lunes, julio 06, 2015

“Depuración de los puros”*, de Albert Camus







Señor Director:

Leí con mucho interés su artículo sobre El hombre rebelde y le doy las gracias.

No contestaré aquí a los detalles de ese estudio que unas veces me pareció indiscutible y otras demasiado audaz en sus razonamientos. Sin duda tendría mucho que decir sobre el rechazo de la metafísica que usted descubre en mi libro, sobre su análisis del terror e incluso sobre las relaciones entre helenismo y cristianismo tal y como usted las presenta en su crítica de la herejía gnóstica. Pero siempre me encuentro en un aprieto cuando me dirijo a los filósofos cristianos, en la medida en que me oponen en general lo que la fe, según su experiencia, tiene de incomunicable, y en que me niegan, por consiguiente un conocimiento suficiente del cristianismo en sí, pese a mis esfuerzos por estudiar sus doctrinas y su historia. Usted no ha dejado de hacerlo y, siendo así, me parece muy difícil oponerle argumentos racionales, ya que en cualquier momento usted puede designar el límite a donde llega mi competencia o donde mis razones se evaporan.

Me limitaré, pues, a plantearle una cuestión referida a lo esencial de su argumentación. Me atribuye usted una simpatía (en la cual, no sé por qué, sospecha la responsabilidad de Simone Weil) hacia lo que yo llamaría las formas perfeccionistas del cristianismo: gnósticos, cataros y jansenistas. Y a continuación subraya los peligros propios de esas teologías de la pureza basándose en las consecuencias, visibles en la historia, de las políticas puristas. Yo mismo señalé en El hombre rebelde esa lógica harto gramatical que empuja a los puros a la depuración. A esas herejías, en cualquier caso, usted les opone la Iglesia, que estaría definida siempre como el cuerpo vivo de la mediación y que sitúa la caridad por encima de la depuración.

No creo ser cátaro y, para decirlo todo, pese al interés histórico atribuido a la querella de los albigenses, ese episodio me parece demasiado remoto para ayudarme a definirme. Sin embargo le haré una pregunta sobre él: una vez admitido su razonamiento, ¿cómo explicar que justo con motivo de la herejía albigense fuera la Iglesia, como usted reconoce, la que creó la Inquisición, modelo de las policías terroristas, y que fueran en cambio los albigenses, pese a su molesto arrebato de pureza, quienes fueron salvajemente depurados y exterminados? ¿Cómo explicar asimismo que ni los gnósticos ni los jansenistas se hayan encontrado entre los depuradores, como atestigua aún hoy, en el caso de los últimos, el valle extrañamente desolado de Port-Royal? ¿No hay en esos simples hechos una indicación, al menos, de que la palabra pureza tiene varios sentidos (incluso en el universo del rebelde), que el perfeccionismo de los cataros corre también el riesgo de ser diferente del purismo de los políticos, que, de la misma forma, la Iglesia ha podido ser mediadora en sus afirmaciones y enojosamente desmesurada en sus acciones y que, por último, la interpretación que usted hace de las herejías cristianas, por una parte, y del cristianismo histórico, por otra, es en sí un poco maniquea?

Crea, señor Director, en mis sentimientos más sinceros.


París, 28 de mayo de 1952


* Esta carta responde a un artículo de Marcel Moré aparecido en Dieu Vivant.








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