1
Una amiga alemana
me narra las circunstancias que precedieron al nacimiento de sus dos hijas.
Hace diecinueve
años, A., que estaba embarazada y había salido de cuentas hacía dos semanas, se
sentó en el sofá de su salón y encendió el televisor. Quiso la suerte que
aparecieran los títulos de crédito de una película que estaba empezando. Se
trataba de Historia de una monja, un drama hollywoodense de los años cincuenta
protagonizado por Audrey Hepburn. Contenta por haber encontrado esa
distracción, A. se arrellanó para mirar la película, y de inmediato quedó
embelesada por ella. A mitad de película se puso de parto. Su marido la llevó
en coche al hospital, y jamás llegó a averiguar cómo acababa la cinta.
Tres años después,
estando embarazada de su segunda hija, A. se sentó en el sofá y volvió a
encender el televisor. De nuevo ponían una película, y otra vez era la Historia
de una monja, con Audrey Hepburn. Pero lo más extraordinario (y A. puso mucho
énfasis en ese punto) fue que la película estaba en el preciso momento en que
había dejado de verla tres años antes. En aquella ocasión la vio hasta el
final. Menos de quince minutos después de que acabara, rompió aguas, y se
dirigió al hospital a dar a luz a su segunda hija.
A. no tuvo más
hijos. El primer parto fue en extremo difícil (mi amiga casi no lo cuenta, y
después pasó muchos meses enferma), pero el segundo fue rápido y sin
complicaciones de ningún tipo.
2
Hace cinco años,
pasé el verano en Vermont con mi esposa y mis hijos; alquilamos una vieja y
aislada granja en la cumbre de una montaña. Un día, una mujer del pueblo vecino
se detuvo a visitamos acompañada de sus dos hijos: una niña de cuatro años y un
niño de dieciocho meses. Mi hija Sophie acababa de cumplir tres, y ella y la
niña disfrutaban de poder jugar juntas. Mi esposa y yo nos sentamos en la
cocina con nuestra invitada, y los niños salieron fuera a divertirse.
Al cabo de cinco
minutos, oímos un estrépito. El pequeño había entrado en el vestíbulo
principal, situado al otro extremo de la casa, y como mi mujer había colocado
allí un jarrón con flores no hacía ni dos horas, no era difícil imaginar lo que
había pasado. Ni siquiera tuve que mirar para saber que el suelo estaba
cubierto de vidrios rotos y charquitos de agua, además de los tallos y pétalos
de una docena de flores desperdigadas.
Me enojé. Malditos
críos, me dije. Malditos padres, con sus malditos y torpes críos. ¿Quién les da
derecho a ir de visita sin llamar antes?
Le dije a mi esposa
que limpiaría aquel desastre, y así ella y nuestra visita podrían continuar su
conversación. Agarré la escoba, el recogedor y unas servilletas de papel, y me
dirigí a la parte delantera de la casa.
Mi esposa había
colocado las flores sobre un baúl de madera que estaba justo debajo del
pasamanos de la escalera. Ésta era especialmente estrecha y empinada, y había
una ventana a no más de un metro del pie de la escalera. Menciono estos datos
geográficos porque son importantes. La situación de cada cosa guarda una
relación muy estrecha con lo que pasó a continuación.
Mientras estaba
limpiando aquel estropicio, mi hija salió corriendo de su habitación, que se
hallaba en el descansillo de la segunda planta. Yo estaba lo bastante cerca del
pie de la escalera para poder verla (un par de pasos más atrás, y habría
quedado oculta a mis ojos), y en ese fugaz momento vi que tenía esa expresión
de júbilo, de absoluta felicidad, que ha llenado mis años de madurez de una
tremenda alegría. Entonces, al cabo de un instante, antes de que pudiera decide
hola, tropezó. La punta de su zapatilla de deportes se dobló contra el suelo, y
así, sin más, sin previo aviso ni darle tiempo a gritar, salió volando por los
aires. No estoy diciendo que cayera o rodara o rebotara por los escalones. Lo
que quiero decir es que estaba volando. El impacto del traspié la había lanzado
por el espacio, y por la trayectoria del vuelo me di cuenta de que se dirigía
directamente a la ventana.
¿Qué hice? No sé
qué hice. Cuando la vi tropezar yo me encontraba en un lugar desde el que no
podía hacer nada, pero cuando ella se hallaba a mitad de camino entre el
descansillo y la ventana, yo ya había llegado al peldaño inferior de la
escalera. ¿Cómo llegué allí? Debía de mediar menos de un metro de distancia, pero
parece imposible cubrir esa distancia en un intervalo tan breve: una milésima
de milésima de fracción de segundo. Sin embargo, yo estaba allí, y en el
momento en que llegué a ese lugar levanté la vista, abrí los brazos y la
atrapé.
3
Yo tenía catorce años.
Era el tercer año seguido que mis padres me enviaban a un campamento de verano
en el estado de Nueva York. Allí pasaba la mayor parte del tiempo jugando a
baloncesto y a béisbol, pero como era un campamento mixto también había otras
actividades: veladas «sociales», los primeros magreos con chicas, incursiones
para cazar bragas, las tonterías adolescentes de costumbre. También recuerdo
que fumábamos cigarrillos baratos a escondidas, que aprendíamos a doblar la
sábana de encima de la cama de tal manera que la víctima, al meterse dentro,
quedaba con las piernas atrapadas, y que hacíamos grandes batallas con globos
llenos de agua.
Nada de esto es
importante. Simplemente quiero subrayar que los catorce años puede ser una edad
muy vulnerable. Ya no eres un niño, pero tampoco un adulto, y vas rebotando
entre lo que eres y lo que estás a punto de ser. En mi caso, aún era lo
bastante joven para pensar que tenía posibilidades de llegar a jugar en la liga
profesional, pero lo bastante mayor para cuestionar la existencia de Dios.
Había leído el Manifiesto comunista, aunque aún me gustaba ver los dibujos
animados del sábado por la mañana. Cada vez que veía mi cara en el espejo, me
parecía estar viendo a otra persona.
En mi grupo había
dieciséis o dieciocho chicos. Casi todos llevábamos juntos varios años, pero
aquel verano se nos habían unido algunos recién llegados. Uno se llamaba Ralph.
Era un chico tranquilo, que no demostraba mucho entusiasmo por hacer regates con
la pelota de baloncesto ni practicar lanzamientos con la de béisbol, y aunque
no es que nadie se las hiciera pasar canutas, le costaba un poco integrarse.
Aquel año había suspendido un par de asignaturas, y casi todo el tiempo que
tenía libre lo pasaba tomando clases particulares con uno de los monitores. Era
una pena, y a mí me daba un poco de lástima, pero tampoco demasiada, no la
suficiente como para hacerme perder el sueño.
Los monitores eran
todos estudiantes de la Universidad de Nueva York, y originarios de Brooklyn y
Queens. Chicos ocurrentes que jugaban al baloncesto y que en el futuro serían
dentistas, contables y maestros; chavales de ciudad hasta la médula. La
parafernalia de lo que es un campamento de verano tradicional les era tan ajena
como la I.R.T. (Compañía de Metro y Ferrocarriles elevados de Nueva York) para
un granjero de Iowa. Las canoas, los acolladores, el escalar montañas, montar
tiendas de campaña, cantar alrededor de un fuego de campamento, eran cosas que
no se hallaban entre el inventario de sus intereses. Eran capaces de
instruirnos en cómo hacer un bloqueo o luchar por un rebote, pero por lo demás
se dedicaban a alborotar y a contar chistes.
Imagínense nuestra
sorpresa, entonces, cuando, una tarde, nuestro monitor anunció que íbamos a dar
un paseo por el bosque. Le había venido esa inspiración, y no iba a permitir
que nadie le hiciera cambiar de idea. Ya está bien de baloncesto, dijo. Estamos
en plena naturaleza, y ya va siendo hora de que la aprovechemos y demostremos
que sabemos ir de acampada... o algo parecido. Y así, después del período de
descanso que seguía al almuerzo, todo el grupo de dieciséis o dieciocho
muchachos, junto con dos o tres monitores, puso rumbo al bosque.
Era finales de
julio de 1961. Recuerdo que todos estábamos bastante animados, y después de
caminar una media hora casi todo el mundo estaba de acuerdo en que aquella
excursión había sido una buena idea. Nadie llevaba brújula, por supuesto, ni
tenía la más remota idea de adónde nos dirigíamos, pero lo estábamos pasando en
grande, y si acabábamos perdiéndonos, ¿qué más daba? Tarde o temprano
encontraríamos el camino de vuelta.
Entonces se puso a
llover. Al principio casi ni nos dimos cuenta, apenas cuatro gotas entre las
hojas y las ramas, nada preocupante. Seguimos caminando, pues no íbamos a
permitir que una llovizna insignificante nos estropeara la diversión, pero al
cabo de pocos minutos comenzó a caer un buen chaparrón. Todos acabamos
empapados, y los monitores decidieron dar media vuelta y regresar. El único
problema era que nadie sabía dónde estaba el campamento. El bosque era espeso,
poblado de racimos de árboles y arbustos espinosos, y habíamos caminado sin
rumbo, cambiando bruscamente de dirección siempre que aparecía algún obstáculo
en el camino. Y, para colmo, la visibilidad era cada vez menor. Primero porque
el bosque era oscuro, y luego por la lluvia que caía y por lo negro que estaba
el cielo: parecía que fuera de noche, y no las tres o las cuatro de la tarde.
Llegaron los
relámpagos. Y enseguida, los truenos. La tormenta estaba justo encima de
nosotros, y resultó ser una tormenta de verano de padre y muy señor mío. Jamás
había visto ni he vuelto a ver nada semejante. La lluvia caía con tanta fuerza
que hacía daño; cada vez que retumbaba un trueno, sentías el ruido vibrando en
tu propio cuerpo. Inmediatamente después venía el rayo, y uno tras otro caían a
nuestro alrededor como lanzas. Era como si las armas se materializaran de la
nada: un súbito resplandor que lo volvía todo de un vivo blanco espectral.
Alcanzaron algunos árboles, y las ramas comenzaron a prender. Todo se oscurecía
por un instante, a continuación se oía otro estrépito en el cielo, y el rayo
regresaba por un lugar diferente.
Naturalmente, lo
que nos asustaba eran los rayos. Habría sido de estúpidos no tener miedo, y,
presa del pánico, intentábamos huir de ellos. Pero la tormenta cubría una gran
extensión, y allí donde íbamos sólo encontrábamos más rayos. Era una huida en
desbandada, una carrera en círculos. Entonces, de pronto, alguien divisó un
claro en el bosque. Se inició una breve disputa acerca de si era más seguro
permanecer en un espacio abierto o seguir bajo los árboles. Ganaron los que
estaban a favor del claro, y hacia allí corrimos.
Era un pequeño
prado, probablemente un pastizal perteneciente a algún granjero de la zona, y
para llegar tuvimos que arrastramos bajo una alambrada. Uno a uno, nos pusimos
barriga abajo y reptamos lentamente. Yo estaba en mitad de la línea, justo
detrás de Ralph. En el momento en que él pasaba por debajo de la alambrada,
hubo otro destello. Yo me hallaba a menos de un metro de él, pero como la
lluvia me azotaba los párpados, casi no veía lo que pasaba. Lo único que vi fue
que Ralph había dejado de moverse. Me imaginé que había quedado aturdido, de
modo que le adelanté. En cuanto estuve al otro lado, le agarré del brazo y le
arrastré.
No sé cuánto
permanecimos en aquel campo. Imagino que una hora, y ni la lluvia, ni los
truenos ni los relámpagos cesaron un momento. Parecía una tormenta sacada de
las páginas de la Biblia, y seguía y seguía, como si jamás fuera a acabar.
Dos o tres chicos
estaban heridos —quizá les tocó un rayo, quizá simplemente fue el impacto del
rayo al dar en la tierra junto a ellos—, y el prado comenzó a llenarse de
lamentos. Otros chicos lloraban y rezaban. Y otros, con miedo en la voz, procuraban
dar consejos sensatos. Desembarazaos de todo lo que sea metálico, decían, el
metal atrae el rayo. Todos nos sacamos el cinturón y lo arrojamos bien lejos.
No recuerdo haber
abierto la boca. No recuerdo haber llorado. Otro chico y yo intentábamos cuidar
de Ralph. Seguía inconsciente. Le frotamos los brazos y las manos, le sujetamos
la lengua para que no se la tragara, le dijimos palabras de ánimo. Al cabo de
un rato, su piel comenzó a adquirir un tinte azul. El cuerpo estaba frío, pero
a pesar de la acumulación de detalles ni se me ocurrió pensar que ya no
volvería a levantarse. Yo sólo tenía catorce años, después de todo, ¿y qué
sabía? Jamás había visto un muerto.
Supongo que la
culpa fue de la alambrada. Los otros chicos heridos por el rayo estaban como
atontados, sintieron dolor en las extremidades durante una hora más o menos, y
luego se recuperaron. Pero Ralph estaba bajo la alambrada cuando cayó el rayo,
y quedó electrocutado en el acto.
Más tarde, cuando
me dijeron que había muerto, me enteré de que tenía una quemadura de veinte
centímetros en la espalda. Recuerdo que intenté asimilar esa noticia, y que me
dije que la vida, para mí, nunca volvería a ser lo mismo. Y por extraño que
parezca, ni se me ocurrió pensar en lo cerca que estaba de él cuando pasó
aquello. No pensé: Uno o dos segundos después, y me habría tocado a mí. Lo
único que recordaba era que le había sujetado la lengua y le había mirado los
dientes. La boca le formaba una leve mueca, y tenía los labios un tanto
separados: yo me había pasado una hora mirándole la punta de los dientes.
Treinta y cuatro años después, aún los recuerdo. y sus ojos medio cerrados,
medio abiertos. También los recuerdo.
4
No hace muchos
años, recibí una carta de una mujer que vive en Bruselas. En ella me contaba la
historia de un amigo suyo, un hombre al que conoce desde niña.
En 1940, este
hombre se alistó en el ejército belga. Cuando ese mismo año el país cayó en
manos de los alemanes lo capturaron y lo metieron en un campo de prisioneros.
Permaneció allí hasta el fin de la guerra, en 1945.
A los prisioneros
se les permitía escribirse con los colaboradores de la Cruz Roja de Bélgica. Al
hombre, de manera arbitraria, se le asignó una amiga por correspondencia —una
enfermera de la Cruz Roja de Bruselas—, y durante los cinco años siguientes él
y esa mujer se estuvieron escribiendo cada mes. Con el tiempo se hicieron
grandes amigos. Hubo un momento (no estoy seguro del todo de cómo ocurrió) en
que se dieron cuenta de que aquello era más que amistad. Siguieron escribiéndose,
cada vez con mayor intimidad, y al final se declararon su amor. ¿Era eso
posible? Nunca se habían visto, no habían pasado ni un minuto el uno en
compañía del otro.
Cuando la guerra
acabó, el hombre fue liberado del campamento y regresó a Bruselas. Conoció a la
enfermera, la enfermera le conoció a él, y ninguno quedó decepcionado. Poco
después se casaron.
Pasaron los años.
Tuvieron hijos, se hicieron mayores, y el mundo se volvió un poco distinto de
lo que era. Su hijo acabó sus estudios en Bélgica y fue a Alemania a hacer un
curso de posgrado. Allí, en la universidad, se enamoró de una joven alemana.
Les escribió a sus padres y les dijo que pretendía casarse con ella.
Los padres del
novio y la novia estaban de lo más felices. Las dos familias decidieron que
tenían que conocerse, y el día señalado la familia alemana se presentó en
Bruselas, en casa de la familia belga. Mientras el padre alemán entraba en el
salón y el belga se levantaba para darle la bienvenida, los dos se miraron a
los ojos y se reconocieron. Habían pasado muchos años, pero los dos sabían
perfectamente quién era el otro. En una época de sus vidas, se habían visto
cada día. El padre alemán había sido guardián del campo de prisioneros en el
que el padre belga había pasado la guerra.
Como se apresuró a
añadir la mujer que me escribió la carta, no había resentimiento entre ellos.
Por monstruoso que pudiera haber sido el régimen alemán, durante aquellos cinco
años el padre alemán no había hecho nada para enemistarse con el padre belga.
Sea como fuere,
esos dos hombres son ahora dos grandes amigos. Y la mayor alegría de sus vidas
es el nieto que tienen en común.
5
Yo tenía ocho años.
En aquel momento de mi vida, nada me importaba más que el béisbol. Mi equipo
era el New York Giants, y seguía las actividades de aquellos hombres de gorra
naranja y negro con la devoción de un verdadero creyente. Incluso ahora, al recordar
ese equipo que ya no existe, que jugaba en un estadio que ya no existe, soy
capaz de recitar los nombres de casi todos los jugadores. Alvin Dark, Whitey
Lockman, Don Mueller, Johnny Amonelli, Monte Irvin, Hoyt Wilhelm. Pero ninguno
era tan grande, tan perfecto ni tan digno de veneración como Willie Mays, el
incandescente Say-Hey Kid.
Aquella primavera
me llevaron a mi primer partido de liga. Unos amigos de mi padre tenían
asientos de tribuna en el Polo Grounds, y una noche de abril fui con mis padres
y sus amigos a ver a los Giants contra los Milwakee Braves. No sé quién ganó,
no recuerdo un solo detalle del partido, pero si recuerdo que, cuando acabó,
mis padres y sus amigos se quedaron charlando en sus asientos hasta que todos
los espectadores se hubieron marchado. Se nos hizo tan tarde que tuvimos que
cruzar el campo y salir por una de las puertas centrales, que era la única que
estaba abierta. Y dio la casualidad de que esa salida estaba justo debajo de
los vestuarios de los jugadores.
En el momento en
que nos acercamos a la puerta, atisbé a Willie Mays. No había duda alguna de
que era él. Se trataba de Willie Mays en persona, ya sin el uniforme del
equipo, vestido con ropa de calle a menos de tres metros de mí. Conseguí que
mis piernas me llevaran hacia él, y a continuación, haciendo acopio de todo mi
valor, hice que las palabras me salieran de la boca:
—Señor Mays —le
dije-, ¿podría firmarme un autógrafo?
Mays debía de tener
unos veinticuatro años, pero fui incapaz de llamarle por su nombre de pila. Su
respuesta a mi pregunta fue brusca pero amigable.
—Claro, niño
—dijo—. ¿Tienes un lápiz?
Recuerdo que estaba
tan lleno de vida, hasta tal punto rebosaba juventud y energía, que no dejaba
de dar saltitos mientras hablaba. Pero yo no llevaba lápiz, de modo que le pedí
a mi padre si podía prestarme el suyo. Él tampoco llevaba. Ni mi madre. Y
resultó que los demás adultos tampoco.
El gran Willie Mays
seguía allí, mirándome en silencio. Cuando quedó claro que no había nadie en el
grupo que llevara nada con lo que escribir, se volvió hacia mí y se encogió de
hombros.
—Lo siento, niño
—dijo—. Si no tienes lápiz, no puedo firmarte un autógrafo.
Y salió del estadio
perdiéndose en la noche.
No quería llorar,
pero las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas, y no pude hacer nada
para impedirlo.
Y lo peor fue que
seguí llorando en el coche hasta que llegamos a casa. Sí, estaba abatido,
decepcionado, pero también irritado conmigo mismo por no ser capaz de controlar
las lágrimas. No era ningún crío. Tenía ocho años, y se suponía que un muchacho
de esa edad no debía llorar por algo así. No sólo no tenía el autógrafo de
Willie Mays, sino que tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba,
y yo no había sabido dar la talla.
Después de aquella
noche, comencé a llevar un lápiz conmigo allí donde iba. Adquirí la costumbre
de no salir de casa sin antes asegurarme de que llevaba un lápiz en el
bolsillo. No es que planeara hacer nada con él, pero no quería que me pillaran
otra vez desprevenido. En una ocasión ya me habían sorprendido con las manos vacías,
y no iba a permitir que eso volviera a pasarme.
Cuando menos, los
años me han enseñado esto: si llevas un lápiz en el bolsillo, hay bastantes
posibilidades de que algún día te sientas tentado a utilizarlo.
Como me gusta
decides a mis hijos, así es como me hice escritor.
1995
en Experimentos con la verdad, 2001
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