Fragmento
Había una mujer que
de vez en cuando se quedaba a dormir en mi apartamento. Luego desayunábamos
juntos, y ella se iba al trabajo. Tampoco ella tiene nombre, pero sólo porque
no es un personaje de esta historia. Aparece brevemente y desaparece enseguida.
Por eso no le pongo nombre, para no enredar las cosas. Pero que nadie piense
que me la tomo a la ligera. La apreciaba mucho, y la sigo apreciando ahora que
ya no está.
Éramos amigos, por
así decirlo. Era, al menos, la única persona con la que podía decir que me unía
cierta amistad. Tenía un novio formal, que no era yo. Trabajaba en una compañía
de teléfonos, preparando las facturas con el ordenador. Ni yo le pregunté sobre
su trabajo ni ella me contó demasiado, pero creo que era eso. Calcular el total
de las facturas telefónicas de otras personas, preparar los recibos, algo por
el estilo. Por eso todos los meses, al ver en el buzón el recibo del teléfono,
me daba la impresión de estar recibiendo una carta personal.
Además se acostaba
conmigo. Dos o tres veces al mes, más o menos. Pensaba que yo había caído de la
luna o de algún lugar semejante. “¿Aún no te has vuelto a la luna?”, me
pregunta entre risas. Estamos en la cama, desnudos, nuestros cuerpos muy
juntos, sus pechos contra mi costado. Así pasamos muchas noches, charlando
hasta el amanecer. El ruido de la autopista no cesa ni un momento. En la radio
suena monótona una canción de los Human League. Human League. ¡Qué nombre tan
absurdo! ¿Por qué usarán un nombre tan sin sentido? Antes la gente era mucho
más moderada a la hora de ponerle nombre a un grupo: Imperials, Supremes,
Flamingos, Falcons, Impressions, Doors, Four Seasons, Beach Boys.
Ella ríe cuando me
oye decir estas cosas. Y luego dice que soy un tipo raro, distinto. En qué soy
distinto, eso es algo que desconozco. Yo creo que soy una persona tremendamente
normal con una forma de pensar tremendamente normal. Human League.
“Me gusta estar
contigo”, me dice. “A veces me vienen unas ganas tremendas de estar contigo. En
el trabajo, por ejemplo”.
“Aha”.
“A veces”, dice
ella marcando las palabras. Y luego deja pasar unos treinta segundos. La
canción de los Human League ha terminado, y ahora suena algo de un grupo que no
conozco. “Ese es tu problema”, continúa. “Me encanta estar así los dos juntos,
pero no se me ocurriría pasar todo el día contigo, de la mañana a la noche.
¿Por qué será?”.
“Ni idea”.
“No es que esté
incómoda contigo. Es sólo que, cuando estamos juntos, a veces me da la
impresión de que el aire se vuelve increíblemente liviano. Como si estuviéramos
en la luna”.
“Este es un pequeño
paso para el hombre...”.
“No estoy
bromeando”, me contesta incorporándose en la cama y mirándome de frente. “Lo
digo por tu bien. ¿Hay alguna otra persona que te diga estas cosas? ¿Qué me dices?
¿Acaso tienes a alguien?”.
“A nadie”, le digo
sinceramente. Absolutamente a nadie.
Vuelve a tumbarse,
apoyando sus pechos en mi costado. La palma de mi mano le acaricia suavemente
la espalda.
“Pues eso. Cuando
estoy contigo, hay veces que el aire se hace muy liviano, como en la luna”.
“El aire de la luna
no es liviano” le apunto. “En la superficie de la luna no hay absolutamente
nada de aire. Por eso...”.
“Es liviano”,
susurra ella. No sé si ha ignorado mis palabras o si no las ha oído en
absoluto. Pero oírla hablar en voz baja me pone nervioso. No sé por qué, pero
hay algo en su susurro que me inquieta. “Increíblemente liviano, a veces. Es
como si tú y yo respiráramos aires totalmente distintos. Lo sé”.
“Faltan datos”, le
digo.
“¿Quieres decir que
no sé nada sobre ti?”.
“Tampoco yo sé
demasiado de mí mismo”, contesto. “Lo digo en serio, no es que trate de
filosofar. Es más real que todo eso. Faltan datos así, en general”.
“Pues ya eres
mayorcito. ¿Qué edad tienes? ¿Treinta y tres?” Ella tiene veintiséis.
“Treinta y cuatro”,
la corrijo. “Treinta y cuatro años y dos meses”.
Ella mueve la
cabeza. Luego se levanta de la cama, se acerca a la ventana y abre la cortina.
Se ha puesto mi pijama.
“Vuélvete a la
luna”, me dice mientras la señala con el dedo.
“¿No hace frío?”,
le pregunto.
“¿Quieres decir en
la luna?”.
“No, estoy hablando
de ti”, contesto. Estamos en Febrero. Junto a la ventana, su respiración se ha
vuelto blanca, pero sólo al oír mis palabras parece tomar consciencia de ello.
Se apresura a
volver a la cama. La abrazo, y noto el frío del pijama. Aprieta su nariz contra
mi cuello. Está helada. “Te quiero”, me dice.
Quiero decir algo,
pero no me salen las palabras. Ella me gusta mucho. El tiempo se pasa volando
cuando estamos los dos así, en la cama. Me gusta dar calor a su cuerpo y
acariciar su pelo. Escuchar el leve sonido de su respiración al dormir,
llevarla al trabajo por la mañana, recibir la factura de teléfono que ella ha
calculado (o eso quiero creer), verla con mi pijama puesto, que le queda
grande. Pero no puedo expresarlo con palabras cuando llega el momento. No estoy
enamorado de ella, pero tampoco vale decir simplemente que me gusta.
¿Qué se supone que
debo decir?
El caso es que no
soy capaz de decir nada. No se me aparecen las palabras necesarias. Sé que mi
silencio la hiere. Ella no quiere que me dé cuenta, pero lo siento. Lo siento
mientras acaricio la suave piel de su espalda sobre la espina dorsal. Muy
claramente. Nos abrazamos en silencio durante unos instantes, escuchando una
canción de título desconocido. Su mano está apoyada en mi vientre.
“Cásate con una
mujer de la luna y crea con ella una estupenda familia de lunáticos”, me dice
con dulzura. “Es lo mejor que puedes hacer”.
Sin dejar de
abrazarla, observo la luna por encima de su hombro, a través de la ventana
abierta. De vez en cuando atraviesan la autopista enormes camiones cargados de
algo muy pesado y levantando un estruendo lleno de malos presagios, como un
iceberg que comienza a derrumbarse. Me pregunto cuál será su carga.
“¿Qué tienes para
desayunar?” me pregunta.
“Nada fuera de lo
normal. Lo de siempre. Jamón, huevos, tostadas, la ensalada de patata que me
hice ayer, y café. Si quieres, te lo preparo con leche caliente”, contesto.
“Estupendo”, me
dice con una sonrisa. “¿Por qué no preparas unos huevos con jamón, y me sirves
el café con tostadas?”
“Ningún problema”,
le aseguro.
“¿Sabes qué es lo
que más me gusta del mundo?”.
“Francamente, no
tengo ni idea”.
“Lo que más me
gusta”, me dice mirándome a los ojos, “es estar en la cama una fría mañana de
invierno, sin ninguna gana de levantarme. Y entonces oler el aroma del café, y oír
el sonido de los huevos con jamón al freírse, y el crujir de las tostadas
cuando las cortan, y saltar de la cama sin poderme contener”.
“Pues vamos a
verlo”, le digo riendo.
*
No soy un tipo
raro.
Eso creo, de
verdad.
No voy a decir que
sea el prototipo de la persona corriente, pero no soy raro. A mi manera, soy un
ser humano absolutamente normal. Soy, necesariamente, todo lo normal que se
pueda ser. Y esto es tan obvio, que lo que piensen los demás no me preocupa lo
más mínimo. No es mi problema; en todo caso, será su problema.
Hay quienes me
tienen por más imbécil de lo que soy. Otros, en cambio, me creen excesivamente
calculador. Pero eso me da igual. Además, ese “más de lo que soy” es sólo una
forma de expresar una comparación con la imagen que tengo de mí mismo. Los
demás me pueden ver imbécil o calculador, pero ése es un problema que no me
preocupa. No hay malentendidos en el mundo, sólo diferentes formas de pensar. Y
esta es mi forma de pensar.
Pero también hay
personas que pueden extraer la normalidad que hay en mí. Son muy escasas, pero
existen. Ellos/as y yo nos atraemos mutuamente de una forma completamente
natural, como dos planetas flotando en el espacio oscuro del universo, y luego
nos separamos. Aparecen en mi vida, se relacionan conmigo, y un buen día
desaparecen. Son mis amigos, mis amantes, mi esposa incluso. A veces acabamos
enfrentados. Pero siempre, en todos los casos, acaban yéndose. Se rinden, o
pierden las esperanzas, o caen en el silencio (no sale nada del grifo, por
muchas vueltas que le den), y finalmente desaparecen. Tengo una habitación con
dos puertas. Una de entrada, otra de salida. Las dos no son compatibles. No se
puede salir por la entrada, ni entrar por la salida. Esas son las reglas. La
gente entra por la entrada, y sale por la salida. Hay muchas formas de entrar y
muchas formas de salir. Pero lo que no cambia es que todos acaban saliendo.
Unos se fueron en busca de nuevas posibilidades, otros por ahorrar tiempo.
Otros murieron. No ha quedado nadie. No hay nadie en la habitación, sólo yo.
Tengo siempre muy presente su ausencia. La de quienes se fueron. Las palabras
que dijeron, los alientos que exhalaron, las canciones que tararearon... Todo
lo veo flotando como un polvillo por las esquinas de la habitación.
Probablemente, la
imagen que ellos vieron de mí se acercaba bastante a la realidad. Por eso se me
aproximaron, y por eso también se fueron. Ellos reconocieron la normalidad que
hay en mí, y mis sinceros esfuerzos por conservarla. Me hablaron y me abrieron
su corazón. Casi todos se portaron bien conmigo. Pero no había nada que yo
pudiera darles, y si algo les di no fue suficiente. Siempre me esforcé por
darles todo lo posible. Hice todo lo que pude. Y también buscaba algo en ellos.
Pero al final no resultó. Y se fueron.
Es duro, por
supuesto.
Pero más duro aún
es el hecho de que salieran de la habitación mucho más tristes que cuando
entraron. Salían con una parte de sí mismos erosionada. Yo me daba cuenta de
ello. Es curioso, pero ellos parecían estar mucho más erosionados que yo. ¿Por
qué será? ¿Por qué siempre quedo yo? ¿Y por qué queda siempre en mis manos la
sombra de alguien erosionado? ¿Por qué? No lo sé.
Faltan datos.
Por eso nunca
obtengo la solución.
Hay algo que falta.
Un día, al volver
de una reunión de trabajo, encontré una postal en el buzón. Era una foto de un
astronauta caminando por la superficie de la luna. No había remitente, pero al
primer vistazo supe quién me la enviaba.
“Será mejor que no
volvamos a vernos”, había escrito. “Pronto me casaré con un terrícola”.
Escuché el sonido
de la puerta al cerrarse.
Datos insuficientes.
No hay solución. Pulse Borrar.
Pantalla en blanco.
Me pregunto cuánto
tiempo más van a continuar así las cosas. Tengo ya treinta y cuatro años.
¿Hasta cuándo?
No estaba triste.
Al fin y al cabo, estaba claro que yo era el único responsable. Era natural que
ella se alejara de mí, y lo sabía desde el principio. Los dos lo sabíamos. Pero
perseguíamos un modesto milagro, una oportunidad de cambiar las cosas en lo
fundamental. Pero esa oportunidad no se presentó, claro. Y ella salió. Cuando
se fue me sentí solo, pero era una soledad que ya había experimentado antes.
Sabía que acabaría superándola.
Ya estoy
acostumbrado.
Pensar estas cosas
me hace sentir mal. Siento surgir en mis entrañas un líquido negro que pugna
por subir hasta la garganta. Me pongo delante del espejo del cuarto de baño.
Este soy yo. Sí, ése eres tú. También tú estás gastado, mucho más de lo que
crees. Me veo la cara más sucia y envejecida que nunca. Me lavo la cara
meticulosamente con jabón, y me doy unas friegas con la loción. Luego me lavo
las manos, y me seco bien con una toalla nueva. Voy a la cocina y ordeno los
contenidos del frigorífico mientras bebo una lata de cerveza. Tiro los tomates
echados a perder, alineo las cervezas, cambio de sitio las fiambreras, hago la
lista de la compra.
Al amanecer estoy
solo, y mientras miro distraídamente la luna me pregunto hasta cuándo seguirá
esto. Seguramente encontraré a otra mujer dentro de poco. Y nos atraeremos de
forma natural, como dos planetas. Y esperaremos inútilmente un milagro,
malgastando el tiempo, erosionando nuestros corazones. Hasta que nos separemos.
¿Hasta cuándo?
1988
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