Aunque las nuevas y jóvenes viudas desfilaban de luto
en cantidades extraordinarias y a la vista de todos, ningún dirigente había
reconocido todavía que la tierra sufría una plaga. La prensa y la población en
general, inmunizadas contra un mundo que se había vuelto loco, tampoco habían
caído en la cuenta de que el asunto había empeorado en los últimos tiempos. Las
noticias estaban llenas de muerte. Las noticias siempre habían estado llenas de
muerte. Las compañías de seguros de vida fueron las primeras que notaron lo que
pasaba, y tenían buenos motivos para ello; habían asegurado a millones de
personas con índices basados en una esperanza de vida de sesenta y ocho años, pero
ahora, en un período de seis meses, la expectativa vital de los hombres casados
de Estados Unidos con más de veinte mil dólares invertidos en un seguro de vida
había caído a la atroz cifra de cuarenta y siete años.
—Ha caído hasta los cuarenta y siete años... y sigue
cayendo —dijo el director de la American Reliable and Equitable Life and
Casualty Company de Connecticut—. El propio director sólo tenía cuarenta y seis
años, demasiado poco para dirigir la octava compañía de seguros más importante
del país. Era un joven ambicioso, escuálido y sin sentido del humor a quien el
director anterior había descrito como «horripilantemente capaz». Se llamaba
Millikan.
El director anterior, al que habían pegado una patada
hacia arriba para llevarlo al puesto de presidente de la junta directiva,
estaba en ese momento con Millikan en la sala de reuniones de Hartford. Era un
caballero viejo y afable, un solterón que se llamaba Breed.
El doctor Everett, un joven epidemiólogo del
Departamento de Salud y Asistencia Social de Estados Unidos, era el tercero de
los presentes. El doctor Everett había sido quien dio a la plaga el nombre que
finalmente se quedó. La llamó «la epizootia».
—Cuando dices cuarenta y siete años, ¿es un dato
exacto? —preguntó el doctor a Millikan.
—Me temo que andamos algo cortos de datos exactos en
este momento —ironizó Millikan—. Nuestro actuario de seguros se suicidó hace
dos días—, se lanzó por la ventana de su despacho.
—¿Un hombre de familia? —dijo el doctor.
—Por supuesto —respondió el presidente de la junta—. Y
gracias a un seguro de vida, su familia goza ahora de todas las ventajas... Sus
deudas se han pagado, su esposa tendrá un salario adecuado hasta que muera y
sus hijos podrán ir a la universidad sin tener que trabajar para pagarse los
estudios. —El viejo caballero lo dijo todo con un sarcasmo pesado y triste—.
Los seguros son algo maravilloso—, sobre todo cuando han pasado más de dos años
desde el momento en que entran en vigor. —Se refería a que, en la mayoría de
los casos, las aseguradoras no pagaban por suicido hasta que transcurrían más
de dos años desde la firma del contrato—. Todos los hombres de familia deberían
tener uno.
—¿Dejó una nota? —preguntó el doctor Everett.
—Dejó dos —dijo el presidente—. Una dirigida a
nosotros, en la que sugería que lo sustituyéramos por una pitonisa gitana, y
una dirigida a su esposa e hijos que decía, sencillamente: «Os amo más que a
nada en el mundo. He hecho esto para que podáis disfrutar de todas las cosas
que merecéis». —Guiñó un ojo con gesto compungido al doctor Everett, la mayor
autoridad del país en la epizootia—. Me atrevería a afirmar que ese tipo de
sentimientos te resultan familiares a estas alturas.
El doctor Everett asintió.
—Tan familiares como la varicela para un médico de
cabecera —dijo con cansancio.
Millikan pegó un fuerte puñetazo en la mesa.
—Lo que yo quiero saber es si el Gobierno piensa hacer
algo al respecto —declaró—. ¡Con el índice de fallecimientos actual, esta
empresa tendrá que cerrar dentro de ocho meses! Doy por sentado que al resto de
las compañías de seguros les ocurre lo mismo. ¿Qué va a hacer el Gobierno?
—¿Qué sugieres que haga? —preguntó el doctor Everett—.
Estamos completamente abiertos a sugerencias... incluso penosamente abiertos.
—¡Muy bien! —exclamó Millikan—. ¡Acto gubernamental
número uno!
—¡Número uno! —repitió el doctor Everett, preparándose
para tomar nota.
—¡Que haga pública la enfermedad, para que podamos
luchar contra ella! ¡Basta de secretismo!
—¡Maravilloso! —dijo el doctor—. Convocaremos a los
periodistas de inmediato. Daremos una conferencia de prensa aquí mismo, con
todos los hechos y los datos... y todo el mundo lo sabrá en cuestión de
minutos. —El doctor Everett se giró hacia el anciano presidente de la junta—.
Las comunicaciones modernas son maravillosas, ¿no te parece? Casi tan
maravillosas como un seguro de vida. —Alcanzó el teléfono que estaba en la
larga mesa y descolgó el auricular—. ¿Cómo se llama el periódico de la tarde?
Millikan le arrebató el auricular y colgó. Everett le
dedicó una sonrisa burlona, simulando sorpresa.
—Pensaba que ése era el acto número uno. Sólo
pretendía llevarlo a cabo para que podamos pasar al número dos.
Millikan cerró los ojos y se frotó el puente de la
nariz. El joven presidente de la American Reliable and Equitable tenía muchas
cosas que considerar tras la intimidad violeta de sus párpados. Tras el primer
paso, que implicaba inevitablemente la divulgación del mal estado de las
compañías de seguros, se produciría el peor colapso financiero de la historia
del país. En cuanto a la cura de la epizootia, la publicidad no se limitaría a
provocar que la enfermedad matara con más rapidez, sino que además causaría
varias semanas de pánico con más muertes que en unos cuantos años difíciles.
Sin embargo, a Millikan no le importaban las
cuestiones de carácter global, como que Estados Unidos se convirtiera en un
país débil y despreciable o que el dinero pasara a tener más valor que la
propia vida. Su mayor preocupación era personal e inmediata. El resto de las
repercusiones de la epizootia palidecían ante el hecho descarado y estridente
de que la empresa estaba a punto de hundirse y de hundir la brillante carrera
de Millikan con ella.
El teléfono de la mesa sonó. Breed respondió, recibió
la información sin hacer ningún comentario y colgó.
—Se acaban de estrellar dos aviones más —dijo—. Uno en
Georgia, con cincuenta y tres personas abordo y otro en Indiana, con
veintinueve.
—¿Hay supervivientes? —preguntó el doctor Everett.
—Ninguno —contestó Breed—. Este mes ya van once. Hasta
el momento.
—¡Vale! ¡Vale! ¡Vale! —bramó Millikan, que se puso en
pie—. Acto gubernamental número uno... ¡Que mantenga todos los aviones en
tierra! ¡Que ponga fin a la navegación aérea!
—¡Excelente! —dijo el doctor Everett—. También
deberíamos poner barrotes en todas las ventanas que estén por encima del primer
piso, además de sacar todos los cursos de agua de los centros de población y
prohibir las ventas de armas, cuerdas, venenos, navajas, cuchillos,
automóviles, barcos...
Millikan se dejó caer en su silla, derrotado. Sacó una
fotografía de su familia de la cartera y la observó con apatía. En el fondo de
la imagen se veía su casa de la playa, valorada en cien mil dólares; y más
allá, anclado, su yate de quince metros de eslora.
—Dime —se dirigió Breed al joven doctor Everett—,
¿estás casado?
—No. El Gobierno ha establecido una norma que impide
que los hombres casados trabajen en la investigación de la epizootia.
—¿Y eso? —dijo Breed.
—Descubrieron que los hombres casados que trabajaban
en la epizootia solían morir antes de presentar su primer informe —respondió el
doctor Everett, que sacudió la cabeza—. No lo entiendo; no lo entiendo en
absoluto. Aunque a veces lo entiendo... y luego lo dejo de entender.
—¿Los fallecidos tienen que ser personas casadas para
que atribuyáis su muerte a la epizootia? —se interesó Breed.
—Deben tener esposa e hijos —puntualizó el doctor
Everett—. Es el patrón clásico. Tener sólo esposa no significa demasiado. Y
curiosamente, tener esposa y un solo hijo tampoco significa demasiado. —El
doctor se encogió de hombros—. Bueno, supongo que algunos casos excepcionales,
de hombres inusualmente unidos a su madre, a otro familiar o incluso a su
universidad, se podrían clasificar desde un punto de vista técnico como
víctimas de la epizootia... pero son estadísticamente irrelevantes. Para un
epidemiólogo que sólo trabaje con datos de los que asombran, la epizootia es
una enfermedad que afecta abrumadoramente a hombres casados, ambiciosos, con
éxito y con más de un hijo.
Millikan no tenía interés en la conversación. Con un
desdén monumental, plantó la fotografía de su familia delante de los dos
solteros. La imagen mostraba una madre bastante corriente con tres niños
bastante corrientes, uno de los cuales era un bebé.
—¡Mirad a los ojos a estas personas maravillosas!
—declaró con voz quebrada.
Breed y el doctor Everett intercambiaron una mirada de
aflicción antes de hacer lo que Millikan les había pedido. Contemplaron la
fotografía con gesto sombrío porque acababan de confirmar la sospecha de que
Millikan era víctima de la epizootia y estaba mortalmente enfermo.
—¡Mirad a los ojos a estas personas maravillosas!
—insistió Millikan, tan trágicamente resonante como el Viejo Marinero—. Yo
siempre he podido mirarlos a los ojos... hasta ahora.
Breed y el doctor Everett siguieron mirando sus ojos,
completamente carentes de interés, porque preferían su visión a la visión de un
hombre que iba a morir en poco tiempo.
—¡Mirad a Robert! —ordenó Millikan, refiriéndose a su
hijo mayor—. ¡Imaginaos diciendo a ese gran chico que ya no puede ir a Andover,
que a partir de ahora tendrá que estudiar en un colegio público! ¡Mirad a
Nancy! —ordenó, refiriéndose a su única hija—. No más caballos, no más veleros,
no más clubs de campo para ella... y mirad al pequeño Marvin en brazos de su
madre. ¡Imaginad que traéis un bebé a este mundo y que luego caéis en la cuenta
de que no le podréis conceder ninguna ventaja! —La voz se le entrecortó por el
sentimiento de vergüenza y de culpabilidad—. ¡Ese pobre niño tendrá que luchar
por cada milímetro del camino! ¡Todos tendrán que hacerlo! ¡Y cuando la
American Reliable and Equitable se hunda, su padre no podrá hacer nada por
ellos! ¡Tendrán que luchar con uñas y dientes! —gritó.
Millikan invitó a los dos solteros a mirar a su
esposa, una mujer que por otra parte era sosa, gorda y de aspecto indolente.
Cuando volvió a hablar, su voz se suavizó por el horror.
—Imaginad que tenéis una mujer tan maravillosa como
ésta; una compañera de verdad que os ha acompañado en los tiempos buenos y en
los malos, que dio a luz a vuestros hijos y que les ofreció un hogar decente.
Imaginad —continuó tras un silencio prolongado— que sois un héroe para ella.
Imaginad que le habéis dado todas las cosas que pudiera desear e imaginad
después que os veáis obligados a decirle que lo habéis perdido todo.
Millikan empezó a sollozar. Salió corriendo de la sala
de juntas, entró en su despacho y sacó un revólver cargado del cajón de la
mesa. Mientras Breed y el doctor Everett salían tras él, se voló la tapa de los
sesos y se hizo efectivo el pago de varias pólizas de seguros de vida que
ascendían a la friolera de un millón de dólares.
Ante ellos yacía un caso más de la epizootia, la
práctica epidémica de suicidarse para crear riqueza.
—¿Sabes una cosa? —dijo el presidente de la junta—.
Antes me preguntaba lo que pasaría con todos los estadounidenses como él, esa
raza nueva, brillante y lustrosa que creía que la vida no merecía la pena si no
consistía en lograr que su familia fuera más y más y más rica. Me preguntaba
qué sería de ellos si volvían los tiempos malos y descubrían de repente que sus
bienes netos estaban bajando —Breed apuntó al techo y luego al suelo— en lugar
de subir.
Los malos tiempos habían vuelto. Más o menos, cuatro
meses antes de que se declarara la epizootia.
—Son los hombres unidireccionales... sólo están
pensados para subir —dijo Breed.
—Y sus mujeres unidireccionales y sus hijos
unidireccionales. —El doctor Everett se acercó a la ventana y echó un vistazo
al invernal Hartford—. Dios mío... la industria más importante de este país se
muere por una forma de vida.
en Mientras los
mortales duermen, 2011
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