martes, julio 28, 2015

“Me acuerdo”, de Joe Brainard








Fragmentos escogidos
 
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Me acuerdo de un día en que, yendo al centro en autobús, en Tulsa, un chico que me sonaba del colegio se sentó a mi lado y empezó a preguntarme cosas como: «¿Te gustan las niñas?». Era un auténtico freak. Cuando llegamos al centro (donde estaban todas las tiendas), me siguió hasta que al final me convenció para que fuese con él al banco, tenía que guardar una cosa en una caja de seguridad. Me acuerdo de que por aquel entonces yo no sabía lo que era una caja de seguridad. Cuando llegamos al banco un banquero le dio una caja y nos llevó a una cabina con cortinas doradas. El chico abrió la caja y sacó una pistola. Me la enseñó y me hice el sorprendido, la volvió a meter en la caja y me preguntó si me bajaría los pantalones. Dije que no. Me acuerdo de que me temblaban las rodillas. Cuando salimos del banco, le dije que tenía que ir al Brown Dunkin’s (los mayores grandes almacenes de Tulsa) y me respondió que él también tenía que ir. Para ir al servicio. En el servicio de caballeros volvió a intentar algo (no me acuerdo de qué exactamente) pero salí corriendo por la puerta, y ahí se quedó la cosa. Es muy extraño que un niño de once o doce años tenga una caja de seguridad. Con una pistola dentro. Tenía una hermana mayor de la que se decía que era «una perdida».




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Me acuerdo de cuando me llamaron al servicio militar y tuve que ir al centro a hacerme el reconocimiento psíquico. Era muy temprano. Me comí un huevo para desayunar y noté cómo se asentaba en mi estómago. Después de pasar lista me mandaron ponerme en una fila distinta a la que estaba la mayoría de los chicos. (Llevaba el pelo muy largo, cosa que por entonces era más rara que ahora.) La fila en la que estaba resultó ser la fila para ver al médico de la cabeza. (De todas formas, iba a pedir verlo.) El médico me preguntó si era gay y le respondí que sí. Después me preguntó que qué experiencias homosexuales había tenido y le dije que ninguna. (Era verdad.) Y me creyó. No tuve ni que quitarme la ropa.




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Me acuerdo de un chico que trabajaba para una funeraria después del colegio. Era muy bueno bailando claqué. Un día me invitó a dormir a su casa. Su madre estaba divorciada y tenía pinta de rubia chabacana. Me acuerdo de que su madre nos pilló cuando estábamos echando una inocente peleíta en el jardín y se puso como una fiera. Le dijo que no volviese a hacerlo en la vida. Me di cuenta de que pasaba algo que yo no podía llegar a entender. Teníamos diez u once años. Nunca me volvió a invitar. Años después, en el instituto, se armó un gran escándalo cuando le encontraron una carta de amor dirigida a otro chico. Después de eso dejó el instituto y se puso a trabajar a jornada completa en la funeraria. Un día me lo encontré por la calle y empezó a contarme algo sobre una habitación muy grande en la que dormían todos los trabajadores de la funeraria. Me contó que en todas las camas había una pequeña tienda de campaña blanca por las mañanas. Me excusé y me despedí. Unas horas después caí en la cuenta. Erecciones mañaneras.




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Me acuerdo de que decidí que tenía que cortar con todo ese caldo de cabeza y llegar y preguntarle sin más al muchacho que me gustara: «¿Te quieres venir conmigo a casa?»; y así lo hice. Y no funcionó. Salvo una vez. Y él estaba borracho. A la mañana siguiente me dejó una postal con un dibujo de Jesús firmada por detrás: «Con amor, Jesús». Me dijo que era amigo de Alien Ginsberg.




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Me acuerdo de una historia sobre una pareja que tenía un diner. El marido asesinó a la esposa y la hizo picadillo para la carne de las hamburguesas. Luego un día un hombre se estaba comiendo una hamburguesa y se encontró un trozo de uña. Así fue como descubrieron al marido.




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Me acuerdo de la «mujer de los gatos», que siempre iba vestida de negro. Y con varias capas de medias. Una encima de otra encima de otra. Le llamaban la «mujer de los gatos» porque por la noche iba por ahí dándole de comer a los gatos. Tenía el pelo tan enmarañado que no creo que pudiese pasarse un peine. Se pasaba el día dando vueltas por las calles haciendo no sé muy bien qué. Nunca iba sin su carrito lleno de bolsas de papel llenas de sólo Dios sabe qué. Según ella, había otras mujeres de los gatos que cuidaban de los gatos de otras zonas del Lower East Side. Hasta qué punto estaban organizadas estas mujeres, eso ya no lo sé.




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Me acuerdo de fragmentos de fantasías que tenía de pequeño sobre ser una niña. Me acuerdo sobre todo de las telas. Del satén y el tafetán sobre la piel. Me acuerdo en concreto de metros y metros de tafetán azul real (un vestido de noche muy amplio, no cabe duda) en los que alguien me enrollaba con unas grandes manos, y del roce entre los muslos. Este periodo de tiempo de fantasías sobre ser una niña no tenía nada que ver con una etapa sexual en términos de sexo. El placer que sentía no era por la posibilidad de estar con un hombre, sino por sentirme como una mujer. (Una niña). Estas fantasías, que son ahora sólo una para mí, eran muy de introversión y de postura fetal. En primer plano. Una orgía de telas y carne y fricción (primeros planos de detalles). Pero no «pasaba» mucho más.




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Me acuerdo de, en Boston, creer que si me daba una vuelta por una calle llena de tiendas de antigüedades tal vez ligara, así que fui y me paseé calle arriba calle abajo («mirando escaparates») pero, como me daba cosa mirar a la gente, no me fue muy allá (el eufemismo del año). Decidí entonces volver a casa para seguir con las «manualidades», para las que normalmente me valía de los anuncios de ropa masculina de la contracubierta de la Playboy; esto tampoco era una hazaña fácil, si tenemos en cuenta el cuidado que ponen en que no se vea ni un pedazo de carne en las fotos de ropa masculina. (Las de ropa interior son las que más coraje me daban.) Aun así, de vez en cuando tenían algún desliz. Como un desplegable a dos páginas de bañadores al que recuerdo que le di bastante uso. Y —respecto a lo de hazaña nada fácil—, todo esto fue mucho antes de que se me ocurriese que un poco de agua con jabón, o vaselina, o algo, podían ayudar.




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Me acuerdo de un sueño en el que conocía a un hombre hecho de un queso amarillo muy blando, y cuando fui a darle la mano, me quedé con todo su brazo.




en Me acuerdo, 1999