Fragmento
Después del
entierro perdí el contacto con la familia, y cuando me encontré con Tom en la
librería de Harry Brightman el 23 de mayo de 2000, hacía casi siete años que no
lo veía. Era mi preferido, e incluso cuando era un renacuajo siempre me había
parecido un fuera de serie, una persona destinada a lograr grandes cosas en la
vida. Sin contar el día del entierro de June, la última vez que hablamos fue en
casa de su madre en South Orange, en Nueva Jersey. Tom acababa de licenciarse
en Comell con las máximas calificaciones, y estaba a punto de marcharse a la
Universidad de Michigan con una beca de cuatro años para estudiar literatura
norteamericana. Se estaban cumpliendo todas mis predicciones con respecto a él,
y recuerdo aquella comida familiar como una cálida celebración, con todos
nosotros alzando las copas y brindando por el éxito de Tom. Cuando yo tenía su
edad, esperaba seguir un camino similar al que mi sobrino había escogido. Como
él, en la facultad había cursado la especialidad de inglés, con la secreta
ambición de seguir estudiando literatura o quizá probar suerte con el
periodismo, pero me faltó valor para hacer alguna de las dos cosas. La vida se
metió por medio —dos años en el ejército, trabajo, matrimonio,
responsabilidades familiares, necesidad de ganar cada vez más dinero, toda esa
cagada que nos deja empantanados cuando no tenemos los cojones de luchar por lo
que queremos—, pero nunca perdí el interés por los libros. Leer era mi válvula
de escape, mi desahogo y mi consuelo, mi estimulante preferido: leer por puro
placer, por la hermosa quietud que te envuelve cuando resuenan en la cabeza las
palabras de un autor. Tom siempre había compartido esa afición conmigo, y desde
que cumplió cinco o seis años, me había preocupado de enviarle libros varias
veces al año; no sólo por su cumpleaños o navidades, sino siempre que descubría
algo que creía de su gusto. Le inicié en la lectura de Poe cuando tenía once
años, y como Poe se contaba entre los autores que había tratado en la tesina,
era muy natural que aquel día quisiera hablarme de su trabajo; como también era
normal que a mí me interesara escucharlo. Para entonces ya habíamos acabado de
comer, y los demás habían salido a sentarse al jardín, pero Tom y yo nos
quedamos en el comedor, terminándonos el vino.
—A tu salud, tío
Nat —brindó Tom, alzando la copa.
—A la tuya, Tom
—respondí—. Y por El Edén imaginario: vida y pensamiento en la Norteamérica
anterior a la Guerra de Secesión.
—Pretencioso
título, lamento decir. Pero no se me ha ocurrido nada mejor.
—Está bien que sea
pretencioso. Eso hace que los profesores presten atención. Has sacado
sobresaliente cum laude, ¿no es cierto?
Modesto como
siempre, Tom hizo un amplio gesto con la mano, como quitando importancia a la
nota.
—En parte sobre
Poe, has dicho —proseguí—. ¿Y, en parte, sobre quién más?
—Thoreau.
—Poe y Thoreau.
—Edgar Allan Poe y Henry David Thoreau. Una rima
desafortunada, ¿no crees? Todas esas oes llenando la boca. Me hace pensar en
alguien que estuviera bajo la impresión de una eterna sorpresa. ¡Oh! ¡Oh, no!
¡Oh, roe! ¡Oh, Thoreau!
—Un inconveniente
menor, Tom. Pero pobre de aquel que lea a Poe y se olvide de Thoreau. ¿No es
verdad?
Tom esbozó una
amplia sonrisa, y luego volvió a levantar la copa.
—A tu salud, tío
Nat.
—A la tuya, doctor
Pulgarcito —contesté.
Tomamos otro trago
de burdeos. Al dejar la copa sobre la mesa, le pedí que me resumiera su línea
de argumentación.
—Se trata de mundos
inexistentes —empezó a explicar mi sobrino—. Es un estudio sobre el refugio
interior, un mapa del territorio adonde se va cuando ya no es posible vivir en
el mundo real.
—La imaginación.
—Exacto. Primero,
Poe, y un análisis de tres de sus obras más olvidadas: Filosofía del
mobiliario, La casita de Landor y El señorío de Arnheim. Consideradas por
separado, estas obras son simplemente curiosas, excéntricas. Pero, vistas en
conjunto, ofrecen un sistema plenamente elaborado de las aspiraciones humanas.
—No las he leído.
Creo que ni siquiera he oído hablar de ellas.
—Dan una
descripción de la habitación ideal, la casa ideal, el paisaje ideal. Después
salto a Thoreau y examino la habitación, la casa y el paisaje tal como se
presentan en Walden.
—Lo que se llama un
estudio comparativo.
—Nadie pone nunca a
Poe y Thoreau en el mismo plano. Representan extremos opuestos del pensamiento
norteamericano. Pero ahí está lo bueno. Un borracho del Sur..., políticamente
reaccionario, de modales aristocráticos, imaginación fantasmagórica. Y un
abstemio del Norte..., de opiniones radicales, comportamiento puritano, lúcido
en su trabajo. Poe representa el artificio y la oscuridad de una habitación a
medianoche. Thoreau es la sencillez y la claridad del aire libre. A pesar de
sus diferencias, sólo se llevaban ocho años, lo que los hace casi exactamente
contemporáneos. Y ambos murieron jóvenes: a los cuarenta y cuarenta y cinco
años. Entre los dos, apenas vivieron más que un viejo, y ninguno de ellos dejó
descendencia. Con toda probabilidad, Thoreau llegó virgen a la tumba. Poe se casó
con su prima adolescente, pero aún queda la incógnita de si el matrimonio llegó
a consumarse antes de la muerte de Virginia Clemm. Llámalos paralelismos,
coincidencias, pero esos hechos externos son menos importantes que la íntima
verdad de su vida. A su manera desenfrenadamente personal, a los dos les dio
por reinventar Norteamérica. En sus reseñas y artículos críticos, Poe combatió
por una nueva literatura autóctona, una literatura norteamericana libre de
influencias inglesas y europeas. La obra de Thoreau representa una incesante
arremetida contra el orden establecido, una batalla por encontrar una nueva
forma de vivir en esta tierra. Ambos creían en Norteamérica, y los dos opinaban
que este país se estaba yendo al carajo, aplastado por una creciente montaña de
máquinas y dinero. ¿Cómo iba alguien a pensar en medio de toda aquella
barahúnda? Ambos querían alejarse de eso. Thoreau se marchó a las afueras de
Concord, haciendo como si se hubiera exiliado en el bosque; sin otra razón que
la de demostrar que eso era perfectamente factible. Con tal de tener el valor
de rechazar las imposiciones de la sociedad, todo el mundo podía vivir como le
diera la gana. ¿Y con qué objeto? Para ser libre. Pero ¿libre para qué? Para
leer, para escribir libros, para pensar. Para ser libre y escribir un libro
como Walden. Poe, por su parte, se refugió en un sueño de perfección. Echa una
mirada a Filosofía del mobiliario, y descubrirás que su habitación imaginaria
estaba concebida exactamente con el mismo propósito. Es un recinto para leer,
escribir y pensar. Un lugar de contemplación, un refugio silencioso donde el
espíritu puede hallar al fin cierto grado de paz. ¿Utopía imposible? Sí. Pero
también alternativa sensata a las condiciones de la época. Porque el caso era
que Norteamérica se estaba yendo verdaderamente al carajo. El país se
encontraba dividido en dos, y todos sabemos lo que pasó sólo un decenio
después. Cuatro años de muerte y destrucción. Un baño de sangre provocado por
las mismas máquinas que debían hacernos felices y ricos a todos.
en
Brooklyn Follies, 2006
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