jueves, agosto 13, 2015

“Libre bajo fianza”, de Denis Johnson








Vi a Jack Hotel con un traje de tres piezas de color verde oliva, con su cabello rubio peinado hacia atrás y el rostro brillante de sufrimiento. Los clientes que sabían quién era él le invitaban copas en el Vine tan rápido como él pudiera bebérselas, personas con las que apenas tenía relación, gente que ni siquiera podía recordar si lo conocía o no. Era una ocasión triste, estimulante. Era juzgado por robo a mano armada. Salió del edificio del tribunal durante el receso para comer. Miró a los ojos de su abogado e intuyó que iba a ser un juicio breve. De acuerdo con las matemáticas legales, que solo la mente de un acusado tiene fuerzas para utilizar, calculó que el mínimo en su caso serían unos veinticinco años.

Era algo tan terrible que solo podía tratarse de una broma. Yo mismo no puedo recordar haber conocido a alguien que haya vivido tanto tiempo en la tierra. En cuanto a Hotel, tenía dieciocho o diecinueve años de edad.

La situación se había mantenido en secreto hasta ahora, como si se tratara de una enfermedad terminal. Me daba envidia que hubiera podido guardar un secreto así, y me asustaba que alguien tan débil como Hotel hubiera recibido el regalo de algo tan inmenso que ni siquiera se atrevía a darse importancia por ello. Una vez Hotel me había escamoteado cien dólares y desde entonces yo siempre había hablado mal de él a sus espaldas, pero lo conocía desde sus inicios, cuando tenía quince o dieciséis años. Me sorprendió y me dolió, incluso me sentí despreciable por el hecho de que no hubiera compartido sus problemas conmigo. Me hacía pensar que ninguna de estas personas serían jamás amigos míos.

Ahora su cabello estaba tan limpio y rubio que por una vez parecía como si, aun en esta región subterránea, el sol resplandeciera en su persona.

Miré hasta el fondo del Vine. Era un sitio largo y estrecho, como un vagón de un tren que no iba a ninguna parte. Todos parecían haber huido de alguna parte; vi en varias muñecas esos brazaletes de plástico de hospital donde escriben los nombres. Intentaban pagar sus tragos con billetes falsos hechos por ellos mismos en fotocopiadoras Xerox.

–Ocurrió hace mucho tiempo –me dijo.
–¿Qué hiciste? ¿A quién estafaste?
–Fue el año pasado. Fue el año pasado.

Se rió de sí mismo por haber invocado a esa clase de justicia capaz de perseguirlo durante tanto tiempo.

–¿A quién estafaste, Hotel?
–Ah, no me preguntes. Mierda. Dios...

Me dio la espalda y empezó a conversar con otro.

El Vine era diferente todos los días. Aquí me han pasado algunas de las cosas más terribles de mi vida. Pero, como todos los demás, yo seguía volviendo. Y con cada paso mi corazón se quebraba por esa persona a la que jamás encontraría, la persona que iba a amarme. Y entonces recordaba que en casa tenía una esposa que me amaba, o que luego mi esposa se había ido y yo estaba aterrorizado, o que después yo tenía una hermosa novia alcohólica que me haría feliz para siempre. Pero cada vez que entraba a este sitio había rostros velados prometiéndolo todo y entonces, enseguida, se volvían toscos, normales, mirándome mientras repetían una y otra vez el mismo error.

Esa noche me senté en un reservado frente a Kid Williams, un ex boxeador. Sus manos negras estaban llenas de bultos y mutiladas. Siempre tuve la sensación de que en cualquier momento podría alargar esas manos y estrangularme hasta la muerte. Hablaba con dos voces distintas. Rondaba los cincuenta años. Había desperdiciado su vida por completo. El tipo de persona que nos resulta muy querida a los que apenas llevamos desperdiciando nuestra vida unos cuantos años. Sentado frente a Kid Williams te importaba menos seguir así durante uno o dos meses más.

No estaba exagerando acerca de esos brazaletes de hospital. Kid Williams llevaba uno en su muñeca. Acababa de saltar los muros del pabellón de desintoxicación.

–Págame un trago, págame un trago –dijo con su voz aguda.

Entonces frunció el ceño y dijo con su voz grave:

–He venido solo por un ratito.

Y entusiasmándose, con su voz aguda:

–¡Quería saludarlos a todos! Págame un trago ahora, porque no tengo mi billetera, se llevaron mi dinero. Son unos ladrones.

Se fue detrás de una camarera como un niño tras un juguete. Solo llevaba puesto un camisón metido dentro de los pantalones y unas pantuflas de hospital hechas de papel verde.

De golpe recordé que Hotel, o alguien relacionado con él, me había contado hacía varias semanas que estaba metido en problemas por un robo a mano armada. Les había robado dinero y drogas a punta de pistola a unos estudiantes universitarios que habían vendido un montón de cocaína y después decidieron delatarlo. Me había olvidado de que una vez me lo habían contado.

Y entonces, para confundir mi existencia todavía más, comprendí que las celebraciones de esa tarde no eran para despedir a Hotel, sino para darle la bienvenida a casa. Había sido absuelto. Su abogado se las arregló para exculparlo con el curioso argumento de que en realidad Hotel había estado protegiendo a la comunidad de la influencia de estos traficantes de drogas. Completamente confundidos en cuanto a quiénes eran los criminales en este caso, el jurado optó por lavarse las manos de todo el asunto y lo dejaron en libertad. De eso había tratado mi conversación con él aquella tarde, pero estaba claro que yo no había comprendido ni una palabra de lo que él me había dicho.

Se vivían muchos momentos por el estilo en el Vine: llegabas a pensar que hoy era ayer, ayer era mañana, y así todo el tiempo. Porque todos bebíamos, y pensábamos que éramos trágicos. Teníamos esa sensación de inevitabilidad y desamparo. Íbamos a morir con las esposas puestas. Iban a detenernos de una vez por todas, y no sería culpa nuestra. Nos imaginábamos eso. Y, aun así, siempre acabábamos siendo declarados inocentes por las razones más ridículas.

A Hotel le habían devuelto el resto de su vida, esos veinticinco años y algo más. La policía le juró, porque estaban tan amargados por su buena suerte, que si no se iba de la ciudad ellos se encargarían de que lamentara haberse quedado. Aguantó un tiempo, pero se peleó con su novia y se fue –tuvo trabajos en Denver y Reno, por el oeste–, y en menos de un año estaba de vuelta porque no podía vivir sin ella.

Ahora tenía veinte, veintiún años.

Habían demolido el Vine. La renovación urbanística había cambiado todas las calles. En lo que a mí respecta, mi novia y yo habíamos roto, pero no podíamos separarnos el uno del otro.

Una noche nos peleamos y yo caminé por las calles hasta que los bares abrieron por la mañana. Entré en cualquier lugar viejo.

Jack Hotel estaba a mi lado, en el espejo, bebiendo. Había otros que tenían exactamente el mismo aspecto que nosotros, y nos sentimos consolados.

Qué no daría en ocasiones por volver a estar sentados en un bar a las nueve de la mañana contándonos mentiras, lejos de Dios.

Hotel también se había peleado con su novia. Había caminado por las calles como yo. Ahora competíamos el uno con el otro, trago a trago, hasta que se nos acabó el dinero.

Yo sabía de un edificio de apartamentos donde seguían llegando los cheques de la seguridad social de un inquilino muerto. Los había estado robando todos los meses durante medio año, siempre nervioso, siempre demorándome un par de días después de la fecha de llegada, siempre pensando que encontraría alguna manera limpia de ganarme unos cuantos dólares, siempre creyendo que yo era una persona honesta que no debería hacer cosas así, siempre postergando mi visita por temor a que esa fuese la vez en que finalmente iban a atraparme.

Hotel me hizo compañía mientras robaba el cheque. Falsifiqué la firma y se lo endosé a él, a su verdadero nombre, para que pudiera cambiarlo en un supermercado. Yo creía que su verdadero nombre era George Hoddel. Es alemán. Compramos heroína con el dinero y la dividimos en partes iguales.

Entonces él fue a buscar a su novia y yo fui a buscar a la mía sabiendo que, cuando había drogas de por medio, ella no tardaba en hacer las paces.

Pero yo estaba en malas condiciones: borracho y sin haber dormido en toda la noche. Me desmayé tan pronto como aquello entró en mi organismo. Pasaron dos horas sin que me diera cuenta de nada. Sentí como si apenas hubiera cerrado los ojos por un segundo, pero cuando los abrí ahí estaban mi novia y un vecino mexicano encima de mí, haciendo todo lo posible para traerme de vuelta. El mexicano decía:

–Ya, ahora está reaccionando.

Vivíamos en un apartamento sucio y pequeño. Cuando comprendí cuánto tiempo había estado ido y cuán cerca había estado de irme para siempre, me pareció que nuestro pequeño hogar resplandecía como una joya barata. Me sentía tremendamente feliz por no estar muerto. Por lo general, todas las veces que había reflexionado sobre el significado de la propia existencia había sido para pensar que yo debía de ser víctima de una broma. Nada de rozar los bordes del misterio, ningún breve instante en el que cualquiera de nosotros –bueno, supongo que estoy hablando nada más que por mí– pensara que sus pulmones estaban llenos de luz o algo así. Esa noche, estoy seguro, tuve un momento de gloria. Tuve la certeza de que estaba en este mundo porque no podría tolerar ningún otro.

En cuanto a Hotel, se encontraba en el mismo estado que yo y llevaba encima la misma cantidad de heroína, pero no tuvo que compartirla con su novia porque ese día no pudo encontrarla: pagó una habitación al final de la avenida Iowa y también se metió una dosis demasiado grande. Cayó en un sueño profundo y, para los demás que estaban por ahí, parecía bien muerto.

Los que lo acompañaban, todos amigos nuestros, controlaron su respiración de tanto en tanto sosteniendo un pequeño espejo debajo de su nariz, asegurándose de que el cristal se empañase con su aliento. Pero después de un rato se olvidaron de él y su respiración falló sin que nadie se diera cuenta. Simplemente se fue a pique. Se murió.

Yo sigo vivo.



en Hijo de Jesús, 1992








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