Fragmento
Tiburius
nunca había visto un bosque por dentro. En su lugar de nacimiento había tan
solo pequeños sotos, en los que ni siquiera había estado. Había observado las
grandes florestas que cubrían los montes que rodeaban el balneario solo desde
la ventana y a través de su telescopio. Aquí, en cambio, estaba en un verdadero
bosque. Aun cuando todo lo que divisaba en su caminata no estuviera cubierto de
árboles, éstos estaban tan cerca unos de otros, ocultando las colinas más
próximas, que bien habría podido decirse que Don Tiburius se encontraba en un
bosque auténtico.
Todo
lo que vio le encantó. Ningún ser humano se dejaba ver ni oír por aquellos
parajes, y esto le resultaba muy grato. El lugar iba desde la carretera hacia
el interior. Cuando el señor Tiburius había caminado toda la distancia que
debía recorrer para cumplir con sus ejercicios, quiso darse la vuelta. Pero vio
de pronto que, un poco más abajo, había un lugar aún más bello. A la izquierda
se hallaba un muro de piedra de una altura considerable; a la derecha, en
cambio, a cierta distancia, árboles altos. Por la parte de abajo había un lugar
cerrado por plantaciones de árboles. Reinaba allí un silencio aún mayor, y el
calor del mediodía descendía con tanta delicia sobre el muro de piedra que casi
era como si se le pudiese oír murmurar de placer. Verdaderamente era muy
agradable para el cuerpo estar allí, sobre todo porque —al estar ya el otoño
avanzado— algunas hojas del follaje se habían teñido completamente de amarillo.
El suelo estaba muy seco debido al largo tiempo que había transcurrido sin
llover.
Don Tiburius decidió de inmediato que
caminaría por allí y que convertiría aquel paraje en el lugar para sus
ejercicios a pie. Pensó que si caminaba un poco más, recto y hacia
delante, podría volver sobre sus pasos más tarde. La distancia total
equivaldría a la prescrita para el tiempo que solía recorrer caminando de
arriba abajo. Estaba seguro de que esto no podría serle perjudicial. El suave
sol, que le deslumbraba levemente a través del choque con los riscos, le
produjo tanto placer que se sintió como nuevo y rejuvenecido. Todas las cosas
que contemplaba a su alrededor le resultaban nuevas; todo le gustó mucho y
nunca hubiera sospechado que se habría de sentir tan a gusto y satisfecho en un
bosque. Descubrió ante él un largo y ancho roquedal de piedra blanca con
hierbas de todo tipo. A la izquierda del muro de piedra había más piedras
todavía. Estaban rotas y eran blancas, amarillas, pardas y de todas clases.
Tras ellas había matorrales de color rojizo, ramas y otros arbustos. Algunas
veces se posaba alguna mariposa —de las que jamás había visto don Tiburius en
su tierra natal— en una piedra, donde extendía sus brillantes alas y tomaba el
sol. Alguna vez las mariposas volaban silenciosas junto a él, pero —pese a que
el aire se mantenía inmóvil— inmediatamente dejaba de verlas. También advirtió
don Tiburius que reinaba allí, verdaderamente, un olor muy suave y agradable.
Continuó caminando. De vez en cuando sostenía los anteojos, los giraba despacio
entre los dedos y se recreaba en el centelleo de la ruedecilla de oro en medio
de aquel lugar, tan solitario y tranquilo. Después de un rato caminando, llegó
hasta unos troncos cortados, de donde salía resina oscura. Nunca había visto
nada semejante, y se detuvo. El transparente líquido manaba lentamente de la
corteza; las gotitas parecían puro oro fundido, formando una membrana o
película. Después continuó caminando.
Se topó frente a un macizo de azules
flores de genciana, las contempló y cortó incluso algunos ramilletes. Finalmente
llegó casi hasta el término del paseo que había escogido. La fronda de bosque,
que a lo lejos había visto como algo cerrado y de poco arbolado, estaba
compuesta por un considerable número de árboles, bastante distanciados entre
sí. Tiburius se detuvo unos momentos para contemplarla y meditar si debía
penetrar o no. Las ardillas saltaban en el resplandor del mediodía; un
riachuelo corría irregularmente a través de los abetos. Entre los troncos se
extendían airosas y relucientes ramas otoñales, como las que don Tiburius había
visto a menudo en el jardín de su casa. Antes de continuar andando, tenía que
averiguar qué clase de flor blanca era la que asomaba en las puntas de los
abetos lejanos; también quería saber qué aspecto tendría la nube que asomaba
allá, a lo lejos, entre el verde de los árboles, preocupado de que amenazara
lluvia. Sacó su anteojo de bolsillo y observó el panorama. Pero aquella blanca
flor no era más que el indescriptible resplandor del sol que iluminaba con sus
rayos las mismas puntas de los abetos; lo que le había parecido una nube, era
un lejano monte como muchos de los que en estos parajes se extienden uno tras
otro. Decidió, pues, seguir caminando, especialmente porque el muro de piedra
se prolongaba y porque frente a él solo había un haya al principio y, después,
tan solo unas pocas más. También podía verse un camino de tierra oscura, que
invitaba, tentador, a que se adentrase en él y que se perdía ente los árboles.
Mientras entraba en ese camino, Tiburius no tuvo más remedio que pensar en el
pequeño y chiflado doctor, que quemaba rastrojos —como los que había en aquella
tierra— para sus rododendros y brezos. Vio que aquellos brezos crecían bajo los
troncos mucho más bellos allí que aquellos que cultivaba el galeno en sus
tiestos. Tomó la determinación entonces de contarle todo esto al doctor cuando
regresase a su casa.
Tiburius continuó caminando por
aquella senda, repleta de múltiples reclamos. Algunas veces
aparecían fresas como rojos corales a su lado; otras, surgían plantas de los
arándanos. Entre sus brillantes hojas colgaban bolitas rojas. Los árboles
parecían cada vez más oscuros y, a veces, un tronco de abedul trazaba una línea
luminosa entre la arboleda. El camino era siempre igual y el paisaje que iba
divisando al principio seguía siendo idéntico al que había dejado atrás. Pero
poco a poco, no obstante, todo fue cambiando. La arboleda le pareció cada vez
más espesa y oscura; tuvo la impresión de que de sus ramas se desprendía ahora
un aire más frío. Esto hizo que don Tiburius decidiese regresar; continuar
hubiera resultado tal vez perjudicial para su salud. Sacó su reloj de bolsillo
y vio, con temor, que, sin darse cuenta, había caminado más allá de lo pensado.
Así que el camino de vuelta le exigiría hoy más tiempo que de ordinario.
en
Der Waldsteig, 1845
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