Vi a Jack Hotel con un traje de tres piezas de color
verde oliva, con su cabello rubio peinado hacia atrás y el rostro brillante de
sufrimiento. Los clientes que sabían quién era él le invitaban copas en el Vine
tan rápido como él pudiera bebérselas, personas con las que apenas tenía
relación, gente que ni siquiera podía recordar si lo conocía o no. Era una
ocasión triste, estimulante. Era juzgado por robo a mano armada. Salió del
edificio del tribunal durante el receso para comer. Miró a los ojos de su abogado
e intuyó que iba a ser un juicio breve. De acuerdo con las matemáticas legales,
que solo la mente de un acusado tiene fuerzas para utilizar, calculó que el
mínimo en su caso serían unos veinticinco años.
Era algo tan terrible que solo podía tratarse de una
broma. Yo mismo no puedo recordar haber conocido a alguien que haya vivido
tanto tiempo en la tierra. En cuanto a Hotel, tenía dieciocho o diecinueve años
de edad.
La situación se había mantenido en secreto hasta ahora,
como si se tratara de una enfermedad terminal. Me daba envidia que hubiera
podido guardar un secreto así, y me asustaba que alguien tan débil como Hotel
hubiera recibido el regalo de algo tan inmenso que ni siquiera se atrevía a
darse importancia por ello. Una vez Hotel me había escamoteado cien dólares y
desde entonces yo siempre había hablado mal de él a sus espaldas, pero lo
conocía desde sus inicios, cuando tenía quince o dieciséis años. Me sorprendió
y me dolió, incluso me sentí despreciable por el hecho de que no hubiera
compartido sus problemas conmigo. Me hacía pensar que ninguna de estas personas
serían jamás amigos míos.
Ahora su cabello estaba tan limpio y rubio que por una
vez parecía como si, aun en esta región subterránea, el sol resplandeciera en
su persona.
Miré hasta el fondo del Vine. Era un sitio largo y
estrecho, como un vagón de un tren que no iba a ninguna parte. Todos parecían
haber huido de alguna parte; vi en varias muñecas esos brazaletes de plástico
de hospital donde escriben los nombres. Intentaban pagar sus tragos con
billetes falsos hechos por ellos mismos en fotocopiadoras Xerox.
–Ocurrió hace mucho tiempo –me dijo.
–¿Qué hiciste? ¿A quién estafaste?
–Fue el año pasado. Fue el año pasado.
Se rió de sí mismo por haber invocado a esa clase de
justicia capaz de perseguirlo durante tanto tiempo.
–¿A quién estafaste, Hotel?
–Ah, no me preguntes. Mierda. Dios...
Me dio la espalda y empezó a conversar con otro.
El Vine era diferente todos los días. Aquí me han pasado
algunas de las cosas más terribles de mi vida. Pero, como todos los demás, yo
seguía volviendo. Y con cada paso mi corazón se quebraba por esa persona a la
que jamás encontraría, la persona que iba a amarme. Y entonces recordaba que en
casa tenía una esposa que me amaba, o que luego mi esposa se había ido y yo
estaba aterrorizado, o que después yo tenía una hermosa novia alcohólica que me
haría feliz para siempre. Pero cada vez que entraba a este sitio había rostros
velados prometiéndolo todo y entonces, enseguida, se volvían toscos, normales,
mirándome mientras repetían una y otra vez el mismo error.
Esa noche me senté en un reservado frente a Kid
Williams, un ex boxeador. Sus manos negras estaban llenas de bultos y
mutiladas. Siempre tuve la sensación de que en cualquier momento podría alargar
esas manos y estrangularme hasta la muerte. Hablaba con dos voces distintas.
Rondaba los cincuenta años. Había desperdiciado su vida por completo. El tipo
de persona que nos resulta muy querida a los que apenas llevamos desperdiciando
nuestra vida unos cuantos años. Sentado frente a Kid Williams te importaba
menos seguir así durante uno o dos meses más.
No estaba exagerando acerca de esos brazaletes de
hospital. Kid Williams llevaba uno en su muñeca. Acababa de saltar los muros
del pabellón de desintoxicación.
–Págame un trago, págame un trago –dijo con su voz
aguda.
Entonces frunció el ceño y dijo con su voz grave:
–He venido solo por un ratito.
Y entusiasmándose, con su voz aguda:
–¡Quería saludarlos a todos! Págame un trago ahora,
porque no tengo mi billetera, se llevaron mi dinero. Son unos ladrones.
Se fue detrás de una camarera como un niño tras un
juguete. Solo llevaba puesto un camisón metido dentro de los pantalones y unas
pantuflas de hospital hechas de papel verde.
De golpe recordé que Hotel, o alguien relacionado con
él, me había contado hacía varias semanas que estaba metido en problemas por un
robo a mano armada. Les había robado dinero y drogas a punta de pistola a unos
estudiantes universitarios que habían vendido un montón de cocaína y después decidieron
delatarlo. Me había olvidado de que una vez me lo habían contado.
Y entonces, para confundir mi existencia todavía más,
comprendí que las celebraciones de esa tarde no eran para despedir a Hotel,
sino para darle la bienvenida a casa. Había sido absuelto. Su abogado se las
arregló para exculparlo con el curioso argumento de que en realidad Hotel había
estado protegiendo a la comunidad de la influencia de estos traficantes de
drogas. Completamente confundidos en cuanto a quiénes eran los criminales en
este caso, el jurado optó por lavarse las manos de todo el asunto y lo dejaron
en libertad. De eso había tratado mi conversación con él aquella tarde, pero
estaba claro que yo no había comprendido ni una palabra de lo que él me había
dicho.
Se vivían muchos momentos por el estilo en el Vine:
llegabas a pensar que hoy era ayer, ayer era mañana, y así todo el tiempo.
Porque todos bebíamos, y pensábamos que éramos trágicos. Teníamos esa sensación
de inevitabilidad y desamparo. Íbamos a morir con las esposas puestas. Iban a detenernos
de una vez por todas, y no sería culpa nuestra. Nos imaginábamos eso. Y, aun
así, siempre acabábamos siendo declarados inocentes por las razones más
ridículas.
A Hotel le habían devuelto el resto de su vida, esos
veinticinco años y algo más. La policía le juró, porque estaban tan amargados
por su buena suerte, que si no se iba de la ciudad ellos se encargarían de que
lamentara haberse quedado. Aguantó un tiempo, pero se peleó con su novia y se
fue –tuvo trabajos en Denver y Reno, por el oeste–, y en menos de un año estaba
de vuelta porque no podía vivir sin ella.
Ahora tenía veinte, veintiún años.
Habían demolido el Vine. La renovación urbanística
había cambiado todas las calles. En lo que a mí respecta, mi novia y yo
habíamos roto, pero no podíamos separarnos el uno del otro.
Una noche nos peleamos y yo caminé por las calles hasta
que los bares abrieron por la mañana. Entré en cualquier lugar viejo.
Jack Hotel estaba a mi lado, en el espejo, bebiendo.
Había otros que tenían exactamente el mismo aspecto que nosotros, y nos
sentimos consolados.
Qué no daría en ocasiones por volver a estar sentados
en un bar a las nueve de la mañana contándonos mentiras, lejos de Dios.
Hotel también se había peleado con su novia. Había
caminado por las calles como yo. Ahora competíamos el uno con el otro, trago a
trago, hasta que se nos acabó el dinero.
Yo sabía de un edificio de apartamentos donde seguían
llegando los cheques de la seguridad social de un inquilino muerto. Los había
estado robando todos los meses durante medio año, siempre nervioso, siempre
demorándome un par de días después de la fecha de llegada, siempre pensando que
encontraría alguna manera limpia de ganarme unos cuantos dólares, siempre
creyendo que yo era una persona honesta que no debería hacer cosas así, siempre
postergando mi visita por temor a que esa fuese la vez en que finalmente iban a
atraparme.
Hotel me hizo compañía mientras robaba el cheque.
Falsifiqué la firma y se lo endosé a él, a su verdadero nombre, para que
pudiera cambiarlo en un supermercado. Yo creía que su verdadero nombre era
George Hoddel. Es alemán. Compramos heroína con el dinero y la dividimos en
partes iguales.
Entonces él fue a buscar a su novia y yo fui a buscar a
la mía sabiendo que, cuando había drogas de por medio, ella no tardaba en hacer
las paces.
Pero yo estaba en malas condiciones: borracho y sin
haber dormido en toda la noche. Me desmayé tan pronto como aquello entró en mi
organismo. Pasaron dos horas sin que me diera cuenta de nada. Sentí como si
apenas hubiera cerrado los ojos por un segundo, pero cuando los abrí ahí
estaban mi novia y un vecino mexicano encima de mí, haciendo todo lo posible
para traerme de vuelta. El mexicano decía:
–Ya, ahora está reaccionando.
Vivíamos en un apartamento sucio y pequeño. Cuando
comprendí cuánto tiempo había estado ido y cuán cerca había estado de irme para
siempre, me pareció que nuestro pequeño hogar resplandecía como una joya
barata. Me sentía tremendamente feliz por no estar muerto. Por lo general,
todas las veces que había reflexionado sobre el significado de la propia
existencia había sido para pensar que yo debía de ser víctima de una broma.
Nada de rozar los bordes del misterio, ningún breve instante en el que
cualquiera de nosotros –bueno, supongo que estoy hablando nada más que por mí–
pensara que sus pulmones estaban llenos de luz o algo así. Esa noche, estoy
seguro, tuve un momento de gloria. Tuve la certeza de que estaba en este mundo
porque no podría tolerar ningún otro.
En cuanto a Hotel, se encontraba en el mismo estado que
yo y llevaba encima la misma cantidad de heroína, pero no tuvo que compartirla
con su novia porque ese día no pudo encontrarla: pagó una habitación al final
de la avenida Iowa y también se metió una dosis demasiado grande. Cayó en un sueño
profundo y, para los demás que estaban por ahí, parecía bien muerto.
Los que lo acompañaban, todos amigos nuestros,
controlaron su respiración de tanto en tanto sosteniendo un pequeño espejo
debajo de su nariz, asegurándose de que el cristal se empañase con su aliento.
Pero después de un rato se olvidaron de él y su respiración falló sin que nadie
se diera cuenta. Simplemente se fue a pique. Se murió.
Yo sigo vivo.
en Hijo de Jesús, 1992
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