lunes, junio 22, 2015

“La industria del holocausto”, de Norman Filkenstein








Introducción

Este libro es tanto una anatomía como una denuncia de la industria del Holocausto. En las páginas que vienen a continuación, argumentaré que «el Holocausto» es una representación ideológica del holocausto nazi. Como la mayoría de las ideologías, posee cierta relación con la realidad, aunque sea tenue. El Holocausto no es un constructo arbitrario, está dotado de coherencia interna. Sus dogmas fundamentales respaldan importantes intereses políticos y de clase. De hecho, el Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. El despliegue del Holocausto ha permitido que una de las potencias militares más temibles del mundo, Israel, con un espantoso historial en el campo de los derechos humanos, se haya convertido a sí misma en Estado «víctima», y que el grupo étnico más poderoso de los Estados Unidos también haya adquirido el estatus de víctima. Esta engañosa victimización produce considerables dividendos; en concreto, la inmunidad a la crítica, aun cuando esté más que justificada. Debo añadir que quienes disfrutan de dicha inmunidad no están libres de la corrupción moral que suele irle aparejada. Desde esta perspectiva, la actuación de Elie Wiesel como intérprete oficial del Holocausto no es casual. Es obvio que no fue encumbrado a esta posición por su compromiso humanitario ni por su talento literario. La razón de que Wiesel desempeñe este papel es que enuncia con toda corrección los dogmas del Holocausto y, en consecuencia, fomenta los intereses que lo sustentan.

El estímulo inicial para escribir este libro me lo dio el estudio pionero de Peter Novick, The Holocaust in American Life, sobre el que publiqué una reseña en una revista literaria británica. En estas páginas se amplía el diálogo crítico que entablé con Novick; de ahí las numerosas referencias a su estudio. La obra de Novick, más que una crítica fundada, es un conjunto de ideas provocadoras y pertenece a la venerable tradición estadounidense de la denuncia de escándalos. Mas, a semejanza de la mayoría de los denunciantes de escándalos, Novick se centra exclusivamente en los abusos más notorios. The Holocaust in American Life es, en general, una obra interesante y cáustica, pero no constituye una crítica radical. No pone en cuestión premisas básicas. Sin ser banal ni herético, el libro se sitúa en el extremo más crítico del espectro de las opiniones mayoritariamente aceptadas. Como era de prever, los medios de comunicación estadounidenses le concedieron gran atención y los elogios abundaron tanto como las críticas.

La categoría analítica básica de Novick es «la memoria». De los conceptos que están de moda en la torre de marfil del mundo académico, «memoria» es sin duda el más endeble que se ha generado en mucho tiempo. Sin olvidarse de la obligada mención a Maurice Halbwachs, Novick se propone demostrar cómo «la problemática actual» da forma a «la memoria del Holocausto». Hubo un tiempo en que los intelectuales disidentes esgrimían categorías políticas potentes tales como «poder» e «intereses», por un lado, e «ideología», por otro. Hoy día solo nos queda el lenguaje anodino y despolitizado de «la problemática» y «la memoria». Ahora bien, a la luz de los datos aportados por Novick, la memoria del Holocausto es un constructo ideológico de intereses concretos. Según Novick, la memoria del Holocausto, aun cuando se elija, es «a menudo» arbitraria. La elección, argumenta Novick, no se realiza en función de «un cálculo de ventajas e inconvenientes», sino más bien «sin pensar mucho […] en las consecuencias». Sin embargo, la evidencia parece indicar lo contrario.

Mi interés en el holocausto nazi fue en un principio personal. Mi padre y mi madre eran supervivientes del gueto de Varsovia y de los campos de concentración nazis. Aparte de mis padres, el resto de mis parientes por líneas tanto materna como paterna fueron exterminados por los nazis. Se podría decir que mi primer recuerdo del holocausto nazi es el de encontrarme a mi madre pegada a la televisión viendo el juicio de Adolf Eichmann (1961) cuando regresé una tarde del colegio. Aunque mis padres habían sido liberados de los campos de concentración tan solo dieciséis años antes del juicio, un abismo insalvable separó siempre en mi mente a los padres que yo conocía de eso. De la pared del cuarto de estar de nuestra casa colgaban fotografías de los parientes de mi madre. Nunca conseguí hacerme una idea clara de mi relación con ellos, y mucho menos imaginar lo que había sucedido. Para mí, eran las hermanas, el hermano y los padres de mi madre, y no mis tías, mi tío y mis abuelos. Recuerdo que de niño leí The Wall, de John Hersey, y Mila 18, de Leon Uris, ambos relatos novelados sobre el gueto de Varsovia. (Todavía recuerdo a mi madre quejándose de que, enfrascada en The Wall, se le pasó la estación de metro desde donde iba al trabajo.) Por mucho que lo intenté, nunca conseguí ni por un instante dar el salto imaginario que podría haber vinculado a mis padres, tan normales como los veía, con aquel pasado. Y, francamente, sigo sin conseguirlo.
Pero es en lo que diré a continuación donde quiero hacer hincapié. Aparte de la presencia fantasmal ya mencionada, no recuerdo que el holocausto nazi se inmiscuyera en absoluto en mi infancia. La razón principal fue que a nadie de fuera de mi familia parecía importarle lo que había sucedido. En mi círculo de amigos de aquella época se leía mucho y se debatían apasionadamente los asuntos del día. Pero he de decir con toda sinceridad que no recuerdo que un solo amigo (o el padre de algún amigo) me preguntara ni una sola vez sobre lo que habían soportado mi madre y mi padre. No era un silencio respetuoso. Era simple indiferencia. Teniendo esto en cuenta, resulta difícil no ver con escepticismo el derroche de angustia que empezó a hacerse decenios después, una vez que la industria del Holocausto estuvo firmemente establecida.

A veces pienso que habría sido mejor que la comunidad judía estadounidense hubiera seguido olvidándose del holocausto nazi en lugar de «descubrirlo». Cierto es que mis padres sufrían en la intimidad; los padecimientos que habían soportado no contaban con el menor reconocimiento público. Pero ¿no era eso preferible a la burda explotación del martirio judío que se hace hoy día? Antes de que el holocausto nazi se convirtiera en el Holocausto, se publicaron pocos estudios serios sobre el tema; podrían mencionarse The Destruction of the European Jews, de Raul Hilberg, y libros de memorias como Man’s Search for Meaning, de Viktor Frankl, y Prisoners of Fear, de Ella Lingens-Reiner. Pero esta pequeña muestra de joyas es mejor que la bazofia que atesta actualmente los estantes de bibliotecas y librerías.

Mis padres revivieron día a día ese pasado hasta el momento de su muerte, y, sin embargo, hacia el final de sus vidas perdieron todo interés en el espectáculo público del Holocausto. Mi padre tenía un amigo de toda la vida que había sido prisionero con él en Auschwitz, un idealista de izquierdas aparentemente incorruptible que, por cuestión de principios, rechazó una indemnización alemana después de la guerra. Con el tiempo se convirtió en director del Yad Vashem, el museo israelí del Holocausto. Con auténtico desengaño y muy a su pesar, mi padre hubo de reconocer finalmente que incluso este hombre se había dejado corromper por la industria del Holocausto y había adaptado sus creencias al poder y al beneficio. A medida que las interpretaciones del Holocausto se volvían más y más absurdas, mi madre se aficionó a citar (con intencionada ironía) esta frase de Henry Ford: «La historia es pura palabrería». Los relatos de «los supervivientes del Holocausto» —todos habían estado presos en los campos de concentración y habían sido héroes de la resistencia— eran especial motivo de broma en mi familia. Hace ya mucho tiempo, John Stuart Mill señaló que las verdades que no se someten a una revisión continua terminan por «dejar de tener el efecto de la verdad al convertirse en falsedades a través de la exageración».

A mis padres les extrañaba que me enfureciera tanto la falsificación y la explotación del genocidio nazi. El motivo más evidente de mi ira es que esta manipulación se haya empleado para justificar la política criminal del Estado de Israel y el apoyo estadounidense a la misma. Pero también tengo un motivo personal. El recuerdo de la persecución de mi familia no me es en absoluto indiferente. La actual campaña lanzada por la industria del Holocausto para obtener dinero de Europa mediante un chantaje realizado en nombre de «las víctimas del Holocausto necesitadas» ha rebajado la categoría moral del martirio de mis padres a la de un casino de Montecarlo. Preocupaciones aparte, estoy convencido de que es importante conservar la exactitud del registro histórico y luchar por ella. En las últimas páginas de este libro indicaré que el estudio del holocausto nazi no solo puede enseñarnos mucho sobre «los alemanes» o «los gentiles», sino sobre todos nosotros. Ahora bien, creo que para que eso sea posible, para que realmente podamos aprender del holocausto nazi, es necesario reducir su dimensión física y aumentar su dimensión moral. Se han invertido demasiados recursos públicos y privados en recordar el genocidio nazi. Y, en general, estos esfuerzos han sido inútiles, pues, en lugar de ser un tributo al sufrimiento judío, lo han sido al engrandecimiento de los judíos. Ya va siendo hora de que abramos nuestros corazones al sufrimiento del resto de la humanidad. Esta fue la lección principal que me enseñó mi madre. Ni una sola vez le oí decir: «No comparen». Mi madre siempre comparaba. Hay que establecer distinciones históricas, de eso no cabe duda. Pero crear distinciones morales entre «nuestro» sufrimiento y «su» sufrimiento es una parodia moral.

«No se puede comparar a dos pueblos desgraciados —señalaba humanamente Platón— y decir que uno es más feliz que el otro». A la vista de los sufrimientos de los afroamericanos, los vietnamitas y los palestinos, el credo de mi madre siempre fue: «Todos somos víctimas del holocausto».


Abril de 2000, Nueva York








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