domingo, octubre 05, 2014

“El sendero en el bosque”, de Adalbert Stifter







Fragmento


Tiburius nunca había visto un bosque por dentro. En su lugar de nacimiento había tan solo pequeños sotos, en los que ni siquiera había estado. Había observado las grandes florestas que cubrían los montes que rodeaban el balneario solo desde la ventana y a través de su telescopio. Aquí, en cambio, estaba en un verdadero bosque. Aun cuando todo lo que divisaba en su caminata no estuviera cubierto de árboles, éstos estaban tan cerca unos de otros, ocultando las colinas más próximas, que bien habría podido decirse que Don Tiburius se encontraba en un bosque auténtico.

            Todo lo que vio le encantó. Ningún ser humano se dejaba ver ni oír por aquellos parajes, y esto le resultaba muy grato. El lugar iba desde la carretera hacia el interior. Cuando el señor Tiburius había caminado toda la distancia que debía recorrer para cumplir con sus ejercicios, quiso darse la vuelta. Pero vio de pronto que, un poco más abajo, había un lugar aún más bello. A la izquierda se hallaba un muro de piedra de una altura considerable; a la derecha, en cambio, a cierta distancia, árboles altos. Por la parte de abajo había un lugar cerrado por plantaciones de árboles. Reinaba allí un silencio aún mayor, y el calor del mediodía descendía con tanta delicia sobre el muro de piedra que casi era como si se le pudiese oír murmurar de placer. Verdaderamente era muy agradable para el cuerpo estar allí, sobre todo porque —al estar ya el otoño avanzado— algunas hojas del follaje se habían teñido completamente de amarillo. El suelo estaba muy seco debido al largo tiempo que había transcurrido sin llover.

            Don Tiburius decidió de inmediato que caminaría por allí y que convertiría aquel paraje en el lugar para sus ejercicios a pie. Pensó que si caminaba un poco más, recto y hacia delante, podría volver sobre sus pasos más tarde. La distancia total equivaldría a la prescrita para el tiempo que solía recorrer caminando de arriba abajo. Estaba seguro de que esto no podría serle perjudicial. El suave sol, que le deslumbraba levemente a través del choque con los riscos, le produjo tanto placer que se sintió como nuevo y rejuvenecido. Todas las cosas que contemplaba a su alrededor le resultaban nuevas; todo le gustó mucho y nunca hubiera sospechado que se habría de sentir tan a gusto y satisfecho en un bosque. Descubrió ante él un largo y ancho roquedal de piedra blanca con hierbas de todo tipo. A la izquierda del muro de piedra había más piedras todavía. Estaban rotas y eran blancas, amarillas, pardas y de todas clases. Tras ellas había matorrales de color rojizo, ramas y otros arbustos. Algunas veces se posaba alguna mariposa —de las que jamás había visto don Tiburius en su tierra natal— en una piedra, donde extendía sus brillantes alas y tomaba el sol. Alguna vez las mariposas volaban silenciosas junto a él, pero —pese a que el aire se mantenía inmóvil— inmediatamente dejaba de verlas. También advirtió don Tiburius que reinaba allí, verdaderamente, un olor muy suave y agradable. Continuó caminando. De vez en cuando sostenía los anteojos, los giraba despacio entre los dedos y se recreaba en el centelleo de la ruedecilla de oro en medio de aquel lugar, tan solitario y tranquilo. Después de un rato caminando, llegó hasta unos troncos cortados, de donde salía resina oscura. Nunca había visto nada semejante, y se detuvo. El transparente líquido manaba lentamente de la corteza; las gotitas parecían puro oro fundido, formando una membrana o película. Después continuó caminando.

            Se topó frente a un macizo de azules flores de genciana, las contempló y cortó incluso algunos ramilletes. Finalmente llegó casi hasta el término del paseo que había escogido. La fronda de bosque, que a lo lejos había visto como algo cerrado y de poco arbolado, estaba compuesta por un considerable número de árboles, bastante distanciados entre sí. Tiburius se detuvo unos momentos para contemplarla y meditar si debía penetrar o no. Las ardillas saltaban en el resplandor del mediodía; un riachuelo corría irregularmente a través de los abetos. Entre los troncos se extendían airosas y relucientes ramas otoñales, como las que don Tiburius había visto a menudo en el jardín de su casa. Antes de continuar andando, tenía que averiguar qué clase de flor blanca era la que asomaba en las puntas de los abetos lejanos; también quería saber qué aspecto tendría la nube que asomaba allá, a lo lejos, entre el verde de los árboles, preocupado de que amenazara lluvia. Sacó su anteojo de bolsillo y observó el panorama. Pero aquella blanca flor no era más que el indescriptible resplandor del sol que iluminaba con sus rayos las mismas puntas de los abetos; lo que le había parecido una nube, era un lejano monte como muchos de los que en estos parajes se extienden uno tras otro. Decidió, pues, seguir caminando, especialmente porque el muro de piedra se prolongaba y porque frente a él solo había un haya al principio y, después, tan solo unas pocas más. También podía verse un camino de tierra oscura, que invitaba, tentador, a que se adentrase en él y que se perdía ente los árboles. Mientras entraba en ese camino, Tiburius no tuvo más remedio que pensar en el pequeño y chiflado doctor, que quemaba rastrojos —como los que había en aquella tierra— para sus rododendros y brezos. Vio que aquellos brezos crecían bajo los troncos mucho más bellos allí que aquellos que cultivaba el galeno en sus tiestos. Tomó la determinación entonces de contarle todo esto al doctor cuando regresase a su casa.

            Tiburius continuó caminando por aquella senda, repleta de múltiples reclamos. Algunas veces aparecían fresas como rojos corales a su lado; otras, surgían plantas de los arándanos. Entre sus brillantes hojas colgaban bolitas rojas. Los árboles parecían cada vez más oscuros y, a veces, un tronco de abedul trazaba una línea luminosa entre la arboleda. El camino era siempre igual y el paisaje que iba divisando al principio seguía siendo idéntico al que había dejado atrás. Pero poco a poco, no obstante, todo fue cambiando. La arboleda le pareció cada vez más espesa y oscura; tuvo la impresión de que de sus ramas se desprendía ahora un aire más frío. Esto hizo que don Tiburius decidiese regresar; continuar hubiera resultado tal vez perjudicial para su salud. Sacó su reloj de bolsillo y vio, con temor, que, sin darse cuenta, había caminado más allá de lo pensado. Así que el camino de vuelta le exigiría hoy más tiempo que de ordinario.



en Der Waldsteig, 1845












No hay comentarios.: