A Tennessee Williams
A veces pienso que llegará el día en que todas las naciones modernas adorarán una especie de dios americano, un dios que habrá sido un hombre que vivió en la tierra y sobre quien se habrá escrito mucho en la prensa popular; y las imágenes de este dios serán ensalzadas en las iglesias, no como podría imaginarlas algún pintor, no flotando en un Manto de Verónica, sino definitivas, regist radas fotográficamente de una vez por todas. Sí, preveo un dios fotografiado, que llevará anteojos.
Ese día la civilización habrá alcanzado la cima, y habrá góndolas de vapor en Venecia.
Noviembre de 1861: Diarios de los Goncourt.
Capítulo 1
1
Envidio a esos cronistas que afirman con despreocupada pero sincera desenvoltura: «Yo estuve. Vi lo que ocurría. Fue así». Yo también estuve, en todos los sentidos de la palabra, mas no me creo capaz de describir con alguna exactitud los diversos acontecimientos de mi propia vida, aunque aún los recuerde de un modo intensamente vivido... Quizá sólo sea porque creo que todos somos traicionados por esos ojos de la memoria, tan mudables y particulares como aquellos con los que miramos el mundo material, pues la visión va variando, como suele ocurrir, desde los primeros a los últimos momentos de la vida. Y el hecho de que por un camino indirecto e inesperado yo haya alcanzado una extrema vejez, es para mí fuente de cierta complacencia, aún en los lúgubres instantes en que me encuentro asistiendo distraído a la disolución del cuerpo, proceso tan imperceptible y seguro como el de esos vientos suaves y persistentes que desplazan las dunas en el desierto de la seca Libia, ese desierto que arde blanco y desolado más allá de las montañas visibles desde mi ventana, orientada como corresponde hacia el poniente, donde yacen todos los reyes orgullosamente enterrados.
No ignoro, tampoco, que no me apasionan los asuntos de familia, preocupación esencial de la especie, y, peor aun, que nunca tuve el hábito de juzgar las actividades comunes de los hombres... dos características embarazosas que me dan una cierta inseguridad cuando trato de rememorar el pasado; me siento así penosamente confundido, sabiendo que mis recuerdos son, al fin y al cabo, aproximados y subjetivos, y sólo en parte verdaderos.
Por último, nunca me ha resultado fácil decir la verdad, incapacidad temperamental nacida no tanto del deseo o el impulso incoercible de deformar la realidad para queda bien parado, como de una idea de la inconsecuencia de las actividades humanas, siempre en conflicto con esos mismos poderes que se manifiestan en la acción; una paradoja, desde luego, una doble visión que me aparta de los juicios fáciles.
Me siento tentado de afirmar que la verdad histórica es absolutamente imposible, aunque no niego la noción filosófica de que esa verdad pueda existir en la imaginación, de un modo abstracto, perfecto y distante... Un desván abierto a los cuatro vientos, colmado de objetos preciosos: tal ha sido siempre mi imagen personal de esos absolutos que Aristóteles concibió con tan meloso optimismo... y siempre me han gustado los arrogantes conceptos de la filosofía, cuanto más extravagantes mejor. Soy especialmente afecto a Parménides, tan obsesionado por la idea de totalidad que al fin llegó a decir que nada cambia nunca, que todo lo que ha sido ha de seguir siendo, si es recordado y nombrado, concepción metafísica que me será, supongo, de cierta utilidad, mientras retorno a aquella crisis original que ha quedado tan atrás, y a la que he de volver, aun corriendo ciertos riesgos.
No digo, pues, que todos mis recuerdos sean verdaderos, pero puedo llamarlos verdades relativas por oposición a ese monstruoso testamento en que cree la mitad del mundo, traicionando así una misión a cuyo nacimiento asistí y cuya depurada leyenda ha llegado a ser desde entonces la ilusión fundamental de una raza desesperada. Que tanto la misión como la ilusión eran falsas, sólo yo puedo decirlo con certeza, con pesar, porque tal ha sido el fin insospechado y terrible de aquellos días intrépidos. Sólo la crisis, que ahora contaré, fue verdadera...
He dicho que no me inclino a formular juicios. Es cierto que en los actos más «perversos» he sido siempre capaz, con un pequeño esfuerzo, de percibir las posibilidades de lo bueno, tanto en la intención real como ―lo que es para mí más importante― en el imprevisto resultado; pero en definitiva los problemas de la ética nunca me han preocupado mucho, posiblemente porque interesan a tantos otros que gobiernan la sociedad, según la costumbre, y con cierto agrado. En ese útil plano moral rara vez, por no decir nunca, me he comprometido seriamente. Pero en una ocasión, en un plano más difícil, me vi obligado a elegir, a juzgar, a actuar; y actué de tal manera que todavía sufro las consecuencias de mi elección, del único juicio de mi vida.
He elegido la luz antes que la oscuridad sin sueños, destruyendo mi lugar en el mundo. Y lo que es aun más doloroso, he elegido la luz antes que la región penumbrosa de las visiones y ambigüedades indeterminadas, ese reino donde la decisión era imposible y me deleitaba examinando infinitas posibilidades de elección. Abandonar esos amados fantasmas, esos incalculables poderes, fue el mayor dolor, pero de ellos he vivido, observando con intensidad cada vez mayor el llameante disco de fuego que es tanto el símbolo como la fuente de esa realidad que he aceptado del todo, a pesar del seguro dominio, en la eternidad, de esa otra, la realidad oscura. Pero ahora, a medida que mi tiempo personal empieza a desvanecerse, a medida que el viento del desierto cobra intensidad, borrando las huellas en la arena, trataré de evocar la verdadera imagen del que usurpó con aplauso las vestiduras largo tiempo abandonadas de la profecía, triunfando al fin a través de la muerte ritual y convirtiéndose, para quienes ven el universo en los seres humanos, en esa solemne idea a la
que todavía se designa con un nombre antiguo y resonante: dios.
2
Las estrellas se precipitaron a tierra con un estallido de luz, y allí donde cayeron hubo monstruos deformes y ciegos.
Los primeros doce años después de la segunda de las guerras modernas fueron una «época de adivinación», como los describió amablemente un autor religioso. No pasaba día sin que algún presagio o portento fuese observado por una raza ansiosa, al acecho de la guerra. Al principio los periódicos informaban con fruición sobre esas maravillas, dando equivocados todos los detalles, pero transmitiendo el sentimiento de pavor que había de aumentar a medida que se prolongaban incómodamente los años de paz. Al fin, el pueblo aterrado exigió la intervención del gobierno, último recurso en aquellos tiempos inocentes.
Pero el orden secreto de esos presagios obsesivos y ubicuos no cabía en ningún sistema conocido. Por ejemplo, la mayor parte de la vajilla luminosa que se veía en el cielo nunca fue explicada del todo. Y una explicación, al fin y al cabo, era todo lo que el mundo reclamaba. No importaba que esa explicación fuese insólita, con tal de que se pudiera saber qué ocurría: que los globos relucientes que se desplazaban en orden sobre las cascadas Sioux, en Dakota del Sur, eran simples habitantes de la galaxia de Andrómeda, moviéndose a sus anchas en el espacio, omnipotentes y eternos en sus propósitos, en una visita recreativa a nuestro planeta... Si se hubiera dicho eso al menos, los lectores de los diarios se hubiesen sentido seguros, capaces de atender pocas semanas después a otros problemas, una vez olvidados los visitantes del espacio lejano. Poco importaba que esas misteriosas burbujas de luz fueran alucinaciones, visitantes de otras galaxias o armamentos militares; lo
importante era dar una explicación.
1954
Traducción de Aurora Berbárdez
Fotografía: Jerry Cooke para la revista Times
Fotografía: Jerry Cooke para la revista Times
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