es detenerse. No trabajar es apagarse,
endurecerse, ponerse nervioso; no trabajar daña el proceso creativo.
Ya ven entonces que
no trabajamos por trabajar, no producimos por producir. Si fuera así, sería
lógico que ustedes alzaran las manos, horrorizados, y me dejaran. Lo que
estamos intentando es encontrar una forma de liberar la verdad que todos
llevamos dentro. ¿No es obvio ahora que cuanto más hablamos de Trabajo más nos
acercamos a la Relajación? La tensión nace de ignorar o de haber rendido la
voluntad de saber. El trabajo, porque da experiencia, se convierte en nueva
confianza y finalmente en relajación. Una relajación, una vez más, de tipo
dinámico; como en la escultura, cuando el artista no necesita decir a sus dedos
lo que tienen que hacer. Tampoco el cirujano aconseja al bisturí. Ni el atleta
aconseja al cuerpo. De repente se alcanza un ritmo natural. El cuerpo piensa
solo.
Volvamos pues a los
tres carteles. Júntenlos en el orden que quieran. Trabajo, Relajación, No
pensar. Antes separados, ahora se juntan en un proceso. Porque si uno trabaja, termina relajándose y al final no
piensa. Entonces y sólo entonces opera la verdadera creación.
Pero sin un
pensamiento correcto el trabajo es casi inútil. Me repito, pero el escritor que
quiera pulsar la verdad más amplia que hay en él debe rechazar las tentaciones
de Joyce o Camus o Tennessee Williams tal como las exhiben las revistas
literarias. Debe olvidarse del dinero que lo espera en las revistas populares.
Debe preguntarse qué piensa realmente del mundo, qué ama, teme u odia, y
empezar a verterlo en el papel. Luego, a través de las emociones, con el
trabajo sostenido durante un largo período, la escritura se hará más clara; el
escritor empezará a relajarse porque estará pensando bien y el pensamiento se
hará más correcto aún porque él estará relajado. Se volverán los dos
intercambiables. Por fin el escritor empezará a verse. De noche, de lejos, la
fosforescencia de sus adentros arrojará sombras en la pared. Por fin el chorro,
la agradable mezcla de trabajo, espontaneidad y relajación será como la sangre
en un cuerpo, fluyendo del corazón porque ha de fluir, en movimiento porque ha
de moverse.
¿Qué intentamos
develar en este flujo? Lo único irreemplazable en el mundo, la única persona de
la cual no hay duplicado. Usted. Así como hubo un solo Shakespeare, un Moliere,
un doctor Johnson, usted es ese bien precioso, el hombre individual, el hombre
que todos proclamamos democráticamente pero tan a menudo se pierde en el
tráfago, incluso para sí mismo. ¿Cómo se pierde uno? Poniéndose metas
incorrectas, como he dicho. Por el momento tenemos que construir nuestra mejor
trampa para ratones, sin atender al agujero que nos están abriendo en la
puerta.
¿Qué piensa usted
del mundo? Usted, prisma, mide la luz del mundo; ardiente, la luz le pasa por
la mente para arrojar en papel blanco una lectura espectroscópica diferente de
todas las demás.
Que el mundo arda a
través de usted. Proyecte en el papel la luz rojo vivo del prisma. Haga su
propia lectura espectroscópica. ¡Descubrirá entonces un nuevo elemento, usted,
y lo registrará gráficamente y le pondrá nombre! Entonces, prodigio de
prodigios, tal vez hasta se haga conocido en las revistas literarias y un día,
ciudadano solvente, se quede deslumbrado y feliz cuando alguien exclame
sinceramente: «¡Bien hecho!».
En el mundo hay un
solo tipo de historia. La suya. Si usted escribe su historia posiblemente se la
venda a una revista u otra. A mí, Weird
Tales me ha rechazado cuentos que después envié y vendí a Harper's. Planet Stories me ha rechazado cuentos que vendí a Mademoiselle. ¿Por qué? Porque siempre
he intentado escribir mi propia historia. Pónganles la etiqueta que quieran,
llámenlas ciencia-ficción, fantasía, policial o western. En el fondo, todas las
buenas historias son de una sola clase: la de la historia escrita por un
individuo con una verdad propia. Esa historia siempre cabrá en alguna revista,
sea el Post o McCall's, sea Astounding
Science-Fiction, Harper's Bazaar
o The Atlantic.
Me apresuro a
añadir que para el escritor principiante, imitar es natural y necesario. En los
años de preparación el escritor debe elegir un campo donde crea que podrá
desarrollar cómodamente sus ideas. Si su naturaleza se parece en algo a la
filosofía de Hemingway, es correcto que imite a Hemingway. Si su héroe es
Lawrence, seguirá un período de imitación de Lawrence. Si le gustan los
westerns de Eugene Manlove Rhodes, en el trabajo se traslucirá esa influencia.
En el proceso de aprendizaje, el trabajo y la imitación van juntos. Uno sólo se
impide volverse auténticamente creativo cuando la imitación sobrepasa su
función natural. Hay escritores que tardan años en dar con la historia original
que llevan dentro; otros apenas unos meses. Después de millones de palabras de
imitación, a los veintidós años yo me relajé de repente y abrí la brecha a la
originalidad con una historia de «ciencia-ficción» que era enteramente «mía».
Recuerden que una
cosa es escoger un campo de escritura y otra muy diferente someterse dentro de
ese campo. Si su gran amor es el mundo del futuro, parece adecuado que gaste su
energía en la ciencia-ficción. La pasión lo protegerá contra todo sometimiento,
o una imitación excesiva. No hay campo malo para un escritor. Lo único que
puede causar daño grave son los diversos tipos de presunción.
¿Por qué en nuestra
época, en cualquier época, no se escriben y venden más historias «creativas»?
Principalmente, creo, porque muchos escritores ni siquiera conocen el modo de
trabajar que he discutido aquí. Estamos tan acostumbrados a la dicotomía entre
lo «literario» y lo «comercial» que no hemos etiquetado ni considerado la Senda Media, la vía que mejor conduce a
la producción de historias igualmente agradables para los esnobs y los
escribas. Como de costumbre, hemos resuelto el problema, o hemos creído que lo
resolvíamos, apretujando todo en dos cajas etiquetadas. Cualquier cosa que no
entre en alguna de las dos cajas no entra en ninguna parte. Mientras sigamos
actuando y pensando así, nuestros escritores seguirán sujetos y maniatados por
sí mismos. Entre una y otra opción está el Gran Camino, la Vía Feliz.
Y ahora, seriamente
—¿les sorprende?— he de sugerirles que lean ustedes un libro de Eugene Herrigel
llamado El zen y el arte del tiro con
arco. Allí las palabras Trabajo, Relajación y No pensar, u otras parecidas,
aparecen bajo diferentes aspectos y en marcos diversos.
Yo no sabía nada
del zen hasta hace unas semanas. Lo poco que sé ahora, ya que quizá los
intriguen las razones de mi título, es que también en este rubro, el arte de la
arquería, tienen que pasar largos años para que uno aprenda la simple acción de
tensar el arco y colocar la flecha. Luego otros de preparación para el proceso,
a veces tedioso y enervante, de permitir que la cuerda se suelte y la flecha se
dispare. La flecha debe volar hacia un objetivo que nunca hay que tener en
cuenta.
No creo, después de
un artículo tan largo, que deba mostrarles aquí la relación entre el tiro con
arco y el arte del escritor. Ya les he advertido que no piensen en objetivos.
Hace años,
instintivamente, descubrí el papel que debía desempeñar el Trabajo en mi vida.
Hace más de doce, en tinta roja, a la derecha, escribí en mi escritorio las
palabras ¡No pensar! ¿Me reprocharán ustedes que, en fecha tan tardía, me haya
encantado topar con la verificación de mi instinto en el libro de Herrigel
sobre el zen?
Llegará un día en
que sus personajes les escribirán los cuentos; un día en que, libres de
inclinaciones literarias y sesgos comerciales, sus emociones golpearán la
página y contarán la verdad. Recuerden: la Trama no es sino las huellas que
quedan en la nieve cuando los personajes ya han partido rumbo a destinos
increíbles. La Trama se descubre después de los hechos, no antes. No puede
preceder a la acción. Es el diagrama que queda cuando la acción se ha agotado.
La Trama no debería ser nada más. El deseo humano suelto, a la carrera, que
alcanza una meta. No puede ser mecánica. Sólo puede ser dinámica.
De modo que
apártense, olviden los objetivos y dejen hacer a los personajes, a sus dedos,
su cuerpo.
No se contemplen el
ombligo, entonces, sino el inconsciente, y con eso que Wordsworth llamó «sabia
pasividad». Para solucionar sus problemas no les hace falta recurrir al zen.
Como todas las filosofías, el zen no hizo sino seguir las huellas de hombres
que aprendieron por instinto lo que era bueno para ellos. Todo tallista, todo
escultor que esté a la altura de su mármol, toda bailarina ponen en práctica lo
que predica el zen sin haber oído nunca esa palabra.
La sentencia «Sabio
es el padre que conoce a su hijo» debería parafrasearse en «Sabio es el
escritor que conoce su inconsciente». Y que no sólo lo conoce sino que lo deja
hablar del mundo como sólo ese inconsciente lo ha sentido y modelado, como
verdad propia.
Schiller aconsejó a
los que fueran a componer que retirasen «a los guardianes de las puertas de la
inteligencia». Coleridge lo expresó así: «La naturaleza torrencial de la
asociación, a la cual el pensamiento pone timón y freno».
Para acabar, como
lectura suplementaria a lo que he dicho, «La educación de un anfibio», de
Aldous Huxley, en su libro Mañana y
mañana y mañana. Y, libro realmente bueno, Haciéndose escritor, de Dorothea Brande; se publicó hace muchos
años pero explica muchas de las maneras en que el escritor puede descubrir
quién es y cómo volcar en el papel la materia interior, a menudo mediante la
asociación de palabras.
Y ahora díganme,
¿he sonado como una especie de cultista? ¿Como un yogui que se alimenta de
naranjitas chinas, pasas de uva y almendras a la sombra del baniano? Permítanme
asegurarles que si les hablo de todo esto es porque durante años ha funcionado
para mí. Y creo que quizá les funcione a ustedes. La verdadera prueba está en
la práctica. Por eso sean pragmáticos. Si no están contentos con su escritura,
bien podrían darle una oportunidad a mi método. Creo que encontrarían fácilmente
un nuevo sinónimo de Trabajo. Es la
palabra Amor.
Originalmente
en Zen & the Art of Writing, 1973
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