Hoy he pasado, en esta pieza, horas felices. No
importa que haya dejado la mesa llena de pinchazos. Lo único que siento es
tener que cambiar el diario que la cubre; hace tiempo que está puesto y le he
tomado simpatía; es de un color verdoso, las letras grandes de los títulos son
de color naranja y tiene la fotografía de unos quintillizos. Cuando la tarde
estaba terminando y se apagaba un poco el gran calor, yo venía hacia mi pieza
cansado de caminar. Había ido a pagar una cuota de un sobretodo comprado en
invierno. Estaba un poco decepcionado de la vida pero tenía cuidado de que no
me pisaran los vehículos; pensaba en mi pieza y recordé las cabecitas peladas
de los quintillizos como si fueran las yemas de cinco dedos. Cuando ya estaba
en mi cuarto con los brazos desnudos sobre el diario verde y un pequeño círculo
de luz daba sobre los libros de colores, abrí una caja de lápices y saqué mi
alfiler de corbata. Lo di vuelta entre mis manos hasta que se me cansaron los
dedos y distraídamente pinchaba el diario en los ojos de los quintillizos.
Primero ese alfiler había sido una pequeña piedra
verde que el mar había desgastado dándole forma de corazón; después la habían
puesto en un prendedor y el corazón había quedado emplomado entre el
cuadrilátero del tamaño de un diente de caballo. Al principio, mientras yo le
daba vuelta entre mis dedos, pensaba en cosas que no tenían que ver con él;
pero de pronto él me empezó a traer a mi madre, después a un tranvía a
caballos, una tapa de botellón, un tranvía eléctrico, mi abuela, una señora
francesa que se ponía un gorro de papel y siempre estaba llena de plumitas
sueltas; su hija, que se llamaba Ivonne y le daba un hipo tan fuerte como un
grito, un muerto que había sido vendedor de gallinas, un barrio sospechoso de
una ciudad de la Argentina y donde en un invierno yo dormía en el suelo y me
tapaba con diarios, otro barrio aristocrático de otra ciudad donde yo dormía
como un príncipe y me tapaba con muchas frazadas, y, por último, un ñandú y un
mozo de café.
Todos estos recuerdos vivían en algún lugar de mi
persona como en un pueblito perdido: él se bastaba a sí mismo y no tenía
comunicación con el resto del mundo. Desde hacía muchos años allí no había
nacido ninguno ni se había muerto nadie. Los fundadores habían sido recuerdos
de la niñez. Después, a los muchos años, vinieron unos forasteros: eran
recuerdos de la Ar gentina. Esta tarde tuve la sensación de haber ido a
descansar a ese pueblito como si la miseria me hubiera dado unas vacaciones.
En muchos años de mi niñez nosotros vivíamos en la
falda del Cerro. La gente que subía la calle de mi casa llevaba el cuerpo
echado hacia adelante y parecía que fuera buscando algo entre las piedras; y al
bajar llevaban el cuerpo echado hacia atrás, parecían orgullosos y tropezaban
con las piedras. De tarde mi tía me llevaba a unos morros que estaban cerca de
la fortaleza. Desde allí se veían los barcos del dique, con muchos palos
grandes y chicos con espinas de pescados. Cuando en la fortaleza tiraban el
cañonazo de la entrada del sol, mi tía y yo empezábamos a bajar.
Una tarde mi madre me dijo que me llevaría a casa de
una abuela que vivía en la dársena y que vería un tren eléctrico; sin embargo
esa mañana yo me había portado mal; me habían mandado a buscar almidón en caja;
pero yo lo traje suelto y me retaron; al ratito me mandaron a buscar yerba y
como yo la quería en caja, los almaceneros, que eran amigos de casa, me la
pusieron en una caja de botines; pero yo había cometido otra falta: me volví a
casa con «la plata» y me retaron porque no había pagado; al rato me mandaron a
buscar fideos con un peso; yo traje los fideos pero no quise traer el cambio
porque eso era traer la plata y me retarían; en casa se alarmaron porque no
había traído el cambio y me mandaron a buscarlo; entonces los almaceneros
escribieron en un papelito algo que tranquilizó a mamá. Decía: «El cambio está
entre los fideos».
Esa tarde todas las mujeres de casa quisieron ponerme
un gran cuello almidonado que iba prendido a la camisa con botones de metal; la
única que pudo fue otra abuela —ésta no vivía en la dársena ni llevaba en el
pecho el corazón verde—; ésta tenía los dedos rechonchos y calientes y al
metérmelos en el pescuezo para prenderme el cuello me había pellizcado la piel;
yo me ahogué dos o tres veces y me habían venido arcadas.
Cuando salimos a la calle el sol hacía brillar mis
zapatos de charol y a mí me daba pena tropezar con todas las piedras del
camino; mi madre me llevaba de la mano y casi corriendo. Pero yo estaba
contento y, cuando ella no contestaba a mis preguntas, me contestaba yo. De
pronto ella me dijo:
—Cállate la boca; pareces el loco de siete cuernos.
Y enseguida pasamos por lo del loco. Era una casa sin
revocar y muy vieja. En la reja de una ventana había latas atadas con alambres
y detrás gritaba continuamente el loco llamando a la gente que pasaba. Él era
grande, gordo y tenía una camisa a cuadros. A veces venía la mujer, que era
chiquita y flaca, para hacerlo callar; pero enseguida él seguía gritando y de
pronto los gritos eran roncos.
Después cruzamos frente a la carnicería: yo pasaba
allí mañanas enteras esperando que me despacharan; la gente estaba callada;
pero un mirlo cantaba fuerte, siempre el mismo canto, y yo me aburría mucho.
Al pie del Cerro estaba la calle donde pasaba el tren
de caballos; primero se oía la corneta y después el ruido de los caballos, las
cadenas y el látigo largo para alcanzar al cadenero. Yo me hinchaba en uno de
los dos asientos largos para estar frente a la ventanilla. Y mucho rato después
me tenía que tapar las narices porque pasábamos por los frigoríficos que había
cerca de un arroyo. A veces, cuando el tren y los caballos hacían ruido sobre
el puente, yo me olvidaba de taparme la nariz y enseguida sentía el olor. Esa
tarde nos bajamos en el Paso Molino y mi madre entró en una confitería a
conversar con la dueña. Pasado un largo rato, la confitera dijo:
—Su niño mira los caramelos.
Y señalando los boyones me preguntaba:
—¿Quieres de éstos?… ¿De estos otros?
Yo le dije a mi madre que quería la tapa del boyón. Se
rieron y la confitera me trajo la tapa de otro que se había roto hacía poco. Mi
madre no quería que yo fuera con aquello por la calle; pero la confitera lo
envolvió, lo ató y le puso un palito para agarrarlo.
Cuando salimos era de nochecita y yo vi en medio de la
calle un zaguán iluminado; mientras mi madre me llevaba hacia él yo miraba los
vidrios de colores. Ella me decía que era un tren eléctrico. Pero como yo lo
veía de la parte de atrás seguía pensando que era un zaguán. En ese instante
tocaron un timbre, el «zaguán» soltó un suspiro fuerte y empezó a resbalar
despacio hacia adelante. Al principio apenas se movía y las personas que
alcancé a ver dentro de él iban quietas como muñecos dentro de una vidriera.
Nosotros no llegamos a tiempo y al ratito el zaguán iba lejos y dio vuelta por
entre unos árboles.
La casa de mi abuela quedaba en una calle cerca del
puerto. Se entraba por un patio largo y teníamos que subir escaleras. Después
pasamos por un comedor donde había una mesa con una fuente de pasteles. Mi
madre me había encargado que no pidiera; entonces yo le dije a mi abuela:
—Si me dan, pido; si no, no.
A mi abuela le hizo mucha gracia y en una de las veces
que me fue a besar le vi el corazón verde, se lo pedí y ella no me lo dio.
Antes de cenar me dejaron jugar con una chiquilina que se llamaba Ivonne. La
madre tenía en la cabeza un gorro de papel de diario y toda la cara y la
pañoleta llenas de plumitas blancas muy chiquitas.
Esa noche antes de dormir vi en la pared una
escalerita de luces que eran reflejo de las persianas. Después no me desperté a
pesar de que todos se levantaron por el ruido que hizo la tapa del boyón cuando
se resbaló de abajo de la almohada y se cayó al suelo. Al otro día, cuando
tomaba el café con leche, sentía a cada momento un grito raro y me dijeron que
era el hipo de Ivonne; parecía que ella lo hiciera por gusto. Esa mañana ella me
convidó para ir a ver un muerto en las piezas del fondo. La madre no quería
dejarla ir porque tenía hipo. Yo miraba el gorro de papel de la madre y esa
mañana el color de las plumitas era violeta. Enseguida pensé en el muerto.
Ivonne le decía a la madre:
—Mamá, es un muerto de confianza; es aquel viejito que
vendía gallinas.
Ivonne me dio la mano y me llevó; yo tenía miedo y no
soltaba la mano. El viejito estaba solo y tapado con un tul. Ivonne no sólo
soltaba los gritos del hipo sino que quería apagar todas las velas que había
alrededor del cajón. De pronto entró la madre, la agarró de un brazo y la sacó
corriendo; y como yo estaba fuertemente agarrado a la mano de Ivonne, a mí
también me llevaron.
Aquella misma mañana mi abuela me regaló el corazón
verde; y hace pocos años, nuevos hechos vinieron a juntarse a esos recuerdos.
Yo estaba en una ciudad de la Ar gentina donde el
encargado de arreglar mis conciertos había cometido errores desde el principio
y al final no se había podido hacer nada. Mientras tanto tuve tiempo de ir
descendiendo por todas las categorías de los hoteles del centro y al fin había
caído en un barrio sospechoso de los suburbios, donde un amigo alquiló una
pieza. A él los padres le habían mandado una cama y él me cedió un colchón. Hacía
mucho frío y yo había gastado la mayor parte de mi dinero en comprar diarios
viejos: los ponía abiertos encima de una cobija fina y arriba de ellos un
sobretodo que me había prestado el encargado de mis conciertos. Una noche
desperté a mi amigo con un grito feroz; yo también me desperté y me encontré
poniendo una almohada en la pared: estaba soñando que allí había un agujero
donde aparecía sonriendo un loco que tenía en la cabeza un gorro de papel de
diario. Y después de pensar mucho en eso —no quería volver a dormirme porque
tenía miedo de repetir la pesadilla— recordé el gorro de la mamá de Ivonne.
A los pocos días paseaba con tristeza entre las luces
del centro de la ciudad, y de pronto decidí empeñar el corazón verde para ir al
cine. Esa noche, después de la función me animé a pedirle dinero a otro amigo
que tenía en Buenos Aires; ya le debía mucho, pero ahora me arriesgaría porque
tenía casi arreglado un concierto en una ciudad vecina. Esa misma noche volví a
pensar en el gorro de la mamá de Ivonne y decidí mandarle preguntar a la mía
qué hacía aquella señora con las plumitas y el gorro de papel de diario. Es
posible que mi madre lo hubiera sabido. También le dije que yo recordaba haber
visto que la señora tironeaba algo que tenía en las faldas y yo había pensado
que desplumaba a un animalito.
Cuando vino el dinero, rescaté el corazón verde y me
fui a la ciudad vecina. Allí todo fue bien desde el principio y pude hospedarme
en un hotel cómodo. Me habían dado una pieza con tres camas, una de matrimonio
y dos de una plaza. Yo quería una pieza para mí solo y yo podía elegir la cama
que quisiera. A la noche, después de una cena más bien exagerada, elegí la cama
de matrimonio y puse en ella las frazadas de todas las camas. Los muebles eran
de una vejez muy oscura y los espejos eran borrosos y veían mal la luz.
La tarde que di el primer concierto, tuve tiempo
—antes que se cerraran los negocios— de comprar libros, lápices de colores para
subrayarlos y un índice muy lindo al que después le buscaría aplicación. Apenas
cené y me metí con los libros en la cama de matrimonio, pensé en el cine y no
pude resistir a la tentación: me vestí de nuevo y fui a ver una película vieja
en que unos enamorados se daban besos largos. Era muy feliz y no quería
acostarme; fui a un café donde había un ñandú muy manso que vagaba a pasos
lentos entre las mesas. Yo estaba distraído mirándolo y dando vuelta entre los
dedos al alfiler de corbata cuando el ñandú vino apresuradamente hacia mí, me
sacó de un picotón el corazón verde y se lo tragó. Mis ojos miraban con
desesperación el alfiler bajando, como un bulto dentro de una media, por el
cuello del ñandú; hubiera querido hacerlo correr hacia arriba; pero llegó el
mozo del café y me dijo:
—No se preocupe.
—¡Pero, señor! ¡Si es un viejo recuerdo de familia!
—Escuche, caballero —me decía el mozo levantando una
mano como el vigilante que detiene un vehículo—: El ñandú se ha tragado muchas
cosas y siempre las ha devuelto. Quédese tranquilo, que mañana o pasado yo le
entregaré su alfiler como si nada hubiera ocurrido.
Al otro día vi en los diarios las crónicas de mis
conciertos. Pero uno de ellos traía en primera plana un título que decía: «La
estadía del pianista depende del ñandú». Y el artículo estaba lleno de bromas.
Ese mismo día recibí carta de mi madre en que me decía
que la mamá de Ivonne hacía cisnes de polvera, que los hacía de todos los
colores y que los tironeos serían para sacar las plumitas del paquete, porque a
veces venían muy apretadas.
Al otro día el mozo del café me trajo el alfiler y me
dijo:
—Ya le había dicho yo, señor; el ñandú es muy serio y
devuelve todo.
Para otra vez que vaya a descansar a ese pueblito de
recuerdos, tal vez me encuentre con que la población ha aumentado; casi seguro
que allí estará aquel diario verde y los quintillizos a quienes les pinché los
ojos con el alfiler.
en Novelas y
cuentos, 1960
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