Fragmento Capítulo 2
Se
sentó en el sofá mirando a la chaise longue, que era el único asiento cómodo de
toda la vivienda. La pareja que vivía al otro lado del rellano llegó a casa.
Siempre permanecían unos instantes antes de entrar y hacían que buscar las
llaves se convirtiera en una canción y un baile. Eran jóvenes y a menudo salían
hasta altas horas de la noche. Ella se iba temprano por la mañana, gritando
adioses e instrucciones de última hora. Él escuchaba a Coldplay y Radiohead a
todo volumen, y al salir cerraba con un portazo y bajaba las escaleras
corriendo. Le decían «hola» a Gabe cuando se cruzaban con él. Ni siquiera se
conocían por el nombre.
Gabe
comió un poco de chocolate sólo por reunir las energías necesarias para
levantarse, lavarse los dientes e irse a la cama.
Le
había venido bien que Charlie quisiera estar sola. Él también quería estar
solo. Aquella chica, la lavaplatos, Lena, seguía metiéndose en su cerebro. Sea
lo que fuera que hubiera sentido al advertir su presencia macabra en las
catacumbas, aquella especie de náusea se le había pasado enseguida, si bien
ahora se había convertido en un dolor de cabeza. La policía había interrogado a
todos los demás. Ella era un cabo suelto que había que atar.
Se
preguntó de qué color tendría los ojos. Había hablado con ella en una ocasión,
creía, para decirle que había que secar y abrillantar las copas antes de
guardarlas de nuevo. Se le escapaba un mechón de cabello del gorro de plástico
verde que usaban los lavaplatos y se le había quedado prendido en la comisura
de la boca. Sí, ahora la recordaba. Su mirada. Cómo lo miraba. Asentía y tenía
la vista fija en el agua jabonosa que se había derramado en el suelo y entonces
alzó la mirada. Tenía los ojos azules, de un azul oscuro, grandes y profundos,
y entreabrió los labios y él la atrajo hacia sí y la besó. La besó con ansia y
luego con más fuerza aún, porque sabía que eso era lo que quería, estaba
seguro, y cuanto más fuerte la besaba más quería ella, lo sabía, y entonces
ella se apartó y pudo ver lo que había hecho: tenía toda la cara cubierta de
sangre.
El
chocolate que aún tenía en la boca cuando se quedó dormido se había derretido y
le chorreaba por la barbilla. Gabe volvió a la cocina a buscar toallitas de
papel y se enjuagó la boca y escupió. Advirtió el parpadeo del contestador y
apretó la tecla.
—Gabe,
soy Jenny. Sé que estás ocupado, como todos, pero hablé hoy con papá y no puedo
creer que ni siquiera le hayas devuelto la llamada. Llámalo, Gabe, ¿de acuerdo?
—Hubo una pausa y Gabe oyó su respiración—. Vale —dijo sin mucha convicción—.
Chao.
¿Cuándo
su hermana pequeña se había convertido en la clase de mujer que dice «chao»?
Su
padre le había dejado un mensaje días atrás. «Hola, Gabriel. Aquí tu padre, que
te llama un domingo por la tarde, hora aproximada las tres.» Sus mensajes eran
extraños, indefectiblemente elaborados y lúgubres, como si el Ángel de la
Muerte hubiera llamado para convenir una cita. «Me gustaría hablar contigo.
Llámame, por favor, al número de Blantwistle. Gracias.» Su voz por teléfono era
a un tiempo más nítida y más forzada que su voz al natural. Si pasabas de
cierta edad, al parecer, era imposible hablar con normalidad con un contestador
telefónico. Llama al número de Blantwistle; como si hubiera algunos otros
números en los que localizarle.
Gabe
había tenido intención de llamarle, pero había sido una semana un poco
complicada. Ahora era ya tarde para llamar a nadie.
Estaba
a punto de apagar la luz cuando el timbre estridente del teléfono lo recorrió
como una descarga.
—Gabe
—dijo Jenny—, ¿eres tú?
—Jen,
¿te ocurre algo?
—No,
estoy bien, sí, bien... Son las dos de la madrugada y voy por toda la dichosa
casa recogiendo calcetines y comprobando si hay polvo en los marcos de los
cuadros y acabo de recoger el lavavajillas, pero cuando no puedes dormir lo que
menos se te pasa por la cabeza es meterte en la cama, ¿verdad? Quiero decir, no
es que no se te pase por la cabeza porque no lo necesites, sino que no es un
sueño reparador... Ah, cuál es la palabra... «Higiene», me dice el médico,
porque estamos intentando evitar las pastillas, aunque no me importaría... A
veces pienso, bueno, ¿por qué no las pruebo un tiempo? Y luego me digo, Jenny,
no quieras ir por ese camino, no mientras haya otras alternativas, que las hay.
Y en cualquier caso quería llamarte y sé que eres un ave nocturna, así que cogí
el teléfono y... ¿No te he despertado, verdad? Llamé antes y no estabas, así
que imaginé que si lo dejaba correr un rato, aunque no mucho...
—Jenny
—la atajó Gabriel—, aún no me había acostado. Me alegro de que hayas llamado.
¿Cómo andan los chicos?
La
oyó respirar hondo y exhalar. Podría haber encendido un cigarrillo o aspirado
de su inhalador.
—Harley
tiene novia, se llama Violet y trabaja en Rileys, en el quiosco de los
Glaseados Locos, y lleva un piercing en la nariz y otro en el ombligo, y otros
en algunas partes que no quiero ni imaginar, y no lo parece, pero es lo que yo
llamaría una buena influencia. Por lo menos en nuestro Harley, porque como
sabes ha tenido ya su buena dosis de problemas... Si justo el otro día le
decía, Harley, creo que Violet te tiene bien pillado, lo digo en el buen
sentido porque cuando era más jovencito... y Violet es un nombre bastante
anticuado, ¿no te parece? Tiene diecinueve, uno más que Harley, y...
Gabe
se apartó el teléfono de la oreja. Hacía dos años —¿o serían tres?— se había
sentido ultrajado cuando Jenny entró en la cocina de Plodder Lane y vio cuánto
había envejecido, cómo la madurez la había envuelto igual que las capas de
grasa que le rodeaban los brazos, las piernas, el cuello. Jenny, que solía
llevar minifaldas vaqueras raídas y decir «a la mierda» con la mirada. Que
cuando dejaba caer una lacónica palabra en el pub todo el mundo corría a
recogerla y enmarcarla y se la pasaban luego de unos a otros. Ahora que utilizaba
una infinidad, todas te pasaban de largo.
Se
acercó el teléfono a la oreja de nuevo:
—...
encantada con ello, pero no puedo evitar preocuparme. Ya sabes que te preocupas
por todo cuando eres padre, bueno, supongo que no lo sabes todavía, pero ya conoces
a Bailey, siempre dura de mollera, y le dije, Bailey, ya sé que soy tu madre y
que no quieres escucharme...
—Jenny
—dijo Gabe—, es un poco tarde, incluso para mí. Te llamo...
—Mañana
—interrumpió Jenny—. Te llamo mañana. Siempre dices eso.
—¿Ah,
sí?
—Sí
—dijo Jenny encendiendo otro cigarrillo o aspirando de nuevo del inhalador—,
pero nunca lo haces.
—¿Ah,
no? Pues yo diría que sí. Si lo digo será porque lo hago.
—No
—dijo su hermana, con firmeza—. No lo haces.
Se
hizo un silencio.
—Bueno...
—dijo Gabriel.
—Tengo
que hablar contigo, Gabe.
Gabe
fue hasta la cocina y se quedó de pie junto al fregadero, bajo la ventana. El
establecimiento de kebabs de enfrente estaba cerrando. Un hombre arrastraba
bolsas de basura hasta la acera; otro cerró la persiana metálica. Por debajo
siguió filtrándose la luz amarillenta del interior. Una bolsa de plástico salió
volando hasta el otro lado de la calle.
—Yo
también quiero hablar contigo —dijo Gabriel y, para su sorpresa, se dio cuenta
de que lo decía de veras.
—Perdona
—dijo Jenny—, ni te he preguntado. ¿Cómo estás? Anda, cuéntame cómo estás de
verdad.
—Muy
bien.
Las
palabras manaron al abrir la boca. Trató de pensar en algo más que añadir. Sólo
se oía el ruido blanco de la línea. Lo intentó de nuevo.
—Ocupado
en el trabajo. Pensando en abrir...
Y
abrir tu propio local...
—...
sí, mi propio local... Y Charlie y yo estamos pensando... —... en iros a vivir
juntos...
—...
sí, en irnos a vivir juntos... pero cuesta...
—...
claro, cuesta encontrar el momento...
—Exacto.
¿Acababa
siempre las frases de todo el mundo? ¿Por qué lo hacía? ¿Acaso todo lo que le
había dicho era realmente tan predecible, tan insulso?
—Espero
conocerla pronto, Gabriel, ya era hora de que encontrases a una mujer
honesta... Y apuesto a que ella piensa igual, aunque no vaya a decírtelo. Pero
ahora no seguiré con eso, no te he llamado por esto a estas horas de la noche,
aunque sabía que lo más seguro es que estuvieras levantado...
¿Acababan
siempre las frases de las demás, Jenny y sus amigas de Blantwistle? Bev, Yvette
y Gail, y quienquiera que trabajase también en la centralita.
—...
y quería hablarte de papá...
A
lo mejor sí. Quizás el hecho de que las demás remataran las frases que decían
las hacía sentirse comprendidas. Cada frase acabada convertida en un pequeño
acto de lealtad, de amor. La mera idea era agotadora. Gabe quería irse a la
cama.
—...
aquellos barcos que hacía con cerillas, ¿te acuerdas? Tenía todos los dibujos y
las fotos del Titanic y lo hizo de cerillas, una preciosidad, y el modo en que
se pasaba una hora entera mirando, decidiendo cómo empezar a construir el
siguiente trozo...
Una
vez Gabe metió uno en la bañera sin permiso y lo había roto. Le aterraba
contárselo a su padre, pero él sólo le dijo, bueno, por qué no lo arreglamos
entre los dos, como si así tuvieran algo bonito que hacer juntos.
—...
así que ya sé que estás ocupado y te pido por Dios que no creas que estoy
diciendo que no lo estás, pero cuando me he enterado de que no lo habías
llamado y de que eso fue hace tres días, pensé...
La
luz del local de kebabs se había apagado. La luna estaba casi llena, pero
estaba tan pálida que apenas hacía mella en quien la miraba, suspendida
tristona por encima de las chimeneas. El fulgor de las estrellas, que no eran
muchas, también era débil; más que brillar titilaban, como si en cualquier
momento fueran a extinguirse. Cuando Gabe era niño, había más estrellas y
brillaban con mayor intensidad. Ésa era la sensación que tenía. La voz de su
hermana no cesaba y era un milagro que no se quedara sin aliento. Si fuera
capaz, acabaría la frase que estaba diciendo. Si supiera cómo, o cuándo, o si
alguna vez iba a tocar a su fin.
—...
papá quería decírtelo él mismo, te imaginarás, cuando por fin lo llamaras...
Si
Jenny hubiera salido de Blantwistle. Si no hubiera tenido que cargar con un
bebé. En cualquier caso, ¿de qué servía pensar en eso? Ahora llevaba chándales
morados o verdes con tacto de terciopelo. Se peinaba en Curl Up and Dye, bebía
en el Spotty Dog o el Turk's Head, y los jueves era noche de bingo. Qué extraña
sensación la de conocer hasta el más mínimo detalle de su vida y sentir en
cambio que no la conocía en absoluto.
—...
así que al parecer no pudieron quitárselo todo cuando le cortaron una parte del
colon, y ahora se le ha extendido al hígado.
Por
fin Jenny se detuvo.
—Vaya
—dijo Gabe—, ya veo.
—Gabe
—dijo Jenny.
Estaba
llorando.
—¿Jen?
—Había oído las palabras sin escuchar. Extendido al hígado. Pero si su padre no
había estado enfermo—. ¿Jenny?
La
oyó sonarse la nariz.
—A
mí tampoco me lo dijo, lo del cáncer de colon. Solo estuvo en el hospital un
par de días y ni siquiera me enteré hasta que Nana me lo contó y papá dijo que
tenía un «problemilla con mis tripas», así que, bueno, no le di más vueltas
porque Bailey estaba haciendo de las suyas y Harley había tenido una pelea, y
entre una cosa y la otra... —Fue apagándose.
—Nadie
me dijo que había estado en el hospital. ¿Cuándo ha sido?
Jenny
sorbió con la nariz.
—Hará
unos dieciocho meses, a lo mejor.
—¿Hace
un año y medio? Nadie me dijo nada.
—Nadie
me dijo nada. Nadie me dijo nada. ¿Es que no se te ocurre nada más?
Sinceramente, Gabriel, no creí que fuera a decir esto jamás, pero me has
sorprendido, y no sabes cómo. Creí que nunca volvería a sorprenderme de lo
egoísta que eres, pero tengo que concedértelo, esta vez lo has logrado.
Gabe
abrió el grifo. Giró la llave hasta que no dio más de sí. El agua golpeaba con
fuerza la fregadera de acero y salpicaba la ventana, la pared, la camisa de
Gabe. Lo cerró.
—Bueno
—dijo, manteniendo la voz serena y sin alzar el tono—, también saldrá de ésta.
Tiene que haber una posibilidad, seguro.
—No
con el cáncer de hígado —dijo Jenny, con una extraña formalidad—, he estado
investigándolo.
en En la cocina,
2009
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