Mirar hoy en retrospectiva los distintos estallidos
juveniles que trazaron políticas y poéticas del descontento en las últimas
décadas, quizás sea necesario para entender las nuevas formas de control social
que perfecciona el sistema de turno para identificar, fichar y encapsular la
fiebre joven que, desde antes del cincuenta, fue el motor alocado que desató
utopías justicieras y sueños de futuro donde los jóvenes aspiraban tener alguna
participación efectiva en las tramas políticas que iban a definir su porvenir.
Tal vez es necesario hacer una introducción a esta crónica para remirar las
huellas finiseculares de este desacato y poder descifrar la ingenua rebeldía
que movilizó varias generaciones de la verde juventud, que al pasar los años,
los acomodos partidarios y las rearticulaciones ideológicas, vieron decaer
lentamente las dulces ilusiones, las provocativas rabias que no lograron
fracturar el blindaje conservador del neo-ordenamiento y así darle paso al
amanecer de un mundo donde el deseo veinteañero inflamaría el cambio.
Tal vez fue mucha la responsabilidad depositada en la
joven revolución y hoy resulte cómodo analizar desde el sillón de "adulto
mayor" o desde la tranquila lógica del "adulto joven" los
excedentes de las movilizaciones estudiantiles, universitarias, barriales,
pandilleras o deportivas, que en algún momento pusieron en jaque la
institucionalidad burguesa y la hipocresía de su estatus. Digo que resulta
cómodo registrar estos hechos porque una territorialidad del espacio callejero
hermana los distintos flujos jóvenes que en la actualidad se agrupan y
desagrupan en la estrategia nómade de su errancia anarquista. En este sentido
la urbe contiene y desborda el vandalismo púber como un cambiante territorio
donde se enfrentan las políticas de control y su desobediencia. Es la vía
pública donde la práctica de la porfía civil desata su pasión, es la calle el
escenario donde el cuerpo joven se enfrenta a su policial contendor, por
cierto, siempre en desventaja frente a la máquina móvil de la ley que aplasta
sin contemplaciones la aventura de la trasgresión. Así nos encontramos hoy con
otro mapa juvenil que no corresponde al nostálgico ideario del revolucionario
del sesenta, idealista por discurso filosófico y doctrinario, por iluminismo
anticapitalista. Ya no bastan estas filiaciones para formar parte del
pandillismo juvenil que se camufla en la selva urbana (ya no en la sierra),
realizando sus micropolíticas agresivas para romper la frustración y el
desencanto.
Desde esta perspectiva, quizás tan errática como las
pulsaciones juveniles que a veces intervienen la calle, trataré de articular
una mirada sobre el fenómeno social que en Chile se califica como Barras
Bravas. Por cierto, tratando de perfilar su pálida diferencia tercermundista,
que subraya un abismo con el mismo suceso deportivo que se dio en otras partes
del globo. Así, aunque parezcan similares dichos estallidos juveniles tras el
fútbol, en Latinoamérica y en especial en Chile, su transcurso está afectado
por causas políticas y desajustes sociales que diferencian las prácticas de
fanatismo deportivo. Más bien, aísla el proceso de las Barras Bravas chilenas,
que se dio tomando como excusa el fútbol, para demandar mejoras
político-culturales en la masa joven y proletaria heredada de la dictadura. Es
así que se hace necesario contaminar este texto con biografías barriales,
lenguajes de tribus y sobrevivencias de periferia para adentrarse en la
sociología del desamparo, donde surgieron las temidas barras.
El despoblado ocio de
la cancha deportiva
Tal vez al mirar Santiago desde un avión, es posible
que en el árido paisaje que la rodea, podamos distinguir sitios baldíos
cuadrados de tierra seca destinados a plazas, áreas verdes o sitios de
recreación para los pobladores, pero que nunca llegaron a realizarse. Y al
final terminaron como el tierral colectivo de la cancha donde los jóvenes
practican fútbol, la entretención gratuita que forma parte de la memoria
cotidiana de los habitantes de un Santiago pobre. Porque el fútbol siempre fue
un deporte barato, sólo basta una pelota, el rayado de la cancha y el equipo de
muchachos corriendo y pateando la bola para olvidarse por un rato de la
cesantía y las carencias de su medio. Allí en la cancha experimentan la única
libertad corporal que conocen, la única libertad que les permite evacuar su
resentimiento de chicos piojos, que se reúnen cada fin de semana bajo la
insignia del club deportivo. Porque en toda población periférica existe un club
que agrupa jóvenes adictos al balón, y estas pequeñas organizaciones vecinales
reflejan un retrato del pasatiempo proletario que alegra sus días festivos con
el ritual del partido en la cancha. Así, la misma cancha, que en estos confines
latinoamericanos no es el campo de sport tapizado de verde musgo, se transforma
en una "zona franca" o territorio sin ley que ellos eligen y ocupan
también para sus mítines de convivencia, sus fiestas y celebraciones por
triunfos o derrotas del equipo local, da lo mismo, cualquier resultado es la
excusa para festejar con mucho alcohol que se bebe sin límites y a cualquier
hora. Pero especialmente al anochecer, cuando cae la sombra y es más fácil
permanecer oculto de la policía en las tinieblas de la cancha mal iluminada por
los faroles rotos. Ahí no falta la droga, el querido pasto, los pitos o macoña
como le llaman a la Cannabis Sativa que ellos mismos siembran en sus tristes
jardines. Esta yerba, en la década pasada era la droga más popular para los
chicos del borde urbano. Incluso su consumo llegó a ser aceptado por las madres
y familias que no veían peligro grave en la inocente plantita. "Lo pone
más tranquilo, incluso yo misma me tomo un tecito de hojas cuando estoy muy
nerviosa", decían las señoras regando la marihuana que era lo único que
brotaba en los áridos jardines. Pero al llegar los noventa la folclórica
marihuana fue desplazada por las múltiples ofertas del libre mercado.
Especialmente por la cocaína, que en un comienzo se repartió como un maná entre
estos adolescentes para sembrar adictos. La propaganda de este consumo, manipulada
por policías y traficantes, parecía decir: "El primero te lo regalo, el
segundo te lo vendo". Y resulta importante hacer notar este cambio de
adicción entre los jóvenes drogos, que luego integrarían las Barras Bravas,
especialmente porque su situación monetaria no les permitió asumir un consumo
tan costoso como el de la cocaína. A cambio, y en reemplazo a la frustración de
no poder acceder a esa droga de ricos, el mismo mercado puso a su disposición
un subproducto de la misma blanca, la droga llamada Pasta Base, fabricada con
excedentes de cocaína más yeso, cal y otras basuras en polvo. Tal producto se
fuma y se vende en cigarrillos a un costo de dos dólares en los suburbios de
Santiago. Sólo para empezar y caer en la angustia de sus desesperada adicción,
porque después del primer cigarro y su éxtasis que sólo dura unos minutos,
viene un vacío depresivo que obliga a seguir consumiendo desesperadamente otro
cigarro y otro y otro, hasta que se acaban las monedas y "la
angustia", como le llaman a la Pasta Base, obliga a los chicos a robar,
asaltar, matar para adquirir otra dosis y así mantener por unos minutos la
pequeña felicidad de su pobre desespero.
Y todo esto ocurre en el solitario paisaje de la cancha
futbolera, el mismo espacio grabado en el recuadro de la dictadura militar,
porque allí los uniformados amontonaban a los jóvenes en los allanamientos
nocturnos a mediados de los ochenta. Estos operativos de represión que sólo
afectaban a los barrios bajos, según la dictadura para detectar focos de subversión,
son escenas imborrables en la memoria de los jóvenes pobladores, porque a medianoche,
de madrugada, cuando el vecindario dormía, el sobresalto de los altoparlantes
militares los despertaba con la orden: "Este es un operativo de
allanamiento, se ordena a todos los varones de la población que a la cuenta de
tres tiempos estén formados en la cancha". Y allí nadie podía contradecir
esa orden con metralleta en mano, porque las tropas con la cara pintada,
entraban a las casas pateando puertas, quebrando ventanas, sacando a culatazos
a los maridos, abuelos, niños y jóvenes, a medio vestir, en calzoncillos,
trotando por la calle rumbo a la cancha de fútbol, donde formados en filas los
empadronaban golpeándolos cuando titubeaban al no recordar el número de su documento
de identidad.
Por estas y otras razones, el desolado eriazo de la
cancha pareciera ser el punto de partida desde donde comenzaron las
movilizaciones masivas de las Barras Bravas. Los suburbios de Santiago acunaron
la fobia antifascista que dio una dura batalla durante la dictadura, demarcando
entonces un perímetro de resistencia a las botas con la guerrilla urbana que se
manifestaba con el cerco de barricadas y bombas molotov que ardían en la noche
de protesta. Las noches de oscuridad por los apagones generales que provocaban
los jóvenes del 86, arrojando cadenas al tendido eléctrico, enfrentándose a
piedrazos con la máquina militar. Siendo detenidos, torturados y humillados
constantemente en las cárceles donde eran llevados en manadas, a golpes, sin
ningún derecho civil que avalara estas razias. Son muchos los jóvenes que
cayeron en esta lucha por la esperada libertad. Son más los que gastaron sus
cortos años en militancias clandestinas, paros estudiantiles, tomas de
colegios, vigilias por los desaparecidos, ayunos y todo el esfuerzo humano que
significó el regreso al sistema democrático. Ellos participaron activamente en
las concentraciones y marchas por el NO, que a fines de los ochenta hicieron
tambalear la dictadura y a comienzos de los noventa llevaron al triunfo a la
Concertación de partidos opositores al régimen.
Con la democracia
llegaron las barras
El cambio político que tuvo Chile con la llegada del
gobierno democratacristiano de Patricio Aylwin, apoyado por corrientes
socialistas, para los jóvenes de la periferia sólo fue una alegría pasajera,
porque al correr el tiempo se develaron los amarres constitucionales y los
aparatos de represión que la dictadura dejó intactos para custodiar probables
desenfados sociales. Así, la policía, ahora justificada por la democracia,
incentivó la represión callejera dirigida especialmente a los jóvenes. Como una
forma de venganza con los protagonistas de las protestas, los carabineros
activaron la ley de detención por sospecha, realizando masivas detenciones en
todo Santiago, pero especialmente a esa juventud excedente que dejó el traspaso
político. Bandas errantes de anarquistas con pelos largos y vestimentas
llamativas, grupos de esquina que tomaban alcohol y fumaban marihuana
escuchando un partido de fútbol o un rock concert, eran apresados y formados en
filas al grito policial de: Todos contra la pared.
En este clima de decepción, hicieron su estreno
vandálico las Barras Bravas. Principalmente las dos más importantes por su
pasión ingobernable: la Garra Blanca y Los de Abajo. La primera, que se dice la
más antigua y fundadora de este fanatismo neorromántico, es adherente de Colo-Colo,
un equipo que lleva por insignia el perfil del cacique, un personaje heroico
que defendió el territorio mapuche del invasor español durante la conquista.
Esta barra lleva en sí esta épica, y la escenifica con el contexto
socio-político de quienes la componen, mayoritariamente jóvenes de la periferia
que llevan en sus rasgos la porfiada herencia mapuche. Se llaman a sí mismos
"indios proletas revolucionarios", contradiciendo el típico arribismo
desclasado de la actual sociedad chilena. Así, la Garra Blanca ostenta el
orgullo de reconocer y asumir su origen humilde, lo cantan en sus himnos, lo
escriben en sus grafitis, lo gritan en sus consignas, con una manera de hacer
presente el sustrato social más desprotegido por el modelo económico impuesto
por la dictadura y sustentado por el neoaburguesamiento de la democracia
actual.
"Cómo no te voy a
querer"
La Garra Blanca parte como tal hacia fines de los
ochenta, pero fue en el 85 cuando diversos desajustes al interior de la barra
oficial de Colo-Colo, que por entonces se llamaba "¿Quién es Chile?",
provocan la división de los hinchas al parecer por desacuerdos generacionales.
"Fue algo que se venía dando de a poco. En el grupo juvenil éramos como
cincuenta. Digo entre comillas, porque a los de poca edad no nos tomaban en
cuenta. Y como no podíamos participar en los carretes que hacían ellos, nos
marginaban. Y dentro de esos marginados notábamos líderes como el guatón Jano,
un compadre al que le gustaba decir garabatos y rompía con las reglas. Siempre
tenía problemas con la directiva, hasta que un día lo echaron porque insultó a
un dirigente, y al próximo partido él se puso al medio de la cabecera norte del
Estadio Nacional, cantando solo, y nosotros lo seguimos. Ahí empezó todo".
(1)
Este primer grupo de chicos rebeldes, entre los que
estaban el Snoopy, el Ángel y el Samuel, por cierto también tenían otras formas
de celebración deportiva que se diferenciaba de las aburridas tardes del
estadio en la barra tradicional. Por ahí corría una caja de vino, más allá
humeaba un pito de marihuana, alguno gritaba "Muera Pinochet",
incorporando la contingencia política a la consigna deportiva, y este loco
desenfado fue creciendo hasta opacar la antigua barra, que desapareció en el
protagonismo noticioso de la Garra Blanca, nombre que tomaron usando como
referencia La Garra Negra del equipo Corinthians de Brasil. El resto se fue
dando solo. Fueron perfilándose como movilización colectiva de jóvenes que
llegó a juntar 20 mil personas adherentes a la consigna: "Te quiero albo,
te llevo en el corazón". Graderías ardiendo, miles de palos, piedras y
botellas que llueven en la cancha, decenas de autos con los parabrisas rotos,
declaraciones por TV de los dirigentes del equipo culpando al extremismo
izquierdista que infiltró el sano corazón deportivo de los hinchas, el
intendente de Santiago diciendo que el Colo-Colo debería hacerse cargo de las
millonarias cuentas por daños y perjuicios, pero los dirigentes del club
contestan que no se hacen cargo porque la Garra Blanca opera más allá de los
límites de su control. No los reconocen como barra oficial, más bien fueron
expulsados de la hinchada que sigue al equipo. Entonces el enamorado fervor de
los chicos garreros es un sentimiento huérfano que va por ahí con sus desmanes,
es una fidelidad nómade que se resiste porfiadamente al empadronamiento que
propone la Ley de Violencia en los Estadios. A cambio, se reúnen
clandestinamente en bares de barrios a planificar sus acciones. Ahí en el
entierrado paisaje de la cancha pobre que los vio nacer, organizan su
estrategia de moverse en grupos fraccionados que se arman en cada barrio de
Santiago: Los Killers, Los Incansables, La Río, Holocausto, Los
Revolucionalbos, Los Grangster's de Cerro Navia, son algunos de los
"colectivos de trabajo" que posee la Garra. Dicen colectivos de
trabajo siendo irónicos con la cesantía de sus miembros que cantan incansables "Yo
no quiero trabajar, no quiero ir a estudiar, no me voy a empadronar, quiero
cantarle al albo todo el día, culiarme al Chuncho y a la policía".
El tema del empadronamiento de las barras fue una larga
polémica que se dio por los medios de comunicación. Para que aceptaran el
fichaje, entregar nombres, fecha de nacimiento, cédula de identidad y
domicilio; se les ofrecían todo tipo de regalos y garantías; materiales para
renovar los antiguos lienzos maltratados en la lucha urbana, nuevos bombos para
renovar el tam-tam que resuena como el corazón al centro de las Barras Bravas,
un lugar bien identificado que sirviera de secretaría de los hinchas, apoyo económico
para futuros proyectos, etc. "Como si fuéramos niños nos ofrecían juguetes
por nuestra libertad", dice Eric de la Garra Blanca, agregando que nunca
aceptaron ser parte de ese chantaje. Total en todos estos años de
clandestinidad, la Garra aprendió a moverse con sus escasos medios, juntando
las monedas para reparar el bombo que se rompió, huyendo de la policía, armando
tocatas de grupos rock heavy metal solidarios con la barra, preparando fiestas
y sacar la revista "Garra Blanca", la voz auténtica del alma garrera.
Una publicación que lleva tres números, con un tiraje de tres mil ejemplares en
papel couché, fotos a color, cuidada impresión, con el mínimo avisaje a un
costo de seis millones que salen ¿quién sabe de dónde? Seguro de cualquier
movida pirata que manejan los chicos del borde, cualquiera, incluyendo saqueos
y otros traspasos delictuales, menos vender el alma al mercado. Aunque en una
ocasión aceptaron que Millet les financiara un lienzo gigante de cincuenta
metros. A cambio, debían poner la propaganda a los costados, pero ellos dejaron
sólo la consigna barrista y eliminaron la propaganda con la excusa que los
pacos habían roto esa parte.
"Más que la
patria, más que la madre, más que una religión"
Pareciera que el callejeo filudo e ingobernable de la
Garra Blanca, es la única filosofía que mueve las políticas infractoras de su
errancia urbana, llevando como ideología el deseo de triunfo deportivo de su
equipo. Pero incluso más allá que el mismo equipo, la pasión barrista excede el
fan club personalizado, para transformarse en otro devenir múltiple de sociales
deseos.
"Los jugadores pasan, y la barra queda", dice
con algo de tristeza el Eric, editor de la revista de la Garra, acentuando sus
motivos de inestabilidad social que lo hacen estar allí. Como si en un momento
hiciera un paréntesis en su fanatismo, para mirar más lejos y ver en el futuro
cercano su calidad de sujeto no garantizado por el sistema actual, comparando
quizás su mísera situación con la millonaria paga que reciben los jugadores del
equipo de sus amores. El fútbol es una empresa transnacional que compra y vende
sujetos como esclavos que saben mover las piernas, le comento a Eric. Me
contesta que es cierto. "Pero es la única posibilidad que tienen algunos
de salir del barrio y ser alguien en la vida. A nosotros nos cae bien Zamorano
porque aunque está millonario y famoso nunca olvida su clase". Pero son
contados los chicos que llegan a Primera División, el resto sigue dándole al
bombo en las galerías donde la Garra Blanca se hace presente con la
espectacularidad de su transitorio montaje. Ahí, en la barra, en el perímetro
organizado de su formación, son libres. "Es la única libertad que
conozco", dice Eric, describiendo la estrategia grupal de atrincherarse en
un solo lugar del estadio para protegerse de la agresión policial o de la barra
enemiga. "Ahí soy otro", repite narrando las mil maneras que usan
para pasar de contrabando el alcohol y las drogas que arengan la fiesta. Porque
a la entrada del estadio deben pasar por un control minucioso de manos
policiales que los manosean y perros que los huelen mostrando los dientes. Pero
igual pasan el copete en bolsas plásticas que ocultan en sus genitales.
"Es lo único que no nos tocan", ríe Eric cuando recuerda que una vez
de tanto saltar y apretarse en el grupo, la bolsa se le rompió derramándose el
pisco en su entrepierna, y fue tanto el ardor que pasó todo el partido
echándose agua en los baños.
Estas formas de piratear la pasión dionisíaca al
interior del campo deportivo, también incluye la identidad de los barristas que
usan múltiples chapas, apodos o sobrenombres para nombrarse y así escamotear la
ficha punitiva del empadronamiento. Se reconocen por el Bíper, la Chica Sandra,
el Palomo, el Rodilla, el Barti, el Jota, el Lucho o el Eric a secas, sin
apellido, sin pasado, sin familia, porque su única familia es la pasión
barrista que en las graderías encuentra su enamorado descontrol.
Los motivos de sus rabias y desastres callejeros son
muchos, tantos como las biografías resentidas de los chicos que visten la
camiseta insignia de la barra. Y aunque todos coinciden con motivos de triunfo
o derrota del equipo, agregan que también porque Pinochet ingresó al Senado en
Valparaíso. Y ahí los vi una vez más, en la protesta masiva que estalló frente
al Parlamento. Ahí estaban, con sus pasamontañas de combate, igual que el
subcomandante Marcos, pero movilizados en skate board. Entre el humo de las
bombas lacrimógenas, pasaban raudos tirando su artillería de piedras y
encendiendo barricadas que inflamaron esa vergonzosa mañana en el puerto. Era
difícil distinguir a qué barra pertenecían (la Garra o Los de Abajo). En estos
casos de refriega urbana, ellos ocultan sus rostros de la televisión y los
fotógrafos. Tampoco llevan los emblemas del equipo, más bien hacen un pacto de
no agresión en estas fechas históricas y contingentes, donde la memoria
política los hermana en un solo motín de rebelión. Al igual que todos los 11 de
septiembre, cuando se conmemora el golpe militar, y las agrupaciones de
detenidos desaparecidos, o ejecutados políticos marchan hasta el cementerio,
las Barras Bravas son infaltables en el largo cortejo que cruza la ciudad
enarbolando banderas rojas, pancartas políticas y las fotos de los detenidos
desaparecidos prendidas al pecho de las madres huérfanas que perdieron a sus
hijos. En este ritual de la memoria, los chicos barristas aportan su rebelión
callejera cuando los escuadrones de policías atacan la marcha con sus gases
lacrimógenos. Ante tal provocación las dos barras se unen para contratacar a la
represión. Y en el caos que provoca esta violencia uniformada, a veces los
duros chicos barristas ayudan a las señoras que en la confusión han perdido un
zapato. Ellos forman un escudo de contención en el Memorial de los Detenidos
Desaparecidos para proteger a mujeres y niños del ataque policial, que año a
año justifica un vocero del gobierno declarando que "Carabineros actuó en
legítima defensa". Por cierto estas excusas hacen reír a los chicos
barristas que en la refriega acentúan los piedrazos contra la hipocresía
oficial. En una oportunidad, cerca del cementerio, se encontraron con una
tienda de zapatos Hush Puppies, un calzado para ricos por su alto precio,
inalcanzable para los jóvenes pobres. Ellos no lo pensaron dos veces y
saquearon el lugar dejando en la vitrina sus gastados zapatos rotos. En otra
oportunidad, cuando regresaban de un partido realizado fuera de Santiago,
aburridos del sopor del tren, decidieron descarrilar el último vagón donde se
encontraban. Y el tren siguió sin percatarse que sus revoltosos pasajeros
habían tomado otro rumbo. Tal vez para huir del ordenamiento que dirige el
tránsito vehicular. Tal vez para ser dueños por única vez de un tren real.
"Ellos, que de niños soñaron con el trencito eléctrico, juguete de la
infancia rica, por esa vez tuvieron un tren de verdad, para irse a Disney World
o a Woodstock alejándose de los tierrales secos de la pobla, de la ley pisando
los talones y siempre arrancando, toda la vida en apuros de colegio, cárcel y
hospital". (2)
Otras razones que han detonado la rabia en los miembros
de las Barras se relacionan con injusticias raciales o segregaciones étnicas;
como cuando se filmó el apaleo brutal a personas de color en la ciudad de Los
Angeles, EE.UU. Los chicos sintieron en carne propia la luma policial, y lo
manifestaron en acciones de protesta. Al igual que frente al desalojo del
pueblo mapuche de sus tierras para construir una represa, la Garra Blanca
solidaria organizó un masivo acto de repudio. Pero como ellos acostumbran
escupir sus broncas, con mucho ruido de consignas, aullidos de trutrucas y
violento metal rock, el concierto llamado Festival de Resistencia Mapuche,
congregó bandas rockeras de Chile y Argentina que pusieron su estruendo musical
junto a la causa de los pueblos precolombinos. Allí estuvo A.N.I.M.A.L.,
Fiskales, Panteras Negras, Los Miserables guitarreando su lenguaje tribal junto
al discurso de Aucán Huilcamán, voz del Consejo de Todas las Tierras. Lo
recaudado en las entradas fue en beneficio de esta agrupación. De esta manera
los chicos barristas irradian su política de agresión complicitándose con otras
causas minoritarias. Y ellos ponen su corazón resentido junto a las víctimas
del atropello neoliberal. El resto, soltar amarras de pasión y seguir al equipo
donde vaya, como sea, juntando las monedas y contratando un bus que sale de
Santiago tambaleándose con tanto ebrio que canta con lágrimas en los ojos:
"Yo nací en un barrio de fonolitas y cartón, yo fumé marihuana y tuve un
amor. Muchas veces fui preso y muchas veces rompí la voz. Ahora en democracia
todas las cosas siguen igual, nos preguntamos hasta cuándo vamos a aguantar.
Ahora que soy de abajo he comprendido la situación, hay sólo dos caminos: ser
bullanguero y revolución". (3)
La enamorada errancia
del descontrol
Salvándose de los controles policiales, los buses de
las barras trasladan su desacato púber a todo el territorio sudamericano. Por
la enorme carretera sur llevan el ronco canto de su desencanto por los pueblos
y ciudades que los ven pasar con cierto temor. Porque cuando el bus se detiene
por falta de alcohol o comida, ellos se bajan a pedir, y si no les dan arrasan
con los Esso Market de la carretera, y dejan como prenda una bandera del equipo
y el alfabeto prófugo de sus grafitis. Una escritura propia de la tribu barrial
que mezcla trazos de signos góticos con letras filudas de la gramática rockera.
Cruces invertidas y vocales de flechas, convocando satanismo y códigos
precolombinos de lenguaje. Y todo este conjunto de jeroglíficos es la huella
intraducible de su pellejo peregrinar. Por cierto, indicios difíciles de leer
para sus uniformados perseguidores. Sólo trazos, garabatos tiernos de su
silabario sudaca, que incansable tizna las murallas recién pintadas de la
democracia neoliberal.
Pareciera que en este gesto de rayar y rayar muros con
la caligrafía profana de sus grafitis, ellos confrontaran críticamente el nuevo
orden educacional del libre mercado, las políticas clasistas de las
universidades y colegios privados que inauguró el modelo económico y a los que
no tienen acceso los jóvenes pobladores que no pueden pagar sus altas
mensualidades. Pareciera que los rayados de las Barras, fueran signos que
decoran la ciudad conteniendo todo el desencanto que les dejó la transición
democrática. Esta manera de hacerse visibles en la limpia pizarra urbana,
delata su estigma de chicos duros ajusticiados por un sistema, que antes de
nacer, ya les tenía escrito su prontuario.
Así y todo, ellos son los únicos que se la creen
destruyendo las señales del tránsito que encuentran a su paso: los letreros del
PARE, SIGA, NO DOBLAR, DETÉNGASE, los echan por tierra y van trazando una
estela pirata en la experimentación anárquica que afiebra su camino. Los
barrios pudientes tiemblan cuando algún partido de fútbol se realiza en el
Estadio San Carlos de Apoquindo de la Universidad Católica, sobre todo porque
días antes las autoridades declaran que han reforzado la protección policial a
las casas de los ricos. Se implementa un costoso aparataje de represión, como
si publicitando la prevención, se desafiara la batalla campal antes anunciada.
Y así ocurre, así aparecen en la televisión las manadas de chicos esposados
caminando cabeza gacha al retén policial. Pero no todos son detenidos, el
resto, en enjambres de poética destrucción, se las cobran con los jardincitos,
autos lujosos y toda la juguetería que ostenta la clase alta, el 1,8 por ciento
de las familias chilenas que viven con ingresos mensuales de 7 millones de
pesos y más. Tanto contraste socioeconómico acentúa la ira de los jóvenes
proletarios, que luego del vandálico deporte desaparecen por la sombra cómplice
que les brinda la urbe, regresan a su territorio al compás de sus cantos, con
la melodía de sus himnos que rescatan viejas canciones del gusto popular y las
reescriben con las demandas de nuevas letras. Así, las históricas marchas de la
Unidad Popular que animaron la candidatura de Salvador Allende, vuelven a sonar
como new cover de la vieja utopía. El conocido "Venceremos", resuena
hoy como un eco fresco en el Estadio Nacional que fuera campo de concentración
en la dictadura. Pero ellos lo cantan sin nostalgia, sin repetir el triste
optimismo de la arenga izquierdista y discursera. Sólo rescatan el hilo musical
que ellos nunca entonaron en aquella lejana fiesta, que sólo les llegó en casetes
prohibidos o testimonios de padres y familiares exiliados o detenidos después
del golpe. Por esto, aunque la prensa oficial los acuse de alma negra,
drogadictos, vagos y borrachos, los chicos del margen saben elegir a la hora de
entregar su adhesión (no su voto, son muy pocos los inscritos en los registros
electorales). Ellos vislumbran en la penumbra ingenua de su joven emoción, la
memoria estropeada del país que los vio nacer, y la vuelven a experimentar con
los avatares de su batalla cunetera.
Para el ojo punitivo del sistema, representan las
ovejas negras que dan mal ejemplo a la actual juventud exitista, conservadora e
idiotizada por la Navidad consumista de los malls, shoppings y centros
comerciales del Miami chileno. Pero más bien, las pandillas barristas
representan un excedente humano que altera la risa hipócrita de Chile
triunfador. El jaguar descalzo del Cono Sur, el experimento económico que traza
sus macropolíticas como una Ave Fénix sobre la techumbre oxidada de la
periferia, sobrevolando soberbia el paisaje opaco de la cancha de fútbol donde
los ángeles de suelas rotas amortigua su paso.
Notas
(1) "Las Ultimas Noticias", 23 de marzo de
1997
(2) Pedro Lemebel: La
esquina es mi corazón, 1995
(3) Himno de Los de Abajo (con música del
"Venceremos").
en Punto final, 22 de enero de 1999
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