Aquel trozo de mar violáceo delante de la ventana
refrescaba todo el cuarto.
Ocurrió que me desperté de madrugada, un poco inquieta,
y sentada contra la almohada contemplé un momento la ventana abierta, luego
recuerdo que me dio la risa y encendí un cigarrillo. Que estaba nublado me lo
decía el sitio vacío de Andrea. Igual que mi padre, también en esto: si en el
aire hay un poco de humedad Andrea se despierta antes de que sea de día y no
puede quedarse en la cama. Dice que son los nervios, pero yo creo más bien que
es esa necesidad de aislamiento que todos los hombres llevan en la sangre. Una vez
me dijo que lo hacía por mí: le había confiado que me produce escalofríos la
idea de que alguien me mire mientras duermo.
Probablemente fumaba un cigarrillo en el jardincito
—uno de esos jardincitos de la Riviera compuestos por un árbol entre cuatro
muros— y me lo figuraba paseando sin gafas, con ese rostro desnudo e infantil
que yo me sé, fumando como un descosido y rezongando para sí.
Pero no; por aquellos días Andrea estaba recién
enamorado, y que me hubiera casado con él le daba aún cierta arrogancia. No es
que ahora sea más tibio —pobre Andrea—, pero ha comprendido que a mí me
interesa quererlo mucho, como una hija al padre.
Se ha vuelto casi más tímido —extraña cosa en un hombre
resuelto y serio como él— y tiene la deferencia de dejarme sola cuando le entra
la manía de rezongar. Estoy convencida de que ha renunciado al frenesí de
«amarme» sin remisión, como si no tuviéramos todos una necesidad de distracción
secreta para concentrarnos y considerar las cosas sin mentiras. Ahora sus celos
se han convertido realmente en lo que yo quería: el cariñoso interés de quien
se preocupa con mucha discreción y deja vivir.
Estoy segura de que aquella mañana en el jardincito disfrutaba
de una felicidad total, acrecentada incluso por aquel tiempo fresco y
amenazador que a él, cansado de una semana de trabajo urbano, debía de
prometerle algo más que la consabida y tórrida obligación de la playa. Ya la
noche anterior se había puesto de morros entre bromas y veras por mi piel
bronceada —quemada, decía él, por las miradas públicas— y había negado con la
cabeza y dicho que iba a cortarme los suministros, pero estos eran juegos que
ya se sabe cómo acaban. Lo que no le gustaba en absoluto era aparecer a mi lado
—«yo hervido y tú asada»— entre tantos conocidos bobos, llenos de cumplidos con
los recién casados —y en eso le doy la razón—, pero llenos también de
familiaridades y alusiones que él no entendía y hacían que pareciera un
intruso.
en Los cuentos, 2010
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