Poor Allen. Una cirrosis, de nuevo cuño, lo mató
hace un mes. Su agonía fue lúcida y larga. No estuvo solo. Sus amigos, solaz y
consuelo, le tomaron la mano, por turnos, en ese duro trance. Peter Orlovsky,
su amante de toda la vida, lo besó en la frente cuando llegó la oscuridad final.
Yo también lo conocí al tacto. A comienzos de la
década de los sesenta, mi padre me trajo, a su vuelta de un viaje a San Francisco,
las primeras ediciones, pan caliente, de Kaddish, Howl y Reality Sandwiches, publicados por
la mítica librería City Lights. Por entonces (casi como ahora) mis conocimientos
del inglés no eran suficientes para lidiar con esa poesía repleta de jerga y
Nueva York. Y, sin embargo, amén de mi modesta lectura, mis dedos, emocionados,
recorrieron los versos, uno a uno, olor a tinta fresca, hasta apoderarse del
alma del poeta que, en ese tiempo era, o parecía, la imagen misma de la
libertad.
Ginsberg había roto con una larga estirpe de
sabiduría, y buenas maneras, de la poesía norteamericana. Irrumpió cual
pedrada en el ojo. En medio de desgarrados versículos, que por momentos
eran improperios, proclamaba su homosexualidad (en español, lo dice en
una carta a José Miguel Oviedo, prefería ser “loca” que “marica”), así como
los placeres de la mariguana y el ácido lisérgico y su beligerante resistencia
a la Pax Americana y la guerra de Vietnam.
En 1967 lo vi por primera vez. Él recitaba en el moderno
y monárquico escenario del Royal Festival Hall, en Londres, y yo andaba
arrellanado en mi butaca. Fui, recuerdo, con Mario Vargas Llosa, su mujer, mi
ex mujer, un par de amigos más y la profesora Jean Franco, que se quedó
prendada, no de Ginsberg, sino de Octavio Paz, que también participaba en
la lectura.
Entre canto y canto (tenía por costumbre salmodiar
sus poemas) intercalaba una suerte de jingles. Reclamaba el reconocimiento de lo que ahora llaman las
preferencias sexuales. Y también el derecho al libre consumo de las drogas.
Creo que pocos, de los más de mil espectadores, fueron llevados a escándalo.
En la década de los sesenta, al menos en el swinging London de Su Majestad, el convencionalismo
estaba muy mal visto y era cosa de minorías. La rebeldía, más bien el
desparpajo, era el uso común.
A la mañana siguiente, barbudo, místico y
estrafalario, dedicado a las sutras y salmodias, acompañándose de una
cítara, convocó entre los pastos de Hyde Park a los muchachos pelucones (yo
entre ellos) y a las muchachas sin sostén. Todo era flores y amor y el universo,
qué duda cabe, la gran felicidad. El poeta terminó con una meditación, de
laya budista, sentado en posición de loto, con los brazos abiertos hacia
el cielo y los dedos señalando, o arrancando tal vez, el Tercer Ojo.
Fue por esos días que tuvimos una larga charla. Yo, ni
corto ni perezoso, alábate coles, le conté que la traducción al español de
su poema “A un viejo poeta del Perú”, era de mi cosecha. Entonces Ginsberg me
preguntó, con más sorna que cariño, por el poeta Martín Adán, sujeto y destinatario
del poema en cuestión. También se interesó por Raquel Jodorowski y Sebastián
Salazar Bondy. Sin embargo, basta de hipocresías, lo que más evocaba del
Perú, que conoció en mayo de 1960, eran los jóvenes pirañitas de los recovecos
del Mercado Central, Tacora, la Parada y alguna ceremonia de ayahuasca.
En 1980, casi quince años después, me volví a topar con
Ginsberg. Fue en un encuentro internacional de poetas en Managua, días en
que el sandinismo hacía su debut en sociedad. Al comienzo me costó trabajo
reconocerlo. El monstruo de la década prodigiosa (así llaman los cándidos
a los años sesenta) se había convertido en un señor de talla discreta,
regordete, lampiño y rosado, con modales de tía viejita. Lo poco que lo ataba a
su imagen de antaño era la fiel compañía de Peter Orlovsky, también descangallado
para qué, y quizás alguna aureola que yo quería ver.
Creo que su única preocupación, aparte del calor y
los zancudos, era huir del asedio del poeta ruso Eugenio Evtushenko. El exuberante
siberiano no se había percatado, al parecer, que a esas alturas del partido,
Ginsberg ya no era Ginsberg. Lo perseguía por los pasillos del hotel, con su
metro noventa, agitando las manazas, en una permanente amenaza de beso (a
la rusa, claro está) y de un abrazo de oso. “¡Allen, Allen, brindemos por la
fraternidad americano—soviética!”. Y el pobre Allen no tenía dónde refugiarse.
Ni siquiera la presencia del estirado Orlovsky era capaz de disuadir al
ruso de su euforia.
Almorcé un par de veces con el viejo beatnik. Sus
temas esta vez versaban sobre la dieta grasosa del hotel, de donde casi no
salió, y lo mal que pagaban en las universidades americanas. Sí, pues. A
pesar de todo, terminamos, en un momento dado, tocando el antipático tema de
la poesía. Cosa inevitable, dado que Ginsberg no sabía nada de futbol, ni yo
de budismo-zen. Entonces me sorprendió con una confesión. Jamás, me dijo, he
escrito un solo poema bajo los efectos del alcohol o de la droga ni, mucho
menos, con algún tipo de resaca. Esos vuelos los evoco después, una vez que
estoy lozano y fresco.
Ha pasado mucho tiempo, mi querido Allen. Te debo todo
y nada. Permíteme que, como tus amigos, también te tome de la mano en la
hora de las grandes tinieblas. Al fin y al cabo, yo también muy pronto seré
otro viejo poeta del Perú.
en Ciudades en el tiempo, 2001
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