Introducción
Este
libro es tanto una anatomía como una denuncia de la industria del Holocausto.
En las páginas que vienen a continuación, argumentaré que «el Holocausto» es
una representación ideológica del holocausto nazi. Como la mayoría de las
ideologías, posee cierta relación con la realidad, aunque sea tenue. El
Holocausto no es un constructo arbitrario, está dotado de coherencia interna.
Sus dogmas fundamentales respaldan importantes intereses políticos y de clase.
De hecho, el Holocausto ha demostrado ser un arma ideológica indispensable. El
despliegue del Holocausto ha permitido que una de las potencias militares más
temibles del mundo, Israel, con un espantoso historial en el campo de los derechos
humanos, se haya convertido a sí misma en Estado «víctima», y que el grupo
étnico más poderoso de los Estados Unidos también haya adquirido el estatus de
víctima. Esta engañosa victimización produce considerables dividendos; en
concreto, la inmunidad a la crítica, aun cuando esté más que justificada. Debo
añadir que quienes disfrutan de dicha inmunidad no están libres de la
corrupción moral que suele irle aparejada. Desde esta perspectiva, la actuación
de Elie Wiesel como intérprete oficial del Holocausto no es casual. Es obvio
que no fue encumbrado a esta posición por su compromiso humanitario ni por su
talento literario. La razón de que Wiesel desempeñe este papel es que enuncia
con toda corrección los dogmas del Holocausto y, en consecuencia, fomenta los
intereses que lo sustentan.
El
estímulo inicial para escribir este libro me lo dio el estudio pionero de Peter
Novick, The Holocaust in American Life,
sobre el que publiqué una reseña en una revista literaria británica. En estas
páginas se amplía el diálogo crítico que entablé con Novick; de ahí las
numerosas referencias a su estudio. La obra de Novick, más que una crítica
fundada, es un conjunto de ideas provocadoras y pertenece a la venerable
tradición estadounidense de la denuncia de escándalos. Mas, a semejanza de la
mayoría de los denunciantes de escándalos, Novick se centra exclusivamente en
los abusos más notorios. The Holocaust in
American Life es, en general, una obra interesante y cáustica, pero no
constituye una crítica radical. No pone en cuestión premisas básicas. Sin ser
banal ni herético, el libro se sitúa en el extremo más crítico del espectro de
las opiniones mayoritariamente aceptadas. Como era de prever, los medios de
comunicación estadounidenses le concedieron gran atención y los elogios
abundaron tanto como las críticas.
La
categoría analítica básica de Novick es «la memoria». De los conceptos que
están de moda en la torre de marfil del mundo académico, «memoria» es sin duda
el más endeble que se ha generado en mucho tiempo. Sin olvidarse de la obligada
mención a Maurice Halbwachs, Novick se propone demostrar cómo «la problemática
actual» da forma a «la memoria del Holocausto». Hubo un tiempo en que los
intelectuales disidentes esgrimían categorías políticas potentes tales como «poder»
e «intereses», por un lado, e «ideología», por otro. Hoy día solo nos queda el
lenguaje anodino y despolitizado de «la problemática» y «la memoria». Ahora
bien, a la luz de los datos aportados por Novick, la memoria del Holocausto es
un constructo ideológico de intereses concretos. Según Novick, la memoria del
Holocausto, aun cuando se elija, es «a menudo» arbitraria. La elección,
argumenta Novick, no se realiza en función de «un cálculo de ventajas e
inconvenientes», sino más bien «sin pensar mucho […] en las consecuencias». Sin
embargo, la evidencia parece indicar lo contrario.
Mi
interés en el holocausto nazi fue en un principio personal. Mi padre y mi madre
eran supervivientes del gueto de Varsovia y de los campos de concentración
nazis. Aparte de mis padres, el resto de mis parientes por líneas tanto materna
como paterna fueron exterminados por los nazis. Se podría decir que mi primer
recuerdo del holocausto nazi es el de encontrarme a mi madre pegada a la
televisión viendo el juicio de Adolf Eichmann (1961) cuando regresé una tarde
del colegio. Aunque mis padres habían sido liberados de los campos de
concentración tan solo dieciséis años antes del juicio, un abismo insalvable
separó siempre en mi mente a los padres que yo conocía de eso. De la pared del
cuarto de estar de nuestra casa colgaban fotografías de los parientes de mi
madre. Nunca conseguí hacerme una idea clara de mi relación con ellos, y mucho
menos imaginar lo que había sucedido. Para mí, eran las hermanas, el hermano y
los padres de mi madre, y no mis tías, mi tío y mis abuelos. Recuerdo que de
niño leí The Wall, de John Hersey, y Mila 18, de Leon Uris, ambos relatos
novelados sobre el gueto de Varsovia. (Todavía recuerdo a mi madre quejándose
de que, enfrascada en The Wall, se le
pasó la estación de metro desde donde iba al trabajo.) Por mucho que lo
intenté, nunca conseguí ni por un instante dar el salto imaginario que podría
haber vinculado a mis padres, tan normales como los veía, con aquel pasado. Y,
francamente, sigo sin conseguirlo.
Pero
es en lo que diré a continuación donde quiero hacer hincapié. Aparte de la
presencia fantasmal ya mencionada, no recuerdo que el holocausto nazi se
inmiscuyera en absoluto en mi infancia. La razón principal fue que a nadie de
fuera de mi familia parecía importarle lo que había sucedido. En mi círculo de
amigos de aquella época se leía mucho y se debatían apasionadamente los asuntos
del día. Pero he de decir con toda sinceridad que no recuerdo que un solo amigo
(o el padre de algún amigo) me preguntara ni una sola vez sobre lo que habían
soportado mi madre y mi padre. No era un silencio respetuoso. Era simple
indiferencia. Teniendo esto en cuenta, resulta difícil no ver con escepticismo
el derroche de angustia que empezó a hacerse decenios después, una vez que la
industria del Holocausto estuvo firmemente establecida.
A
veces pienso que habría sido mejor que la comunidad judía estadounidense
hubiera seguido olvidándose del holocausto nazi en lugar de «descubrirlo».
Cierto es que mis padres sufrían en la intimidad; los padecimientos que habían
soportado no contaban con el menor reconocimiento público. Pero ¿no era eso
preferible a la burda explotación del martirio judío que se hace hoy día? Antes
de que el holocausto nazi se convirtiera en el Holocausto, se publicaron pocos
estudios serios sobre el tema; podrían mencionarse The Destruction of the European Jews, de Raul Hilberg, y libros de
memorias como Man’s Search for Meaning,
de Viktor Frankl, y Prisoners of Fear,
de Ella Lingens-Reiner. Pero esta pequeña muestra de joyas es mejor que la
bazofia que atesta actualmente los estantes de bibliotecas y librerías.
Mis
padres revivieron día a día ese pasado hasta el momento de su muerte, y, sin
embargo, hacia el final de sus vidas perdieron todo interés en el espectáculo
público del Holocausto. Mi padre tenía un amigo de toda la vida que había sido
prisionero con él en Auschwitz, un idealista de izquierdas aparentemente
incorruptible que, por cuestión de principios, rechazó una indemnización
alemana después de la guerra. Con el tiempo se convirtió en director del Yad
Vashem, el museo israelí del Holocausto. Con auténtico desengaño y muy a su
pesar, mi padre hubo de reconocer finalmente que incluso este hombre se había
dejado corromper por la industria del Holocausto y había adaptado sus creencias
al poder y al beneficio. A medida que las interpretaciones del Holocausto se
volvían más y más absurdas, mi madre se aficionó a citar (con intencionada
ironía) esta frase de Henry Ford: «La historia es pura palabrería». Los relatos
de «los supervivientes del Holocausto» —todos habían estado presos en los
campos de concentración y habían sido héroes de la resistencia— eran especial
motivo de broma en mi familia. Hace ya mucho tiempo, John Stuart Mill señaló
que las verdades que no se someten a una revisión continua terminan por «dejar
de tener el efecto de la verdad al convertirse en falsedades a través de la
exageración».
A
mis padres les extrañaba que me enfureciera tanto la falsificación y la
explotación del genocidio nazi. El motivo más evidente de mi ira es que esta
manipulación se haya empleado para justificar la política criminal del Estado
de Israel y el apoyo estadounidense a la misma. Pero también tengo un motivo
personal. El recuerdo de la persecución de mi familia no me es en absoluto
indiferente. La actual campaña lanzada por la industria del Holocausto para
obtener dinero de Europa mediante un chantaje realizado en nombre de «las víctimas
del Holocausto necesitadas» ha rebajado la categoría moral del martirio de mis
padres a la de un casino de Montecarlo. Preocupaciones aparte, estoy convencido
de que es importante conservar la exactitud del registro histórico y luchar por
ella. En las últimas páginas de este libro indicaré que el estudio del
holocausto nazi no solo puede enseñarnos mucho sobre «los alemanes» o «los
gentiles», sino sobre todos nosotros. Ahora bien, creo que para que eso sea
posible, para que realmente podamos aprender del holocausto nazi, es necesario
reducir su dimensión física y aumentar su dimensión moral. Se han invertido
demasiados recursos públicos y privados en recordar el genocidio nazi. Y, en
general, estos esfuerzos han sido inútiles, pues, en lugar de ser un tributo al
sufrimiento judío, lo han sido al engrandecimiento de los judíos. Ya va siendo
hora de que abramos nuestros corazones al sufrimiento del resto de la
humanidad. Esta fue la lección principal que me enseñó mi madre. Ni una sola
vez le oí decir: «No comparen». Mi madre siempre comparaba. Hay que establecer
distinciones históricas, de eso no cabe duda. Pero crear distinciones morales
entre «nuestro» sufrimiento y «su» sufrimiento es una parodia moral.
«No
se puede comparar a dos pueblos desgraciados —señalaba humanamente Platón— y
decir que uno es más feliz que el otro». A la vista de los sufrimientos de los
afroamericanos, los vietnamitas y los palestinos, el credo de mi madre siempre
fue: «Todos somos víctimas del holocausto».
Abril de 2000, Nueva
York
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