Palabras pronunciadas en el funeral de David Foster
Wallace,
el 23 de octubre de 2008
Como a tantos escritores, pero incluso más que a la
mayoría, a Dave le encantaba tener las cosas bajo control. Las situaciones
sociales caóticas enseguida lo estresaban. Sólo lo vi ir dos veces a una fiesta
sin Karen. A una de ellas, ofrecida por Adam Begley, casi tuve que llevarlo a
rastras, y en cuanto cruzamos el umbral y aparté la mirada de él durante un
segundo, dio media vuelta y regresó a mi apartamento para mascar tabaco y leer
un libro. En la segunda no tuvo más remedio que quedarse, porque se celebraba
la publicación de La broma infinita.
Sobrevivió diciendo “gracias” una y otra vez, con formalidad penosamente
exagerada.
Una de las razones por las que Dave era un profesor
extraordinario se debe a la estructura formal de ese trabajo. Dentro de esos
confines, podía recurrir sin peligro a su enorme bagaje natural de bondad,
sabiduría y conocimientos. De forma análoga, la estructura de las entrevistas
también estaba exenta de peligro. Cuando Dave era el tema, podía relajarse y
ocuparse él del entrevistador. Si él mismo era el periodista, realizaba sus
mejores trabajos cuando encontraba a un técnico —un cámara que seguía a John
McCain, un técnico de sonido en un programa de radio— a quien le entusiasmara
conocer a alguien sinceramente interesado en los misterios de su trabajo. A
Dave le encantaban los detalles por sí mismos, pero los detalles constituían
también una válvula de escape para el amor acumulado en su corazón: una manera
de conectar con otro ser humano en una tierra de nadie relativamente segura. La
cual era, más o menos, la descripción de la literatura a la que él y yo
llegamos en nuestras conversaciones y correspondencia a principios de los años
noventa.
Quise a Dave desde la primerísima carta que recibí de
él, pero las primeras dos veces que intenté conocerlo en persona, allá en
Cambridge, me dejó plantado. Incluso después de empezar a vernos, nuestros
encuentros eran a menudo tensos y precipitados: mucho menos íntimos que las
cartas. Como mi amor por él fue a primera vista, siempre me esforzaba por
demostrar que yo podía ser lo bastante gracioso e inteligente, pero su
tendencia a fijar la mirada en un punto a kilómetros de distancia me hacía
sentir que estaba fracasando en mi propósito. A lo largo de mi vida, con pocas
cosas he experimentado una mayor sensación de logro que al arrancarle una risa
a Dave.
Llegamos a la conclusión de que la narrativa era esa
«tierra de nadie neutra donde establecer una profunda conexión con otro ser
humano», para eso servía. «Una escapatoria de la soledad» fue la formulación en
que coincidimos. Y en ninguna otra parte fue Dave más absoluta y magníficamente
capaz de mantener el control que en su lenguaje escrito. Poseía un virtuosismo
retórico más extenso, apasionante e imaginativo que el de cualquier escritor
vivo. Allá en la palabra número 70 o 100 o 140 de una frase, ya bien entrado un
párrafo de tres páginas de humor macabro o de autoconciencia
extraordinariamente reticulada, uno olía el ozono de la tersa precisión de su
estructura sintáctica, su desplazamiento sin esfuerzo y tonalmente perfecto
entre niveles de dicción alta, baja, media, técnica, moderna, tecnológica,
filosófica, vernácula, vodevilesca, exhortatoria, desconsolada, lírica. Esas
frases y páginas, cuando era capaz de producirlas, constituían para él un hogar
tan verdadero, seguro y feliz, como cuantos tuvo durante la mayor parte de los
veinte años de nuestra relación. Así que podría contarles anécdotas del breve
viaje por carretera salpicado de discusiones que emprendimos en cierta ocasión,
o hablar del olor mentolado que su tabaco de mascar dejaba en mi apartamento
siempre que se quedaba unos días, o de las torpes partidas de ajedrez que
jugábamos y los peloteos de tenis aún más torpes que a veces hacíamos —la
reconfortante estructura de los juegos frente a las extrañas y profundas
rivalidades fraternales que bullían bajo la superficie—, pero ciertamente lo
principal era la escritura. Durante la mayor parte del tiempo desde que lo
conocí, la interacción más intensa con él fue estar sentado a solas en mi
sillón, noche tras noche, durante diez días, leyendo el manuscrito de La broma infinita. Ese fue el libro en
el que, por primera vez, organizó el mundo y a sí mismo tal como quería. Al
nivel más microscópico: entre cuantos han pasado por esta tierra, nadie ha
puntuado la prosa de una manera tan apasionada y precisa como Dave Wallace. Al
nivel más global: produjo un millar de páginas de bromas de talla mundial que —si
bien la modalidad y calidad del humor nunca flojeaban— eran cada vez menos
graciosas, capítulo tras capítulo, hasta que, al final, uno pensaba que el
título podía haber sido igualmente La
tristeza infinita. Eso Dave lo captó como nadie.
Y ahora resulta que este hombre del Medio Oeste
atractivo, brillante, gracioso, con una mujer asombrosa y una red de apoyo
local magnífica y una magnífica carrera y un magnífico empleo en una magnífica
universidad con unos alumnos magníficos, se ha quitado la vida, y los demás nos
quedamos aquí preguntándonos (por citar una frase de La broma infinita): «A ver, hombre, ¿qué te traes entre manos?».
Una buena respuesta, sencilla y moderna, sería: «Una
personalidad encantadora, con talento, fue víctima de un severo desequilibrio
químico en el cerebro. Por un lado, estaba la persona de Dave, y por el otro,
la enfermedad, y ésta mató al hombre igual que podía haberlo matado el cáncer».
Esta respuesta es más o menos cierta, pero a la vez insuficiente. Si quedan satisfechos
con ella, no necesitan leer los relatos que Dave escribió, en especial tantos y
tantos relatos en los que la dualidad, la separación entre persona y enfermedad
aparece como problema o directamente es blanco de mofa. Una paradoja obvia es,
naturalmente, que el propio Dave, al final, se dio por satisfecho con esta
respuesta sencilla y dejó de establecer conexión con esos relatos más
interesantes que había escrito en el pasado y podría haber escrito en el
futuro. Su tendencia suicida salió ganando y todo lo demás en el mundo de los
vivos pasó a ser intrascendente.
Sin embargo, eso no significa que no nos queden más
relatos significativos por contar. Podría ofrecerles diez versiones distintas
de cómo llegó a la noche del 12 de septiembre, algunas muy sombrías, algunas
muy indignantes para mí, y en la mayoría teniendo en cuenta las numerosas
adaptaciones de Dave, como adulto, en respuesta a su intento de suicidio al
final de la adolescencia. Pero en concreto hay un relato no tan sombrío que me
consta que es verdad y que quiero contar ahora, porque ha sido una gran
felicidad, un privilegio y un desafío infinitamente interesante gozar de su
amistad.
Las personas a quienes les gusta tener las cosas bajo
control pueden pasarlo mal en la intimidad. La intimidad es anárquica e
incompatible por definición con el control. Uno busca tener las cosas bajo
control porque siente miedo, pero hace unos cinco años, Dave, muy
perceptiblemente, dejó de sentirlo. En parte se debió a que había conseguido un
empleo bueno y estable en el Pomona College. Pero sobre todo a que por fin
encontró a una mujer adecuada para él, una mujer que por primera vez le abrió
la posibilidad de llevar una vida más plena y menos rígidamente estructurada.
Cuando hablábamos por teléfono, empezó a decirme que me quería, y yo de pronto
ya no tenía que esforzarme tanto para hacerlo reír o demostrarle que era
inteligente. Karen y yo conseguimos llevarlo a Italia durante una semana, y en
lugar de pasarse los días en la habitación del hotel viendo la televisión, como
podría haber hecho años atrás, almorzó en la terraza y comió pulpo, y se dejó
llevar a las cenas y de hecho disfrutó de la compañía de otros escritores en
reuniones informales. Sorprendió a todos, y quizá en especial a sí mismo. Fue
algo verdaderamente divertido que quizá volviera a hacer.
Más o menos un año después, decidió dejar la
medicación que había dado estabilidad a su vida durante más de veinte años.
También aquí hay distintas versiones de por qué lo decidió exactamente. Pero
una cosa que me dejó muy clara, cuando lo hablamos, fue que deseaba tener la
oportunidad de llevar una vida más corriente, con menos control obsesivo y más
placer normal. Fue una decisión surgida de su amor por Karen, de su afán por
producir textos nuevos y más maduros, y de haber vislumbrado un futuro
distinto. Fue por su parte un intento extraordinariamente aterrador y valiente,
porque Dave rebosaba amor, pero también miedo: accedía con demasiada facilidad
a esas profundidades de la tristeza infinita.
Así pues, fue un año de altibajos, en junio tuvo una
crisis y pasó un verano muy difícil. Cuando lo vi en julio, volvía a estar en
los huesos, como en la última etapa de la adolescencia, durante su primera gran
crisis. Una de las últimas veces que hablé por teléfono con él, en agosto, me
pidió que le contara en forma de historia cómo llegaría a irle mejor la vida.
Le repetí muchas de las cosas que él me había dicho en nuestras conversaciones
del año anterior. Le dije que se encontraba en un momento terrible y peligroso
porque intentaba realizar auténticos cambios como persona y escritor. Le dije
que, la última vez que había vivido experiencias cercanas a la muerte, había
salido de ellas y escrito, muy deprisa, un libro que estaba a años luz de lo
que había estado haciendo antes de su desmoronamiento. Le dije que era un
recalcitrante obseso del control y un sabelotodo —«¡Y tú también!», replicó— y
que las personas como nosotros tememos tanto abandonar el control que a veces
la única manera que tenemos de obligarnos a abrirnos y cambiar es dejarnos
llevar a un acceso de pesadumbre y al borde de la autodestrucción. Le dije que
él había emprendido aquel cambio en la medicación porque quería madurar y
llevar una vida mejor. Y le dije que, en mi opinión, su mejor literatura estaba
por venir. Y él dijo: «Esta historia me gusta. ¿Podrías llamarme cada cuatro o
cinco días y contarme otra parecida?».
Por desgracia, sólo tuve una oportunidad más de
contársela, y para entonces él ya no la oía. Se hallaba sumido en un horrible
estado de angustia y dolor, minuto a minuto. Después, las siguientes veces que
intenté llamarlo no cogía el teléfono ni devolvía los mensajes. Se había
hundido en el pozo de la tristeza infinita, fuera del alcance de las historias,
y ya no consiguió salir. Pero poseía una inocencia hermosa y anhelante, y
estaba intentándolo.
en Más afuera
*, 2012
* El título del libro hace referencia a la isla Alejandro
Selkirk —denominada Más afuera hasta
1966—, el islote más apartado de los tres que componen el archipiélago Juan
Fernández, situado a unos 800 kilómetros de la costa continental de Chile.
Hasta ese remoto lugar, poblado sólo por aves, osos marinos y una veintena de
familias de pescadores temporeros, se desplazó Jonathan Franzen para reponerse
de una agotadora gira promocional, con la intención de releer Robinson Crusoe y depositar las cenizas
de su amigo y colega David Foster Wallace, muerto dos años antes.
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