Hasta en la manía de poner sobrenombres a las personas,
Ángel Arturo se parece a Labuelo; fue él quien bautizó a este último y al gato,
con el mismo nombre. Es una satisfacción pensar que Labuelo sufrió en carne
propia lo que sufrieron otros por culpa de él. A mí me puso Tacho, a mi hermano
Pingo y a mi cuñada Chica, para humillarla, pero Ángel Arturo lo marcó a él
para siempre con el nombre de Labuelo. Este de algún modo proyectó sobre el
vástago inocente, rasgos, muecas, personalidad: fue la última y la más perfecta
de sus venganzas.
En la casa de la calle Tacuarí vivíamos mi hermano y
yo, hasta que fuimos mayores, en
una sola habitación. La casa era enorme, pero no
convenía que ocupáramos, según opinaba Labuelo, distintos dormitorios. Teníamos
que estar incómodos, para ser hombres. Mi cama, detalle inexplicable, estaba
arrimada al ropero. Asimismo nuestra habitación, se transformaba, los días de
semana, en taller de costura de una gitana que reformaba, para nosotros,
camisas deformes, y los domingos en depósito de empanadas y pastelitos (que la cocinera,
por orden de Labuelo, no nos permitía probar) para regalos destinados a dos o tres
señoras del vecindario.
Para mal de mis pecados, yo era zurdo. Cuando en la
mano izquierda tomaba el lápiz para escribir, o empuñaba el cuchillo, a la hora
de las comidas, para cortar carne, Labuelo me daba una bofetada y me mandaba a
la cama sin comer. Llegué a perder dos dientes a fuerza de golpes y, por esa
penitencia, a debilitarme tanto, que en verano, con abrigos de invierno,
temblaba de frío. Para curarme, Labuelo me dejó pasar toda una noche bajo la lluvia,
en camisón, descalzo sobre las baldosas. Si no he muerto, es porque Dios es
grande o porque somos más fuertes de lo que creemos.
Sólo después del casamiento de Arturo (mi hermano),
ocupamos, él y yo, diferentes habitaciones. Por una ironía de la suerte lograba
con mi desdicha lo que tanto había esperado: un cuarto propio. Arturo ocupó una
habitación, en los fondos más inhospitalarios de la casa, con su mujer (se me
hiela la sangre cuando lo digo, como si no me hubiera habituado) y yo, otra,
que daba, con sus balcones de estuco y de mármol, a la calle. Por razones
misteriosas, no se podía entrar en un cuarto de baño que estaba junto a mi dormitorio;
en consecuencia, yo tenía que atravesar, para ir al baño, dos patios. Por culpa
de esas manías, para no helarme de frío en invierno o para no pasar junto a la
habitación de mi hermano casado, orinando o jabonándome las orejas, las manos o
los pies debajo del grifo, quemé dos plantas de jazmines que nadie regaba,
salvo yo.
Pero volveré a recordar mi infancia, que si no fue
alegre, fue menos sombría que mi pubertad. Durante mucho tiempo creyeron que
Labuelo era portero de la casa. A los siete años yo mismo lo creía. En una
entrada lujosa, con puerta cancel, donde brillaban vidrios azules como zafiros
y rojos como rubíes, un hombre, sentado en una silla de Viena, leyendo siempre
algún diario, en mangas de camisa y pantalón de fantasía raído, no podía ser
sino el portero. Labuelo vivía sentado en aquel zaguán, para impedirnos salir o
para fiscalizar el motivo de nuestras salidas. Lo peor de todo es que dormía
con los ojos abiertos: aun roncando, sumido en el más profundo de los sueños,
veía lo que hacíamos o lo que hacían las moscas, a su alrededor. Burlarlo era
difícil, por no decir imposible. A veces nos escapábamos por el balcón. Un día
mi hermano recogió un perro perdido, y para no afrontar responsabilidades, me
lo regaló. Lo escondimos detrás del ropero. Sus ladridos pronto me delataron.
Labuelo, de un balazo, le reventó la cabeza, para probar su puntería y mi
debilidad. No contento con este acto me obligó a pasar la lengua por el sitio
donde el perro había dormido.
-Los perros en la perrera, en las jaulas o en el otro
mundo -solía decir.
Sin embargo, en el campo, cuando salía a caballo, una
jauría que manejaba a puntapiés o a rebencazos, iba a la zaga. Otro día, al
saltar del balcón a la acera durante la siesta, me recalqué un tobillo. Labuelo
me divisó desde su puesto. No dijo nada, pero a la hora de la cena, me hizo
subir por la escalera de mano que comunicaba con la azotea, para acarrear ladrillos
amontonados, hasta que me desmayé. ¿Para qué amontonaba ladrillos?
La riqueza de nuestra familia no se advertía sino en
detalles incongruentes: en bóvedas, con columnas de mármol y estatuas, en
bodegas bien surtidas, en legados que iban pasando de generación en generación,
en álbumes de cuero repujado, con retratos célebres de familia; en un sinfín de
sirvientes, todos jubilados, que traían, de cuando en cuando, huevos frescos,
naranjas, pollos o junquillos, de regalo, y en el campo de Azul, cuyos potreros
adornaban, en fotografías, las paredes del último patio, donde había siempre
jaulas con gallinas, canarios, que nosotros teníamos que cuidar y mesas de
hierro con plantas de hojas amarillas, que siempre estaban a punto de morir,
como diciendo, mírame y no me toques.
Cuando quise estudiar francés, Labuelo me quemó los
libros, porque para él todo libro francés era indecente.
A mi hermano y a mí no nos gustaban los trabajos de
campo. A los quince años tuvimos que abandonar la ciudad para enterrarnos en
aquella estancia de Azul. Labuelo nos hizo trabajar a la par de los peones,
cosa que hubiera resultado divertida si no fuera que se ensañaba en castigarnos
porque éramos ignorantes o torpes para cumplir los trabajos.
Nunca tuvimos un traje nuevo: si lo teníamos era de las
liquidaciones de las peores tiendas: nos quedaba ajustado o demasiado grande y
era de ese color café con leche que nos deprimía tanto; había que usar los
zapatos viejos de Labuelo, que eran ya para la basura, con la punta rellena de papel.
Tomar café no nos permitían. ¿Fumar? Podíamos hacerlo en el cuarto de baño,
encerrados con llave, hasta que Labuelo nos sacó la llave. ¿Mujeres? Conseguíamos
siempre las peores y, en el mejor de los casos, podíamos estar con ellas cinco
minutos. Bailes, teatros, diversiones, amigos, todo estaba vedado. Nadie podrá
creerlo: jamás fui a un corso de carnaval ni tuve una careta en las manos.
Vivíamos, en Buenos Aires, como en un claustro, baldeando patios, fregando
pisos dos veces por día; en la estancia, como en un desierto, sin agua para
bañarnos y sin luz para estudiar, comiendo carne de oveja, galleta y nada más.
-Si tiene tantos dientes sin caries es de no comer
dulces -opinaba la gitana que no tenía ninguno.
Labuelo no quería que nos casáramos y de haberlo
permitido nuestra vestimenta hubiera sido un serio impedimento para ello.
Enfermó de ira por no poder adivinar nuestros secretos de muchachos. ¿Quién no
tiene novia en aquella edad? Labuelo se escondió debajo de mi cama para oírnos
hablar a mi hermano y a mí, una noche. Hablábamos de Leticia. ¿La sordera o la
maldad le hizo pensar que ella era la amante de mi hermano? Nunca lo sabré. Al
moverse, para no ser visto, se le enganchó parte de la barba a una bisagra del
armario donde tenía apoyada la cabeza, y dio un gruñido que en aquel momento de
intimidad nos dejó aterrados. Al ver que estaba a cuatro patas, como un animal cualquiera,
no le perdí el miedo, pero sí el respeto, para siempre.
Amenazado por el juez y por los padres de Leticia que
había quedado embarazada, en una de nuestras más inolvidables excursiones a
Palermo, en bañadera, mi hermano tuvo que casarse. Nadie quiso escuchar
razones. Por un extraño azar, Leticia no confesó que yo era el padre del hijo
que iba a nacer. Quedé soltero. Sufrí ese atropello como una de las tantas
fatalidades de mi vida. ¿Llegó a parecerme natural que Leticia durmiera con mi hermano?
De ningún modo natural, pero sí obligatorio e inevitable.
En los primeros tiempos de mi desventura, le dejaba
cartas encendidas debajo del felpudo de la puerta o esperaba que saliera de su
cuarto para dirigirle dos o tres palabras, pero el terror de ser descubierto y
Ángel Arturo que nos espiaba, paralizaron mis ímpetus.
Cuando Ángel Arturo nació, oh vanas ilusiones, creíamos
que todo iba a cambiar. Como carecía de barbas y anteojos, no advertíamos que
era el retrato de Labuelo. En la cuna celeste, el llanto de la criatura ablandó
un poquito nuestros corazones. Fue una ilusión convencional. Mimábamos, sin
embargo, al niño, lo acariciábamos. Cuando cumplió tres años, era ya un
hombrecito. Lo fotografiaron en los brazos de Labuelo.
En la casa todo era para Ángel Arturo. Labuelo no le
negaba nada, ni el teléfono que no nos permitía utilizar más de cinco minutos,
a las ocho de la mañana, ni el cuarto de baño clausurado, ni la luz eléctrica
de los veladores, que no nos permitía encender después de las doce de la noche.
Si pedía mi reloj o mi lapicera fuente para jugar, Labuelo me obligaba a
dárselos. Perdí, de ese modo, reloj y lapicera. ¡Quién me regalará otros!
El revólver, descargado, con mango de marfil, que
Labuelo guardaba en el cajón del escritorio, también sirvió de juguete para
Ángel Arturo. La fascinación que el revólver ejerció sobre él, le hizo olvidar
todos los otros objetos. Fue una dicha en aquellos días oscuros.
Cuando descubrimos por primera vez a Ángel Arturo
jugando con el revólver, los tres, mi hermano, Leticia y yo, nos miramos
pensando seguramente en lo mismo. Sonreímos. Ninguna sonrisa fue tan compartida
ni elocuente.
Al día siguiente uno de nosotros compró en la
juguetería un revólver de juguete (no gastábamos en juguetes, pero en ese
revólver gastamos una fortuna): así fuimos familiarizando a Ángel Arturo con el
arma, haciéndolo apuntar contra nosotros.
Cuando Ángel Arturo atacó a Labuelo con el revólver
verdadero, de un modo magistral (tan inusitado para su edad) este último rió
como si le hicieran cosquillas. Desgraciadamente, por grande que fuera la
habilidad del niño en apuntar y oprimir el gatillo, el revólver estaba
descargado.
Corríamos el riesgo de morir todos, pero ¿qué era ese
nimio peligro comparado con nuestra actual miseria? Pasamos un momento feliz,
de unión entre nosotros. Teníamos que cargar el revólver: Leticia prometió
hacerlo antes de la hora en que nieto y abuelo jugaban a los bandidos o a la
cacería. Leticia cumplió su palabra.
En el cuarto frío (era el mes de julio), tiritando, sin
mirarnos, esperamos la detonación, mientras fregábamos el piso, porque se había
inundado, junto con Buenos Aires, el aljibe del patio. Tardó aquello más que
toda nuestra vida. ¡Pero aun lo que más tarda llega! Oímos la detonación. Fue
un momento feliz para mí, al menos.
Ahora, Ángel Arturo tomó posesión de esta casa y
nuestra venganza tal vez no sea sino venganza de Labuelo. Nunca pude vivir con
Leticia como marido y mujer. Ángel Arturo
con su enorme cabeza pegada a la puerta cancel, asistió, victorioso, a nuestras
desventuras y al fin de nuestro amor. Por eso y desde entonces lo llamamos
Labuelo.
en La furia, 1959
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