martes, abril 07, 2015

“El niño”, de Erika Olahová







Ella había estado casada durante cinco años... y aún nada. Sus allegados sentían pena y compasión por ella. No era usual una mujer estéril en esa gran familia, donde los niños abundaban. Todas las mujeres, tanto por parte de su familia como por la del esposo, habían tenido niños. ¡Muchos niños! Niños y niñas de todos los tamaños, con grandes ojos y cabellos rizados, que la llamaban tía haciéndola sentir mal. Ella no sentía odio hacia ellos. No obstante, fueron los comentarios y reproches de su esposo y su suegra los que la convirtieron en una mujer taciturna y hosca. Perdió el interés en charlar con los demás cuando tenía visita en su casa. Rózka era grande y fuerte pero, no obstante, bella. Su pelo era más bello que el de sus parientes, su piel no eran tan oscura y sus ojos brillaban como oro. Esto la hacía parecer diferente.

Rózka era saludable, de modo que era devota al trabajo. Trabajaba en el campo y por la noche en la casa. Su esposo no aceptaba la idea de que ella no le diera un hijo y comenzó a beber hasta que su rostro curtido dejo de sonreír. Vivían en un cuarto con los padres de él y ella regresaba del campo o de cuidar al ganado cuando caía el crepúsculo.

Una vez llegó a casa y su suegra y su esposo no se encontraban. Su suegro yacía acostado borracho. Ella le preguntó por los otros y él le murmuró ininteligiblemente que su esposo se había llevado a la madre a casa de su hermana. Aparentemente ésta no se encontraba bien. Rózka cenó y se acostó.

La despertó su aliento etílico quedando después aplastada completamente por el peso de su cuerpo. Ella no pudo resistir y gritó. El le tapó la boca con su enorme mano e impotentemente ella quedó mirando su rostro enrojecido... Cuando él acabó, se levantó y le dijo que no podía contarle a nadie lo ocurrido, que de cualquier forma no la creerían. Él cerró la puerta y ella se quedó oyendo la campana del reloj al unísono con los latidos de su corazón asustado.

Su esposo llegó una hora después. No encendió la luz. Se acostó al lado de ella y luego se dio la vuelta y se durmió rápidamente. No la abrazó ni la tocó en lo más mínimo. Ella quería decirle lo ocurrido, pero no encontraba fuerzas para hacerlo y pasó el resto de la noche con los ojos abiertos mirando en la oscuridad. Sus pensamientos de temor y humillación se entremezclaban con lágrimas que rodaban por sus mejillas.

El viejo continuaba ignorándola como antes, pero su suegra la observaba con una sonrisa cuando ella comenzó a vomitar por las mañanas y sus curvas empezaron a crecer. La sonrisa retornó al rostro de su esposo y se volvió más amable y generoso con ella. Finalmente empezaron a charlar con los vecinos y Rózka y su suegra comenzaron a preparar la canastilla del niño y a discutir qué nombre ponerle.

Un mes antes de la fecha del parto Rózka tuvo un sueño. En él veía a su suegro y a un niño que se le parecía mucho. En el sueño ellos eran muy malos con ella y la maltrataban. Cuando despertó, aterrada aún, podía escuchar sus espantosas carcajadas. Comenzó a sudar frío y entendió que no quería al niño y que éste se convertiría en su condenación por el resto de su vida.

Dio a luz a un niño. Lo llamaron Karči, por el suegro. Rózka reprimió la extraña repulsión que sentía hacia el bebé y lo tomó en sus brazos. Su hijo la miró como un adulto y sonrió maliciosamente mientras estrechaba los ojos. Ella lo arrojó inmediatamente en la cuna y se marchó. Nadie lo notó. Todos se agruparon alrededor del niño haciéndole gracias. Sólo ella notó que el bebé era diferente al resto de los bebés y que la miraba con sus ojos bizcos y negros como el carbón.
             
Por la noche, cuando todos dormían, un ruido la despertó. Ella se sentó en la cama y miró alrededor. Descubrió con espanto que el pequeño estaba parado al lado de la cama con una risa sardónica en su rostro. Ella se sorprendió al ver sus dientes. Tenía una risita siniestra y corría de regreso a su cuna. Ella gritó despertando a todo el mundo. Encendieron la luz y le preguntaron qué le pasaba y ella les contó aterrada lo que había visto. Su esposo pensó que ella había tenido un sueño y su suegra se apresuró hacia la cuna del bebé que dormía inocentemente. El niño comenzó a lloriquear y la suegra lo tomó en sus brazos y comenzó a consolarlo. Luego fue hacia Rózka y le regañó por no querer a su hijo y le ordenó que lo amamantara: el chico seguramente estaba hambriento. Rózka estaba completamente confundida y tomó al niño para ofrecerle el pecho. Él empezó a chupar inmediatamente. De repente ella sintió un dolor fuerte: el pequeñuelo le había hundido los dientes en el pezón y sangraba profusamente. Ella lo arrojó sobre la cama quejándose por la mordida del niño. La suegra cogió al bebé y le pasó los dedos sobre su encía sin dientes. Debía estar equivocada. Su suegra le regañó y todos llegaron a la conclusión de que ella se había cortado a propósito para no darle el pecho al niño. La vieja decidió que debía alimentar al niño con leche de vaca y le dijo a la madre que se iba a ocupar de su nieto, pues la madre lo estaba rechazando. La abuela se llevó el niño a la cama con ella y su esposo y así acabó la noche.

Nadie le habló a Rózka por la mañana. La joven mujer se sentía miserable. No sabía qué hacer ni podía contarle a todos lo que pensaba: que el bebé era fruto de un pecado que ella mantenía oculto y que era un pequeño demonio disfrazado de niño.

Una semana después encontraron muerta a la vieja. Yacía en la cama con los ojos abiertos y el niño riendo cerca de ella, moviendo las manos y los pies en el aire. Rózka sabía que él había matado a su suegra y que continuaría matando. Nadie le hacía caso, pensaban que se había vuelto loca y que hablaba estupideces. Concluyeron que la muerte de la vieja había sido causada por un ataque al corazón.

La noche siguiente, Rózka decidió mantenerse despierta y vigilar al niño. Cuando todos dormían éste se bajó de la cuna y fue caminando despacio hasta el lado de la cama del marido. Ella aparentaba estar dormida pero observaba a la criatura de reojo para ver qué ocurría. El niño sacó la almohada de debajo de la cabeza del hombre y la puso sobre su rostro presionándola. Era tanta su fuerza que el hombre no podía quitarse la almohada de la cara y pataleaba perdiendo gradualmente su fuerza. Rózka saltó y trató de arrancar la almohada de las manos del niño. Su fuerza era tremenda: la empujó y continuó asfixiando a su marido. Ella agarró una silla y con ella golpeó al niño en la cabeza. Éste empezó a chillar y a emitir sonidos como un demonio.

De repente se encendió la luz y el viejo y su hijo medio muerto presenciaron un horrible espectáculo. Rózka estaba en el piso cubierta de sangre: el pequeñuelo, con ojos saltones y cara torcida, la tiraba de un lado al otro y le pegaba con sus insignificantes puños. Ambos hombres corrieron a ayudar a la mujer. El demonio atacó a ambos. El esposo lo agarró por una pierna y lo aplastó contra la pared. Éste cayó al suelo, se levantó rápidamente y se fue hacia la puerta, chillando. Se volvió por última vez antes de escapar en la oscuridad y lanzó un chillido espeluznante.

El hombre tomó a Rózka en sus brazos y limpió su rostro con la ropa. Sus manos temblaban y lloraba. Ella apenas podía respirar. La puerta se abrió y cerró súbitamente y Rózka se quedó mirándola, aterrada, como esperando que el pequeño demonio volviera a aparecer.
             


en Cuentos de mujeres checas, 2009













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