Ella había estado casada durante
cinco años... y aún nada. Sus allegados sentían pena y compasión por ella. No
era usual una mujer estéril en esa gran familia, donde los niños abundaban.
Todas las mujeres, tanto por parte de su familia como por la del esposo, habían
tenido niños. ¡Muchos niños! Niños y niñas de todos los tamaños, con grandes
ojos y cabellos rizados, que la llamaban tía haciéndola sentir mal. Ella no
sentía odio hacia ellos. No obstante, fueron los comentarios y reproches de su
esposo y su suegra los que la convirtieron en una mujer taciturna y hosca.
Perdió el interés en charlar con los demás cuando tenía visita en su casa.
Rózka era grande y fuerte pero, no obstante, bella. Su pelo era más bello que
el de sus parientes, su piel no eran tan oscura y sus ojos brillaban como oro.
Esto la hacía parecer diferente.
Rózka era saludable, de modo que era
devota al trabajo. Trabajaba en el campo y por la noche en la casa. Su esposo
no aceptaba la idea de que ella no le diera un hijo y comenzó a beber hasta que
su rostro curtido dejo de sonreír. Vivían en un cuarto con los padres de él y
ella regresaba del campo o de cuidar al ganado cuando caía el crepúsculo.
Una vez llegó a casa y su suegra y su
esposo no se encontraban. Su suegro yacía acostado borracho. Ella le preguntó
por los otros y él le murmuró ininteligiblemente que su esposo se había llevado
a la madre a casa de su hermana. Aparentemente ésta no se encontraba bien.
Rózka cenó y se acostó.
La despertó su aliento etílico
quedando después aplastada completamente por el peso de su cuerpo. Ella no pudo
resistir y gritó. El le tapó la boca con su enorme mano e impotentemente ella
quedó mirando su rostro enrojecido... Cuando él acabó, se levantó y le dijo que
no podía contarle a nadie lo ocurrido, que de cualquier forma no la creerían.
Él cerró la puerta y ella se quedó oyendo la campana del reloj al unísono con
los latidos de su corazón asustado.
Su esposo llegó una hora después. No
encendió la luz. Se acostó al lado de ella y luego se dio la vuelta y se durmió
rápidamente. No la abrazó ni la tocó en lo más mínimo. Ella quería decirle lo
ocurrido, pero no encontraba fuerzas para hacerlo y pasó el resto de la noche
con los ojos abiertos mirando en la oscuridad. Sus pensamientos de temor y
humillación se entremezclaban con lágrimas que rodaban por sus mejillas.
El viejo continuaba ignorándola como
antes, pero su suegra la observaba con una sonrisa cuando ella comenzó a
vomitar por las mañanas y sus curvas empezaron a crecer. La sonrisa retornó al
rostro de su esposo y se volvió más amable y generoso con ella. Finalmente
empezaron a charlar con los vecinos y Rózka y su suegra comenzaron a preparar
la canastilla del niño y a discutir qué nombre ponerle.
Un mes antes de la fecha del parto
Rózka tuvo un sueño. En él veía a su suegro y a un niño que se le parecía
mucho. En el sueño ellos eran muy malos con ella y la maltrataban. Cuando
despertó, aterrada aún, podía escuchar sus espantosas carcajadas. Comenzó a
sudar frío y entendió que no quería al niño y que éste se convertiría en su
condenación por el resto de su vida.
Dio a luz a un niño. Lo llamaron
Karči, por el suegro. Rózka reprimió la extraña repulsión que sentía hacia el
bebé y lo tomó en sus brazos. Su hijo la miró como un adulto y sonrió
maliciosamente mientras estrechaba los ojos. Ella lo arrojó inmediatamente en
la cuna y se marchó. Nadie lo notó. Todos se agruparon alrededor del niño
haciéndole gracias. Sólo ella notó que el bebé era diferente al resto de los
bebés y que la miraba con sus ojos bizcos y negros como el carbón.
Por la noche, cuando todos dormían,
un ruido la despertó. Ella se sentó en la cama y miró alrededor. Descubrió con
espanto que el pequeño estaba parado al lado de la cama con una risa sardónica
en su rostro. Ella se sorprendió al ver sus dientes. Tenía una risita siniestra
y corría de regreso a su cuna. Ella gritó despertando a todo el mundo.
Encendieron la luz y le preguntaron qué le pasaba y ella les contó aterrada lo
que había visto. Su esposo pensó que ella había tenido un sueño y su suegra se
apresuró hacia la cuna del bebé que dormía inocentemente. El niño comenzó a
lloriquear y la suegra lo tomó en sus brazos y comenzó a consolarlo. Luego fue
hacia Rózka y le regañó por no querer a su hijo y le ordenó que lo amamantara:
el chico seguramente estaba hambriento. Rózka estaba completamente confundida y
tomó al niño para ofrecerle el pecho. Él empezó a chupar inmediatamente. De
repente ella sintió un dolor fuerte: el pequeñuelo le había hundido los dientes
en el pezón y sangraba profusamente. Ella lo arrojó sobre la cama quejándose
por la mordida del niño. La suegra cogió al bebé y le pasó los dedos sobre su
encía sin dientes. Debía estar equivocada. Su suegra le regañó y todos llegaron
a la conclusión de que ella se había cortado a propósito para no darle el pecho
al niño. La vieja decidió que debía alimentar al niño con leche de vaca y le
dijo a la madre que se iba a ocupar de su nieto, pues la madre lo estaba
rechazando. La abuela se llevó el niño a la cama con ella y su esposo y así acabó
la noche.
Nadie le habló a Rózka por la mañana.
La joven mujer se sentía miserable. No sabía qué hacer ni podía contarle a
todos lo que pensaba: que el bebé era fruto de un pecado que ella mantenía
oculto y que era un pequeño demonio disfrazado de niño.
Una semana después encontraron muerta
a la vieja. Yacía en la cama con los ojos abiertos y el niño riendo cerca de
ella, moviendo las manos y los pies en el aire. Rózka sabía que él había matado
a su suegra y que continuaría matando. Nadie le hacía caso, pensaban que se
había vuelto loca y que hablaba estupideces. Concluyeron que la muerte de la
vieja había sido causada por un ataque al corazón.
La noche siguiente, Rózka decidió
mantenerse despierta y vigilar al niño. Cuando todos dormían éste se bajó de la
cuna y fue caminando despacio hasta el lado de la cama del marido. Ella
aparentaba estar dormida pero observaba a la criatura de reojo para ver qué
ocurría. El niño sacó la almohada de debajo de la cabeza del hombre y la puso
sobre su rostro presionándola. Era tanta su fuerza que el hombre no podía
quitarse la almohada de la cara y pataleaba perdiendo gradualmente su fuerza.
Rózka saltó y trató de arrancar la almohada de las manos del niño. Su fuerza
era tremenda: la empujó y continuó asfixiando a su marido. Ella agarró una
silla y con ella golpeó al niño en la cabeza. Éste empezó a chillar y a emitir
sonidos como un demonio.
De repente se encendió la luz y el
viejo y su hijo medio muerto presenciaron un horrible espectáculo. Rózka estaba
en el piso cubierta de sangre: el pequeñuelo, con ojos saltones y cara torcida,
la tiraba de un lado al otro y le pegaba con sus insignificantes puños. Ambos
hombres corrieron a ayudar a la mujer. El demonio atacó a ambos. El esposo lo
agarró por una pierna y lo aplastó contra la pared. Éste cayó al suelo, se
levantó rápidamente y se fue hacia la puerta, chillando. Se volvió por última
vez antes de escapar en la oscuridad y lanzó un chillido espeluznante.
El hombre tomó a Rózka en sus brazos
y limpió su rostro con la ropa. Sus manos temblaban y lloraba. Ella apenas
podía respirar. La puerta se abrió y cerró súbitamente y Rózka se quedó
mirándola, aterrada, como esperando que el pequeño demonio volviera a aparecer.
en Cuentos de mujeres checas, 2009
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