Una de las razones
de que esté dispuesto a hablar en público sobre un tema para el que estoy
extremadamente poco cualificado es que me otorga la oportunidad de leer para
ustedes un relato de Kafka que ya he dejado de enseñar en las clases de literatura
y que echo de menos poder leer en voz alta. Se titula «Una pequeña fábula»:
—Caramba —dijo el
ratón—, el mundo se hace cada día más pequeño. Al principio era tan grande que
me daba miedo. Yo corrí y corrí sin parar y me alegré de ver por fin las
paredes lejanas a un lado y a otro. Pero esas largas paredes se han estrechado
tan deprisa que ya estoy en el último cuarto, y ahí en el rincón está la trampa
en la que tengo que meterme.
—Solamente tienes
que cambiar de dirección —dijo el gato, y se lo comió.
Algo que a mí me
frustra rotundamente cuando estoy intentando leer a Kafka ante estudiantes
universitarios es que me resulta casi imposible hacerles ver que Kafka es
gracioso. O apreciar la forma en que el humor está entremezclado con la poderosa
fuerza de sus relatos. Porque, por supuesto, los grandes relatos y los grandes
chistes tienen mucho en común. Los dos dependen de lo que los teóricos de la
comunicación llaman a veces «exformación», que es cierta cantidad de información
vital eliminada de una comunicación pero evocada por la misma de tal manera
que causa una explosión de conexiones asociativas con el receptor. [1] A esto se debe
probablemente el hecho de que el efecto tanto de los relatos como de los
chistes a menudo resulte repentino y percusivo, como la apertura de una válvula
que lleva tiempo atascada. No es casual que Kafka hablara de la literatura como
de «un hacha con la que cortamos los mares congelados que tenemos dentro».
Tampoco es accidental que el logro técnico de los grandes relatos se denomine a
menudo «compresión», ya que tanto la presión como la liberación se encuentran
de antemano dentro del lector. Lo que Kafka parece capaz de hacer mejor que
cualquier otro es orquestar el aumento de la presión de tal forma que se vuelve
intolerable en el momento preciso en que se libera.
La psicología de
los chistes ayuda a explicar una parte del problema que supone enseñar a
Kafka. Todos sabemos que no hay mejor manera de vaciar un chiste de su magia
peculiar que intentar explicarlo: señalar, por ejemplo, que Lou Costello está
confundiendo el nombre propio Who por
el pronombre interrogativo inglés who,
etcétera. Y todos sabemos la extraña antipatía que producen en nosotros esas
explicaciones, una sensación no tanto de aburrimiento como de ofensa, como si
se hubiera pronunciado una blasfemia. Esto se parece mucho a lo que siente un
profesor cuando pasa un relato de Kafka por los engranajes del análisis
crítico estándar de un curso de licenciatura: hay que seguir atentamente la
trama, decodificar símbolos, exfoliar los temas, etcétera. Kafka, por
supuesto, estaría en una posición privilegiada para apreciar la ironía de
someter sus relatos a esa especie de maquinaria crítica de elevada eficacia, el
equivalente literario a arrancar los pétalos y molerlos y pasar el mejunje
resultante por un espectrómetro para explicar por qué una rosa huele tan bien.
Franz Kafka, al fin
y al cabo, es el escritor de relatos cuyo «Poseidón» imagina a un dios del mar
tan abrumado por el papeleo administrativo que nunca consigue navegar ni nadar,
y cuyo «En la colonia penitenciaria» concibe la descripción como un castigo y
la tortura como edificante y al crítico supremo como un rastrillo de púas cuyo
golpe de gracia es una estaca en la frente.
Otro obstáculo,
hasta para los buenos estudiantes, es que —a diferencia, por ejemplo, de lo
que pasa con Joyce o Pound— las asociaciones exformativas que crea la obra de
Kafka no son intertextuales ni siquiera históricas. Las evocaciones de Kafka
son más bien inconscientes y casi más bien subarquetípicas, esas cosas primordiales
e infantiles de las que derivan los mitos. Es por eso por lo que solemos
calificar sus relatos más extraños de «pesadillescos» más que «surrealistas».
Las asociaciones exformativas en Kafka también son a la vez simples y
extremadamente ricas, y a menudo resulta casi imposible elaborar discursos
sobre las mismas: imaginen, por ejemplo, pedirle a un estudiante que despliegue
y organice las diversas redes de significados que hay detrás de ratón, mundo,
correr, paredes, estrecharse, cuarto, ratonera, gato y gato se come a ratón.
Por no mencionar el
hecho de que la clase particular de humor que Kafka despliega es profundamente
ajeno a los estudiantes cuyas resonancias neurales son americanas. [2] Lo
cierto es que el humor de Kafka no usa casi ninguna de las formas y códigos
particulares del entretenimiento americano contemporáneo. No hay juegos de
palabras recurrentes ni acrobacias aéreas verbales, y casi nada que tenga que
ver con chistes ni con sátira mordaz. En Kafka no hay humor sobre funciones
corporales, ni dobles sentidos sexuales, ni intentos estilizados de rebelarse
ofendiendo a las convenciones. Nada de bufonadas pynchonianas con pieles de
plátano ni adenoides traviesos. No hay priapismo a lo Philip Roth ni
metaparodia a lo John Barth ni quejas continuas como las de Woody Allen. No
hay ninguna de las inversiones de opereta de las modernas comedias de
situación. Tampoco hay niños precoces ni abuelos malhablados ni compañeros de
trabajo cínicamente insurgentes. Y tal vez lo más extraño de todo, las figuras
de autoridad de Kafka nunca son simples bufones huecos a los que ridiculizar,
sino que resultan siempre absurdos y temibles y tristes, todo al mismo tiempo,
como el teniente de «En la colonia penitenciaria».
Lo que quiero decir
no es que su ingenio sea demasiado sutil para los estudiantes americanos. De
hecho, la única estrategia medio eficaz que se me ha ocurrido para explorar el
humor de Kafka pasa por sugerirles a los estudiantes que gran parte del mismo
en realidad es poco sutil, o más bien antisutil. Lo que afirmo es que la gracia
de Kafka se basa en una especie de literalización radical de verdades que
solemos tratar en forma de metáforas. Les transmito mi opinión de que algunas
de nuestras intuiciones colectivas más profundas parecen expresables únicamente
como figuras retóricas, y les digo que es por eso por lo que a esas figuras
retóricas las llamamos «expresiones». Respecto a La metamorfosis, entonces,
puedo invitar a los estudiantes a reflexionar sobre lo que estamos expresando
realmente cuando nos referimos a alguien como «asqueroso» o «repulsivo» o decimos
que alguien está obligado a «comer mierda» como parte de su trabajo. O a releer
«En la colonia penitenciaria» a la luz de expresiones inglesas como tongue-lashing [«echar bronca», literalmente
«azotar con la lengua»] o tore him a new
asshole [«le dio una buena tunda», literalmente «le perforó un agujero
nuevo en el culo»], o el refrán «Al llegar la mediana edad, todo el mundo tiene
la cara que se merece». O a abordar «Un artista del hambre» basándose en
tropos del estilo «hambriento de atención» o «hambriento de amor», o al doble
sentido de la expresión «negación de uno mismo», o hasta basándose a un dato
tan inocente como el hecho de que resulta que la raíz etimológica de la palabra
«anorexia» es la palabra griega que significa «nostalgia».
Esto suele acabar
interesando a los estudiantes, lo cual es genial; pero la culpa deja al
profesor un poco tembloroso, porque la táctica de la comedia entendida como la
literalización de la metáfora no logra contener ni de lejos la alquimia más
profunda por la cual la comedia de Kafka es siempre también tragedia, y esta
tragedia es siempre también un placer inmenso y reverente. Esto normalmente
conduce a una hora atroz durante la cual doy marcha atrás y aviso a los
estudiantes de que, pese a todo su ingenio y su voltaje exformativo, los relatos
de Kafka no son fundamentalmente chistes, y que el humor negro más bien simple
y lúgubre que enmascara tantas de las declaraciones personales de Kafka —cosas
como «Hay esperanza, pero no para nosotros»— no es lo que conforma el eje de
sus historias.
Lo que los relatos
de Kafka tienen es más bien una grotesca, magnífica y completamente moderna
complejidad, una ambivalencia que se convierte en la lógica multivalente
inclusiva del, entre comillas, «inconsciente», que yo personalmente creo que no
es más que una forma sofisticada de llamar al alma. El humor de Kafka —que no
solo no es neurótico sino que es antineurótico, heroicamente cuerdo— es, en
última instancia, humor religioso, pero religioso al estilo de Kierkegaard y
Rilke y los Salmos, una espiritualidad desgarradora contra la cual hasta la
gracia sanguinaria de la señora O'Connor parece un poco fácil, y las almas en
juego prefabricadas.
Y es esto, creo yo,
lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes
nuestra cultura ha educado para que vean las bromas como entretenimiento y el
entretenimiento como algo reconfortante. [3] No es que los estudiantes no
«pillen» el humor de Kafka, sino que los hemos enseñado a ver el humor como
algo que se pilla, de la misma forma que les enseñamos que el «yo» es algo que
se tiene sin más. No es de extrañar que no puedan apreciar el chiste que hay
en el centro mismo de Kafka: que la horrible pugna por establecer un «yo»
humano resulta en un «yo» cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible.
Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro
hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a la pizarra,
créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no «pillen»
a Kafka. Se les puede pedir que imaginen que sus relatos tratan todos de una
especie de puerta. Que nos imaginemos acercándonos y llamando a esa puerta,
cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar
sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desesperación
total por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta
se abre... y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos
dentro de lo que queríamos. Das ist
komisch.
Notas
[1] Comparen por ejemplo, en este
sentido, toda la conversación «¿Por que estaba desesperado el anciano? Por
nada» que hay en las primeras páginas de «Un lugar limpio y bien iluminado» de
Hemingway con coñas de oficina del tipo «La principal diferencia entre una
becaria de la Casa Blanca y un Cadillac es que no todo el mundo ha estado
dentro de un Cadillac». O piensen en la palabra solitaria «Adiós» con que se
cierra «Report on the Barnhouse Effect» de Vonnegut en comparación con la
función de «¡El pez!» como respuesta de «¿Cuántos surrealistas hacen falta
para cambiar una bombilla?».
[2] No me estoy refiriendo aquí a
las cosas que se pierden en la traducción. Pese a la naturaleza del evento* de
esta noche, tengo que confesar que no hablo mucho alemán, y que el Kafka que
conozco y enseño es el Kafka del señor y la señora Muir, y aunque solamente
Dios sabe cuánto más me estoy perdiendo, el humor del que hablo es un humor que
está presente en las viejas versiones inglesas de los Muir.
[3] Probablemente se podrían
escribir libros enteros de la Johns Hopkins University Press sobre la función
tranquilizadora que el humor desempeña en la psique americana de hoy día. Una
forma tosca de explicar todo este asunto es que nuestra cultura es, tanto a
nivel histórico como de desarrollo, adolescente. Y como es sabido que la
adolescencia es el período más estresante y temible del desarrollo humano —esa
fase en que la condición adulta que aseguramos poseer empieza a presentarse
como un sistema real y cada vez más estrecho de responsabilidades y
limitaciones (los impuestos, la muerte) y en que ansiamos interiormente un
retorno a la misma paz infantil de la que fingíamos burlarnos—, no resulta
difícil ver por qué en tanto que cultura somos tan susceptibles a un arte y a
un ocio cuya función primaria es la evasión, es decir, la fantasía, la
adrenalina, el espectáculo, el romance, etcétera. Los chistes son una forma de
arte, y debido a que la mayoría de los americanos llegamos hoy día al arte para
escapar de nosotros mismos -para fingir durante un rato que no somos ratones y
que las paredes son paralelas y que podemos dejar atrás al gato-, es
comprensible que la mayoría de nosotros vayamos a considerar «Una pequeña
fábula» como algo que no es gracioso en absoluto, o que tal vez incluso lo
veamos como un ejemplo repulsivo de esa misma clase de realidad deprimente
compuesta por los impuestos y la muerte de la que el humor «de verdad» sirve
como respiro.
1999
en Hablemos de langostas, 2007
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