Señor Director:
Leí con mucho interés su artículo sobre El hombre rebelde y le doy las gracias.
No contestaré aquí a los detalles de ese estudio que
unas veces me pareció indiscutible y otras demasiado audaz en sus
razonamientos. Sin duda tendría mucho que decir sobre el rechazo de la
metafísica que usted descubre en mi libro, sobre su análisis del terror e
incluso sobre las relaciones entre helenismo y cristianismo tal y como usted
las presenta en su crítica de la herejía gnóstica. Pero siempre me encuentro en
un aprieto cuando me dirijo a los filósofos cristianos, en la medida en que me
oponen en general lo que la fe, según su experiencia, tiene de incomunicable, y
en que me niegan, por consiguiente un conocimiento suficiente del cristianismo
en sí, pese a mis esfuerzos por estudiar sus doctrinas y su historia. Usted no
ha dejado de hacerlo y, siendo así, me parece muy difícil oponerle argumentos
racionales, ya que en cualquier momento usted puede designar el límite a donde llega
mi competencia o donde mis razones se evaporan.
Me limitaré, pues, a plantearle una cuestión referida a
lo esencial de su argumentación. Me atribuye usted una simpatía (en la cual, no
sé por qué, sospecha la responsabilidad de Simone Weil) hacia lo que yo
llamaría las formas perfeccionistas del cristianismo: gnósticos, cataros y
jansenistas. Y a continuación subraya los peligros propios de esas teologías de la pureza basándose en las
consecuencias, visibles en la historia, de las políticas puristas. Yo mismo señalé en El hombre rebelde esa lógica harto gramatical que empuja a los puros
a la depuración. A esas herejías, en cualquier caso, usted les opone la
Iglesia, que estaría definida siempre como el cuerpo vivo de la mediación y que
sitúa la caridad por encima de la depuración.
No creo ser cátaro y, para decirlo todo, pese al
interés histórico atribuido a la querella de los albigenses, ese episodio me
parece demasiado remoto para ayudarme a definirme. Sin embargo le haré una
pregunta sobre él: una vez admitido su razonamiento, ¿cómo explicar que justo
con motivo de la herejía albigense fuera la Iglesia, como usted reconoce, la
que creó la Inquisición, modelo de las policías terroristas, y que fueran en
cambio los albigenses, pese a su molesto arrebato de pureza, quienes fueron
salvajemente depurados y exterminados? ¿Cómo explicar asimismo que ni los
gnósticos ni los jansenistas se hayan encontrado entre los depuradores, como
atestigua aún hoy, en el caso de los últimos, el valle extrañamente desolado de
Port-Royal? ¿No hay en esos simples hechos una indicación, al menos, de que la
palabra pureza tiene varios sentidos (incluso en el universo del rebelde), que
el perfeccionismo de los cataros corre también el riesgo de ser diferente del purismo
de los políticos, que, de la misma forma, la Iglesia ha podido ser mediadora en
sus afirmaciones y enojosamente desmesurada en sus acciones y que, por último,
la interpretación que usted hace de las herejías cristianas, por una parte, y del
cristianismo histórico, por otra, es en sí un poco maniquea?
Crea, señor Director, en mis sentimientos más sinceros.
París, 28 de mayo de 1952
* Esta carta responde a un artículo
de Marcel Moré aparecido en Dieu Vivant.
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