Esta suegra, Edna,
ha oído todos los chistes sobre suegras y no tiene intención de ser el blanco
de tales bromas, ni de caer en ninguna de las trampas tan abundantemente
esparcidas en su camino. Lo primero de todo es que vive con su hija y su yerno,
por lo que ha de ser doble o triplemente cuidadosa. Ni se le pasa por la cabeza
criticar nada. Los jóvenes podrían volver a casa borrachos perdidos, y Edna
nunca haría el menor comentario. Podrían fumar hierba (a veces lo hacen),
pelearse y tirarse los trastos a la cabeza, y Edna no abriría la boca. Ha oído demasiadas
cosas sobre las suegras que se entrometen, así que mantiene la boca cerrada. De
hecho, lo más extraño de Edna es su silencio. Dice "Sí, gracias"
cuando le ofrecen una segunda taza de café, y "Buenas noches, que duerman
bien", pero nada más.
La segunda
característica notable de Edna es su economía. No sospecha en absoluto que esto
les da cien patadas a Laura y a Brian, porque ellos también están intentando
hacerlo lo mejor posible y tratando de ser amables, así que ni se les ocurriría
decirle que su economía les da cien patadas. Entre otras cosas, porque es
evidente que Edna disfruta economizando. Exhibe una enorme bola de cordel usado
como otras suegras enseñarían una colcha hecha por ellas. Pone hasta la última
pepita de naranja en una bolsa de plástico destinada al montón de estiércol. A
Laura y a Brian les costaría unos trescientos dólares al mes mantener a Edna en
un piso aparte. Edna tiene algún dinero, que aporta a la casa, pero si viviera
sola, Laura y Brian tendrían que aportar más de lo que les cuesta ahora, así
que dejan las cosas como están.
Edna tiene
cincuenta y cinco años, es delgada y fuerte, con el pelo corto y rizado
entremezclado de gris y negro. Debido a su costumbre de escurrirse por la casa
haciendo cosas, tiene postura y andares de jorobada. Nunca está ociosa y raras
veces se sienta. Cuando lo hace, generalmente es porque alguien se lo pide;
entonces se arroja sobre una silla y cruza las manos con expresión atenta. Casi
siempre tiene algo útil cociendo en el fuego, por ejemplo, puré de manzana, o
ha empezado a limpiar el horno con algún producto químico, lo que significa que
Laura no puede usar el horno durante por lo menos una hora.
Laura y Brian no
tienen hijos todavía, porque son personas previsoras y en el fondo están
intentando encontrar el modo de instalar a Edna airosa y cómodamente en algún
sitio, aunque fuese a costa de ellos, y después pensarán en tener una familia.
Todo esto causa tensión. Su casa es de dos plantas, en un barrio residencial a
veinticinco minutos en coche de la ciudad donde Brian trabaja como ingeniero
electrónico. Tiene buenas perspectivas de ascenso y estudia en casa en sus
horas libres. Edna echa una mano en el jardín y corta el césped, así que Brian
no tiene demasiado que hacer los fines de semana. Pero tiene la sensación de
que Edna escucha a través de las paredes. La habitación de Edna es contigua a
su dormitorio. Hay un desván sin calefacción, que a Brian y a Laura les
gustaría hacer habitable, en donde Edna va guardando frascos de mermelada,
cartones, cajones de madera, viejas cajas con adornos de Navidad, papeles de
envolver y toda clase de cosas que pueden venir bien algún día. Brian ya no
puede entrar por la puerta sin tirar algo al suelo. Quiere echar un vistazo al
desván para ver si resultaría muy difícil aislarlo y todo eso. Pero, de alguna
manera, el desván se ha convertido en propiedad de Edna.
—Si al menos dijera
algo... aunque fuese de vez en cuando —le dijo Brian a Laura un día—. Es como
vivir con un robot.
Laura lo sabía.
Había adoptado una aptitud súper simpática y charlatana con su madre con la
esperanza de hacerla hablar.
—Pondré esto aquí,
mmm, y el cenicero puede quedar aquí —decía Laura rondando por la casa.
Edna asentía y
sonreía, tensa, para mostrar su aprobación y no decía nada, aunque siempre
estaba dispuesta a ayudar.
El ambiente estaba
destrozando los nervios de Brian. A menudo balbuceaba maldiciones. Una noche,
cuando estaban en una fiesta en una casa del barrio, a Brian se le ocurrió una
idea. Le contó a Laura su plan y ella estuvo de acuerdo. Había tomado unas
cuantas copas y Brian le hizo tomar otra.
Laura y Brian
volvieron a casa después de la fiesta; se desnudaron en el coche, caminaron
hasta la puerta principal y llamaron al timbre. Una larga espera. Se reían
nerviosamente. Eran más de las dos de la mañana y Edna estaba en la cama.
Finalmente, Edna llegó y abrió la puerta.
—¡Hola, hola, Edna!
—dijo Brian, entrando a ritmo de vals.
—Buenas noches,
mamá —dijo Laura.
Sofocada y
horrorizada, Edna parpadeó, pero pronto se recobró lo suficiente para reír y
sonreír cortésmente.
—Bueno, ¿no estás
sorprendida? ¡Di algo! —gritó Brian, pero como ya no estaba tan borracho como
Laura, cogió un almohadón del sofá y se lo puso delante para tapar su desnudez,
odiándose a sí mismo al hacerlo, porque era como si hubiese perdido el valor.
Laura estaba
ejecutando un solo de ballet, completamente desinhibida. Edna había desaparecido
en la cocina. Brian la siguió y vio que estaba preparando café instantáneo.
—¡Escucha, Edna!
—gritó—. Podrías hablarnos por lo menos, ¿no? Es bien sencillo, ¿no? Por favor,
por amor de Dios, ¡dinos algo!
Continuaba
apretando el almohadón contra su cuerpo, pero gesticulaba con la otra mano.
—¡Es verdad, mamá!
—dijo Laura desde la puerta. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Su convicción
la ponía histérica—. ¡Háblanos!
—Me parece
vergonzoso, puesto que queréis que diga algo —dijo Edna, la frase más larga que
había pronunciado desde hacía años—. ¡Borrachos y, encima, desnudos! ¡Estoy
avergonzada de vosotros! Laura, coge un impermeable del recibidor, ¡coge
cualquier cosa! Y tú..., ¡mi yerno! —Edna estaba chillando.
El agua de la
cafetera estaba hirviendo. Edna pasó corriendo junto a Brian y subió a su
habitación.
Ni Brian ni Laura
recordaron bien las horas que siguieron. Si esperaban haber roto el silencio de
Edna definitivamente, pronto descubrieron que estaban equivocados. A la mañana
siguiente, domingo, Edna estaba tan silenciosa como siempre, aunque sonreía un
poco, casi como si no hubiese pasado nada.
El lunes Brian fue
a trabajar, como de costumbre, y al volver a casa, Laura le dijo que Edna había
estado desacostumbradamente atareada todo el día. También había estado
silenciosa.
—Creo que está
avergonzada de sí misma —dijo Laura—. Ni siquiera quiso comer conmigo.
Brian averiguó que
Edna había estado apilando leña, limpiando la barbacoa, pelando manzanas
verdes, cosiendo, sacando brillo a los metales, buscando en un gran cubo de
basura Dios sabe qué.
—¿Qué está haciendo
ahora? —preguntó Brian, ligeramente alarmado.
En ese mismo
momento lo supo, Edna estaba en el desván. Algún que otro crujido de las
maderas les llegaba desde arriba, o un clank cuando dejaba en el suelo una caja
con frascos de cristal o algo así.
—Deberíamos dejarla
en paz de momento —dijo Brian, sintiéndose muy varonil y sensato.
Laura estuvo de
acuerdo.
No vieron a Edna a
la hora de la cena. Ellos se fueron a la cama. Al parecer, Edna trabajó durante
toda la noche, a juzgar por los ruidos que se oían en las escaleras y en el
desván. Cerca del amanecer, sonó un terrible estrépito, contra el cual Brian
había advertido alguna vez a Laura: el suelo del desván estaba hecho de
listones, simplemente clavados a las vigas, realmente. Edna cayó por el agujero
del suelo, junto con frascos de mermelada, cajones de embalaje, conservas de
frambuesa, mecedoras, un sofá viejo, un baúl y una máquina de coser. ¡Crash,
bang tink!
Brian y Laura, que
habían estado encogidos en su cama, saltaron de inmediato para rescatar a Edna
del derrumbamiento, pero antes de que la tocaran ya sabían que todo había
terminado. La pobre Edna estaba muerta. Quizá no había muerto a causa de la
caída tan siquiera, pero estaba muerta. Ese fue el ruidoso fin de la silenciosa
suegra de Brian.
en Pequeños cuentos misóginos, 1974
No hay comentarios.:
Publicar un comentario