Negra y fría era la noche en torno y encima del rancho de José
Maria Pincheira, uno de los últimos del fundo Los Perales. Eran ya más de las
nueve y hacía rato que el silencio, montado en su macho negro, dominaba los
caminos que dormían vigilados por los esbeltos álamos y los copudos boldos. Los
queltehues gritaban, de rato en rato, anunciando lluvia, y algún guairao
perdido dejaba caer, mientras volaba, su graznido estridente.
Dentro del rancho
la claridad era muy poco mayor que afuera y la única luz que allí brillaba era
la de una vela que se consumía en una palmatoria de cobre. En el Centro del
rancho había un brasero y alrededor de él dos hombres emponchados. Sobre las
encendidas brasas se vela una olla llena de vino caliente, en el cual uno de
los emponchados, José Manuel, dejaba caer pequeños trozos de canela y cáscaras
de naranjas.
-Esto se está
poniendo como caldo - murmuró José Manuel.
-Y tan oloroso...
Déjame probarlo -dijo su acompañante.
-No, todavía le
falta, Antuco.
¡Psch! Hace rato
que me está diciendo lo mismo. por el olorcito, parece que ya está bueno.
-No. acuérdese
que tenemos que esperar al compadre Vicente y que si nos ponemos a probarlo,
cuando el llegue no habrá ni gota.
¡Pero tantísimo
que se demora! -Pero si no fue allí no más, pues, señor. Tenía que llegar hasta
los potreros del Algarrobillo, y arreando. Por el camino, de vuelta lo habrán
detenido los amigos para echar un traguito.
-Si, un traguito.
. Mientras el caballero le estará atracando tupido al mosto, nosotros estamos
aquí escupiendo cortito con el olor.
Déjame probarlo,
José Manuel.
-Bueno, ya está,
condenado; me la ganaste. Toma.
Metió José Manuel
un jarrito de lata en la olla y lo sacó chorreando de oloroso y humeante vino,
que pasó a su amigo, el cual, atusándose los bigotes, se dispuso a beberlo. En
ese instante se sintió en el camino el galope de un caballo; después, una voz
fuerte dijo:
¡Compadre José
Manuel!
-¡Listo! -gritó
Pincheira, levantándose, y en seguida a su compañero-: ¿No te dije, porfiado,
que llegaría pronto?
-Que llegue o no,
yo no pierdo la bocarada.
Y se bebió
apresuradamente el vino, quemándose casi.
Frente a la
puerta del rancho, el campero Vicente Montero había detenido su caballo.
-Baje pues,
compadre.
-A bajarme voy...
Desmontó. Era un
hombre alto, macizo, con las piernas arqueadas; vestido a usanza campesina.
-Entre, compadre;
lo estoy esperando con un traguito de vino caliente.
-¡Ah, eso es muy
bueno para matar el bichito! Aunque ya vengo medio caramboleado. En casa del
chico Aurelio, casi me atoraron con vino.
Avanzó a largos y separados pasos, haciendo sonar sus grandes
espuelas, golpeándose las polainas con la gruesa penca. A la escasa luz de la
vela se vio un instante el rostro de Vicente Montero, obscuro, fuerte, de
cuadrada barba negra. Después se hundió en la sombra, mientras los largos
brazos buscaban un asiento.
-Está haciendo
frío.
-Debe estar
lloviendo en la costa.
-Bueno, vamos a
ver el vinito.
-Sirve, Antuco.
Llenó Antonio el
jarrito y se lo ofreció a Vicente. Este lo tomó, aspiró el vaho caliente que
despedía el vino, hizo una mueca de fruición con la nariz y empezó a bebérselo
a sorbitos, dejando escapar gruñidos de satisfacción.
-Esto está bueno,
muy bueno. Apuesto que fue Antuco el que lo hizo. Es buenazo para preparar
mixturas. Creo que se ha pasado la vida en eso.
-No -protestó
Pincheira-, lo hice yo. y si no fuera porque lo cuidé tanto, Antuco lo habría
acabado probándolo.
Rió
estruendosamente Vicente Montero. Devolvió el jarrito y Antonio lo llenó de
nuevo, sirviéndole esta vez a José Manuel.
-Bueno, cuenta.
¿Cómo te fue por allá?
-Bien; dejé los
animales en el potrero y después me entretuve hablando con las amistades.
- ¿Cómo está la
gente?
-Todos alentados.
.. ¡Ah, no! Ahora que me acuerdo, hay un enfermo.
- ¿Quién?
-Taita Gil..Pobre
viejo, se va como un ovillo.
-¿Y qué tiene?
-¡Quién sabe!
Allá dicen que es el colocolo el que lo está matando, pero para mí que es
pensión. ¡Le han pasado tantas al pobre viejo, y tan seguidas!
-Bien puede ser
el colocolo. .
-¡Qué va a ser,
señor! Oye, Antuco, pásame otro traguito...Volvió a circular el jarro lleno de
vino caliente.
- ¿Tú no crees en
el colocolo?
-No, señor, cómo
voy a creer. Yo no creo más que en lo que se ve. Ver para creer, dijo Santo
Tomás. ¿Quién ha visto al colocolo? Nadie. Entonces no existe.
-Psch! ¿Así que
tú no crees en Dios?
-Este... No sé,
pero en el colocolo no creo. ¿Quién lo ha visto?
-Yo lo he visto
-afirmó José Manuel.
-Si, con los ojos
del alma... ¡Son puras fantasías, señor! Las ánimas, los chonchones, el
colocolo, la calchona, las candelillas. . . Ahí tienes tú: yo creo en las
candelillas porque las he visto.
-¡No estés
payaseando! -exclamó asustado Antonio.
-Claro que las
vi.
-A ver, cuenta.
-Se lo voy a
contar... Oye, Antuco, pásame otro trago.
- ¡Así tan
seguido se pierde el tañido!:
-¿No lo hicieron
para tomar? Tomémoslo, entonces. José Manuel y Antonio se echaron a reír.
-¡Este diablo
tiene más conchas que un galápago!
-Bueno, cuenta...
-Espérense que
mate este viejo.
Se bebió el
último sorbo que quedaba en el jarro, lanzó un sonoro ¡ah! y dijo:
-Cuando yo era
muchachón, tendría unos diecinueve años, fui un día a la ciudad a ver a mi tío
Francisco, que tenía un negocio cerca de la plaza. Allá se me hizo tarde y me
dejaron a comer. Después de comida, cuando me vieron preparándome para volver a
casa, empezaron a decirme que no me viniera, que el camino era muy solo y
peligroso y la noche estaba muy obscura. Yo, firme y firme en venirme, hasta
que para asustarme me dijeron: “-No te vayas, Vicente; mira que en el potrero
grande están saliendo candelillas...
-¿Están saliendo
candelillas? Mejor me voy; tengo ganas de ver esos pajaritos.
Total, me vine.
Traía mi buen cuchillo y andaba montado. ¿Qué más quiere un hombre? Venía un
poco mareado, porque había comido y tomado mucho, pero con el fresco de la
noche se me fue pasando. Eché una galopada hasta la salida del pueblo y desde
ahí puse mi caballo al trote. Cuando llegué al potrero grande, tomé el camino
al lado de la vía, al paso. Atravesé el río. No aparecían las candelillas.
Entonces, creyendo que todas eran puras mentiras, animé el paso del caballo y
empecé a pensar en otras cosas que me tenían preocupado. Iba así, distraído, al
trote largo, cuando en esto se para en seco el caballo y casi me saca librecito
por las orejas. Miré para adelante, para ver si en el camino había algún bulto,
pero no vi nada. Entonces le pegué al caballo un chinchorrazo con la penca en
el cogote, gritando:
-¿Qué te pasa,
manco del diablo?
Y le aflojé las
riendas. El caballo no se movió. Le pegué otro pencazo. Igual cosa. Entonces
miré para los costados, y vi, como a unos cien pasos de distancia, dos luces
que se apagaban y encendían, corriendo para todos lados. Allí no había ningún
rancho, ninguna casa, nada de donde pudiera venir la luz. Entonces dije: “Estas
son las candelillas”.
- ¿Las candelillas?
-preguntó Antonio.
-Las candelillas.
. . Pásame otro trago, por preguntón... Como el caballo era un poco arisco, no
quise apurarlo más. Me quedé allí parado, tanteándome la cintura para ver si el
cuchillo saldría cuando lo necesitara, y mirando aquellas luces que se
encendían y se apagaban y corrían de un lado para otro, como queriendo
marearme. No se veía sombra ni bulto alguno... De repente las luces dejaron de
brillar un largo rato y cuando yo creí que se habían apagado del todo,
aparecieron otra vez, más cerca de lo que estaban antes. El caballo quiso
recular y dar vuelta para arrancar, pero lo atrinqué bien. Otro rato estuvieron
las luces encendiéndose y apagándose y corriendo de allá para acá. Se apagaron
otra vez sin encenderse un buen momento, y aparecieron después más cerca. Así
pasó como un cuarto de hora, hasta que acostumbrándome a mirar en la
obscuridad, empecé a ver un bulto negro, como una sombra larga, que corría
debajo de las luces. . . “Aquí está la payasada”, me dije.
Y haciéndome el
leso, principié a desamarrar uno de los pesados estribos de madera que llevaba;
lo desaté y me afirmé bien la correa en la mano derecha. Con la otra mano
agarré el cuchillo, uno de cacha negra que cortaba un pelo en el aire, y
esperé.
Poco a poco fueron
acercándose las luces, siempre corriendo de un lado para otro, apagándose y
encendiéndose. Cuando estuvieron como a unos cuarenta pasos, ya se veía bien el
bulto; parecía el de una persona metida dentro de una sotana. Lo dejé acercarse
un poquito más y de repente le aflojé las riendas al caballo, le clavé firmes
las espuelas y me fui sobre el bulto, haciendo girar el estribo en el aire y
gritando como cuando a uno se le arranca un toro bravo del pillo: ¡Allá va,
allá va valla valla vallaaaaa!
El bulto quiso
arrancar, pero yo iba como celaje. A quince pasos de distancia revoleé con
fuerzas el estribo y lo largué sobre el bulto. Se sintió un grito y la sombra
cayó al suelo. Desmonté de un salto y me fui sobre el que había caído, lo
levanté con una mano y zamarreándolo, mientras lo amenazaba con el cuchillo, le
grité:
- ¿Quién eres tú?
¡Habla!
No me contestó, pero
se quejó. Lo volví a zamarrear y a gritar, y entonces sentí que una voz de
mujer, ¡de mujer, compadre! me decía:
-No me hagas
nada, Vicente Montero...
- ¿Era una mujer?
-¡Una mujer,
compadrito de mi alma! Y yo, bruto, le había dado un estribazo como para matar
un burro.. Pásame otro trago, Antuco. Al principio no me di cuenta de quién
era, pero después, al oírla hablar más, vine a caer: era una mujer conocida de
la casa, que tenía tres hijos y a quien se le había muerto el marido tres meses
atrás. Le pregunté qué diablos andaba haciendo con esas luces, y entonces me
contó que lo hacía para ganarse la vida, porque como la gente era tan pobre por
allí, no tenía a quién trabajarle y no quería irse para la ciudad y dejar
abandonados a sus niños. En vista de todo esto, había resuelto ocuparse en eso.
-¡La media
ocupación que había encontrado!
-Se untaba las
manos con un menjunje de fósforos y azufre que se las ponía luminosas y salía
en el potrero a asustar a los que pasaban, abriendo y cerrando las manos y
corriendo para todos lados. Algunos se desmayaban de miedo; entonces ella les
sacaba la plata que llevaban y se iba... Total, después que se animé y se sacó
la sotana en que andaba envuelta, la subí al anca y la traje para el pueblo...
Y desde entonces, hermano Juan de Dios, cuando me hablan de ánimas y de
aparecidos, me río y digo: “¡Vengan candelillas, ánimas y fantasmas, teniendo
yo mi estribo en la mano! Sírveme otro traguito. Antuco....
-¡Pero, hombre,
te lo has tomado casi todo vos solo!
- ¿Pero no lo
habían hecho para mí?
-Ahí tienes tú,
Vicente; yo no creo mucho en ánimas, pero en el colocolo, sí. Mi padre murió de
eso.
-Sería alguna enfermedad
-dijo Vicente, desperezándose-. Me está dando sueño con tanto vino y tantos
fantasmas. ¡Ah! -bostezó.
-Y te voy a
contar cómo fue, sin quitarle ni ponerle nadita.
-Cuenta, cuenta.
-Hasta los
cuarenta y cinco años, mi padre fue un hombre robusto, bien plantado, macizote.
Cuando esto pasó, yo tendría unos diecinueve años. Vivíamos en Talca, cerca de
la estación. Un día, por éstas y por las otras, mi padre decidió que nos
cambiáramos a otra casa, a una que estaba al lado del presidio. La casa era de
adobe, grande, aunque muy vieja; pero nos convenía el cambio, porque andábamos
un poco atrasados. Cuando nos estábamos cambiando, vino una viejita que vivía
cerca y le dijo a mi padre:
-Mira, José
María, no te vengas a esta casa. Desde que murió aquí el zambo Huerta, nadie ha
podido vivir en ella sin tener alguna desgracia en la familia. . La casa está
apestada; tiene colocolo.
Mi padre se rió
con tamaña boca. Colocolo! Eso estaba bueno para las viejas y para asustar a
los chiquillos, pero a los hombrecitos como él no se les contaban esas
mentiras.
-No tenga
cuidado, abuela; en cuanto el colocolo asome el hocico, lo hago ñaco de un
pisotón.
Se fue la
veterana, moviendo la cabeza, y nosotros terminamos la mudanza. La casa era muy
sucia, había remillones de pulgas y las murallas estaban llenas de cuevas de
ratones. . . En el primer tiempo no sucedió nada, pero, a poco andar, mi padre
empezó a toser y a ponerse pálido; se fue enflaqueciendo y en la mañana
despertaba acalorado. De noche tosía tan fuerte que nos despertaba a todos. Le
dolía la espalda y sentía vahídos.
-¿Qué diablos me
está dando? -decía.
Mi madre le preparó algunos remedios caseros y le daba friegas. No
mejoraba nada. “-¿Por qué no ves un médico, José María? -le decía mi madre.
-No, mujer, si
esto no es nada. Debe ser el garrotazo el que me ha dado... Pasará pronto.
Pero no pasaba;
al contrario, empeoraba cada día más. Después le vino fiebre y un día echó
sangre por la boca. Se quejaba de dolores en la espalda y en los brazos. No
pudo ir a trabajar. Una noche se acostó con fiebre. Como a las doce, mi madre,
que dormía cerca de él, lo sintió sentarse en la cama y gritar: ¡El colocolo! ¡El
colocolo!
-¿Qué te pasa,
José María? -le preguntó mi madre llorando.
-¡El colocolo! ¡Me
estaba chupando la saliva!
Nos levantamos
todos. Mi padre ardía en fiebre y gritaba que había sentido al colocolo encima
de su cara, chupándole la saliva. Esa noche nos amanecimos con él. Al otro día
llamamos un médico, lo examinó y dijo que había que darle éstos y otros
remedios. Los compramos, pero mi padre no los quiso tomar, diciendo que él no
tenía ninguna enfermedad y que lo que lo estaba matando era el colocolo. Y el
colocolo y el colocolo y de ahí no lo sacaba nadie.
-¡Y dale con el
colocolo! -murmuró Vicente Montero.
-Se le hundieron
los ojos y las orejas se le pusieron como si fueran de cera. Tosía hasta quedar
sin alientos y respiraba seguidito.
-No me dejen solo
-decía-. En cuanto ustedes se van y me empiezo a quedar dormido, viene el
colocolo. Es como un ratón con plumas, con el hocico bien puntiagudo. Se me
pone encima de la boca y me chupa la saliva. No le he podido agarrar, porque en
cuanto quiero despertar se deja caer al suelo y lo veo cuando va arrancando. ¡No
me dejen solo, por Diosito!
En la casa
estábamos con el alma en un hilo, andábamos despacito como fantasmas y no
sabíamos qué diablos hacer. ¡No es broma ver que a un hombre tan fuerte como un
roble se lo lleva la Pelada sin decir ni ¡ ay!
Y así, hasta que
mi padre pidió que llamáramos a la viejecita que le había aconsejado que no nos
fuéramos a esa casa. Fuimos a buscar a la señora, vino, y cuando vio el estado
en que se encontraba mi padre, le dijo:
-¿No te dije.
José María Pincheira, que no te vinieras a esta casa, que había colocolo?
-Sí, abuelita,
tenía razón usted... Pero, ¿qué se puede hacer ahora?
-Ahora, lo único
que se puede hacer es aguaitar al colocolo en qué cueva vive; a veces se sabe
por el ruido que hace; se queja y llora como una guagua recién nacida. Cuando
no grita, para encontrarlo hay que espolvorear el suelo con harta harina,
echándola de modo que no quede ninguna huella encima. Al otro día se busca en
la harina el rastro del colocolo y una vez que se ha dado con la cueva, se la
llena de parafina mezclada con agua bendita... Con esto no vuelve nunca más.
-¿Es un ratón el colocolo? -preguntó mí madre.
-No, mi señora,
parece un ratón y no lo es; parece un pájaro y no es pájaro; llora como una
guagua y no es guagua; tiene plumas y no es ave.
-¿Qué es entonces?
-Es... el
colocolo. Nace del huevo huero de una gallina. Cuando se deja abandonado un
huevo así, sin hacerlo tiras, viene una culebra, se lo lleva y lo empolla;
cuando nace, le da de mamar y le enseña a chupar la saliva de las personas que
duermen con la boca abierta.
Se fue la señora,
dejándonos más asustados de lo que estábamos antes. Esa noche llenamos de
harina todo el piso de la pieza, desparramándola de adentro para afuera, de
modo que no quedara rastro alguno. Mi hermano Andrés y yo nos tendimos en la
puerta, de guardia, armados de piedras y palos, listos para entrar cuando mi
padre llamara. Conversando y fumando, nos quedamos dormidos. A medianoche nos
despertó el grito de mi padre:
-¡El colocolo! ¡El
colocolo!
Entramos y no
hallamos al dichoso bicho. Buscamos las huellas, pero había tantas, que nos
salió lo mismo que si no hubiera ninguna. En todas las bocas de las cuevas
había huellas de entradas y salidas de ratones. ¿Cómo íbamos a saber cuáles
eran las del colocolo?
Al otro día se
repitió la pantomima. Mi padre estaba muy mal tosía y tenía una fiebre de
caballo. Más o menos a la misma hora de la noche anterior, sentimos que se
quejaba como una persona que no puede respirar. Escuchamos y oímos como un
gemido de niño chico. De repente mi padre se sentó en la cama y dio un grito
terrible. Entramos corriendo y vimos al colocolo; iba subiendo por la muralla
hacia el techo.
-¡Allá va,
Andrés, mátalo!
Mi hermano, que
estaba del lado en que el animal iba subiendo, le dio un peñascazo con tanta
puntería, que le pegó medio a medio del espinazo. Se sintió un grito agudo,
como de mujer, y el colocolo cayó en un rincón. Si lo hubiéramos buscado en
seguida, tal vez lo habríamos encontrado, pero con el miedo que teníamos y con
lo que nos demoramos en tomar la luz, el colocolo desapareció, dejando rastros
de sangre a la entrada de una cueva.
En la mañana
murió mi padre. Vino el médico y dijo que había muerto de la calientita. Que la
casa estaba infectada y que nos debíamos cambiar de ahí.
Después que
enterramos al viejo, hicimos una excavación en la cueva en que se había metido
el colocolo, pero no encontramos nada. La cueva se comunicaba con otra.
Nos fuimos de la
casa y un mes después, en la noche, volvimos mi hermano Andrés y yo y le
prendimos fuego. Y dicen que cuando la casa estaba ardiendo, en medio de las
llamas se sentía el llanto de un niñito...
Terminó su
narración José Manuel Pincheira y en el instante de silencio que siguió a su
última palabra se oyó un suave ronquido. Vicente Montero se había dormido.
-Se durmió el
compadre.
-Debe estar
cansado... y borracho.
-¡Eh! -le gritó
José Manuel, dándole un golpe con la mano.
Dormido como
estaba y medio borracho, el empujón hizo perder el equilibrio a Vicente
Montero, que osciló como un barril, inclinándose hacia atrás. Alcanzó a
enderezarse y saltó a un lado gritando:
-¡Epa, compadre!
-¿Qué le pasa,
señor? -le preguntó irónicamente Antonio.
-¡Por la madre!
Estaba soñando que un colocolo más grande que un ternero me estaba chupando la
saliva como quien toma cerveza cuando tiene sed.
Se rieron José
Manuel y Antonio. Vicente, desperezándose, dijo:
-Ya debe ser muy
tarde.
Buscó en todos
sus bolsillos, diciendo:
-¿Dónde está mi
reloj?
-¿Tienes reloj,
Vicente? Andas muy en la buena.
-Sí, tengo un
reloj que le compré al mayordomo. Aquí está.
Y sacó un
descomunal reloj Waltham.
-Ja, ja! Ese no
es un reloj, pues, señor... Eso es una piedra de moler. ¡Una callana!
-Si, ríanse, no
más. . . Este es un reloj macuco. Anda mejor que el de la iglesia. Cuando el de
la iglesia da las doce, el mío hace ratito que las ha dado Me sirve muchísimo.
Estuve como un año juntando plata para comprarlo. No lo dejo ni de día ni de
noche. Cuando me acuesto lo cuelgo en la cabecera y le digo: Mañana a las seis,
¿no? Y a las seis en punto despierto. No lo cambio ni por un caballo con aperos
de plata... Ya son las once y media. Me voy.
Se despidieron
los amigos y después de dos tentativas para montar, Vicente Montero montó y se
fue. Dejó que su caballo marchara al trote, abandonándose a su suave vaivén.
Tenía sueño, modorra; el alcohol ingerido se desparramaba lentamente por sus
venas, produciéndole una impresión de dulce cansancio. Inclinó la cabeza sobre
el pecho y empezó a dormitar, aflojando las riendas al caballo, que aumentó su
carrera. Insensiblemente se fue durmiendo, deslizándose por una pendiente
suavísima. De pronto apareció ante sus ojos, en sueños, un enorme ratón con
ojos colorados y ardientes que empezó a correr delante del caballo. Corría,
corría, dándose vuelta de trecho en trecho para mirarlo con sus ojos ardientes.
Después se paró ante el caballo y dando un salto se colocó sobre la cabeza del
animal, desde donde empezó a mirarlo fijamente. Era un ratón horrible, con
pequeñas plumas en vez de pelos, la cabeza pelada y llena de sarna y el hocico
puntiagudo, en medio del cual se movía una lengua roja y fina como la de una
culebra. Mucho rato estuvo allí, mirándolo sin cerrar los ojos, hasta que dando
un chillido saltó y quedó colgando de la barba de Vicente Montero.
¡Eh! -gritó éste
angustiosamente, tirando con todas sus fuerzas de las riendas.
Detenido
bruscamente en su carrera, el caballo dio un fuerte bote hacia el costado y
Vicente Montero, después de dar una vuelta en el aire, cayó de cabeza al suelo.
La violencia del golpe y el estado de semiembriaguez en que se encontraba,
hicieron que se desvaneciera. Rezongó unas palabras y allí quedó, medio
desmayado y medio dormido.
Así estuvo largo
rato... Después despertó, sintió un escalofrío, se restregó los ojos y miró a
su alrededor, atontado. Vio a su caballo, unos pasos más adelante,
mordisqueando unas hierbas.
- ¿Qué diablos me
habrá pasado?
El aire y el
sueño le habían avivado la borrachera. Se puso de rodillas, tiritando, procurando
explicarse la causa de su estada en ese sitio y en esa postura. Recordó algo,
muy vagamente: el colocolo, un hombre que se había muerto porque se le había
acabado la saliva, una vieja que echaba harina en el suelo, y un ratón con ojos
colorados, sin saber si todo eso lo había soñado o le había sucedido.
Se afirmó en una
mano para levantarse, y al ir a hacerlo, miró hacia el suelo. Allí vio algo que
lo dejó inmóvil. A un metro de distancia, entre el pasto alto, un ojo claro y
brillante lo miraba fijamente.
-Esta sí que es
grande -murmuró, volviendo a caer de rodillas y mirando asustado aquel ojo
amenazante. Recordó entonces el horrible ratón de ojos ardientes que había
visto o soñó ver. Hizo: ¡Chis! queriendo espantar a aquel ojo fijo, pero éste continuó
mirándolo. Si hubiera tenido la estribera. De pronto se estremeció de alegría:
recordó que en el sueño, o en lo que fuera, alguien había muerto un colocolo de
un peñascazo.
-Espérate, no
más... ¡colocolo conmigo!
Tanteó en el
suelo, buscando una piedra; encontró una de tamaño suficiente como para
aplastar media docena de colocolos, y calculando bien la distancia la lanzó
hacia aquel ojo luminoso y fijo, gritando:
-¡Toma! Se sintió
un leve chirrido y él saltó hacia adelante, estirando la mano hacia el supuesto
colocolo. Cogió algo frío y lleno de pequeñas puntas afiladas. Sintió un
escalofrío de terror y lanzó violentamente hacia arriba lo que habla tomado; en
el momento de hacerlo, sin embargo; recordó algo que le era familiar al tacto
en la forma y en la frialdad. Estiró la mano y recogió el objeto que descendía.
Lo acercó a sus ojos y vio algo que le hizo darse un golpe de puño en el muslo,
al mismo tiempo que gritaba con rabia:
-¡Por la misma
remadre! ¡Mi reloj Waltham!
en El Colocolo y otros cuentos, 1977
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