viernes, octubre 03, 2014

“Algunos comentarios sobre lo gracioso que es Kafka, de los cuales probablemente no he quitado bastante”, de David Foster Wallace






Una de las razones de que esté dispuesto a hablar en público sobre un tema para el que estoy extremadamente poco cualifi­cado es que me otorga la oportunidad de leer para ustedes un relato de Kafka que ya he dejado de enseñar en las clases de lite­ratura y que echo de menos poder leer en voz alta. Se titula «Una pequeña fábula»:

—Caramba —dijo el ratón—, el mundo se hace cada día más pe­queño. Al principio era tan grande que me daba miedo. Yo corrí y corrí sin parar y me alegré de ver por fin las paredes lejanas a un lado y a otro. Pero esas largas paredes se han estrechado tan deprisa que ya estoy en el último cuarto, y ahí en el rincón está la trampa en la que tengo que meterme.
—Solamente tienes que cambiar de dirección —dijo el gato, y se lo comió.

Algo que a mí me frustra rotundamente cuando estoy in­tentando leer a Kafka ante estudiantes universitarios es que me resulta casi imposible hacerles ver que Kafka es gracioso. O apre­ciar la forma en que el humor está entremezclado con la pode­rosa fuerza de sus relatos. Porque, por supuesto, los grandes re­latos y los grandes chistes tienen mucho en común. Los dos dependen de lo que los teóricos de la comunicación llaman a veces «exformación», que es cierta cantidad de información vi­tal eliminada de una comunicación pero evocada por la misma de tal manera que causa una explosión de conexiones asociativas con el receptor. [1] A esto se debe probablemente el hecho de que el efecto tanto de los relatos como de los chistes a menu­do resulte repentino y percusivo, como la apertura de una vál­vula que lleva tiempo atascada. No es casual que Kafka hablara de la literatura como de «un hacha con la que cortamos los ma­res congelados que tenemos dentro». Tampoco es accidental que el logro técnico de los grandes relatos se denomine a me­nudo «compresión», ya que tanto la presión como la liberación se encuentran de antemano dentro del lector. Lo que Kafka pa­rece capaz de hacer mejor que cualquier otro es orquestar el aumento de la presión de tal forma que se vuelve intolerable en el momento preciso en que se libera.

La psicología de los chistes ayuda a explicar una parte del pro­blema que supone enseñar a Kafka. Todos sabemos que no hay mejor manera de vaciar un chiste de su magia peculiar que inten­tar explicarlo: señalar, por ejemplo, que Lou Costello está con­fundiendo el nombre propio Who por el pronombre interrogati­vo inglés who, etcétera. Y todos sabemos la extraña antipatía que producen en nosotros esas explicaciones, una sensación no tanto de aburrimiento como de ofensa, como si se hubiera pronuncia­do una blasfemia. Esto se parece mucho a lo que siente un profe­sor cuando pasa un relato de Kafka por los engranajes del análisis crítico estándar de un curso de licenciatura: hay que seguir aten­tamente la trama, decodificar símbolos, exfoliar los temas, etcé­tera. Kafka, por supuesto, estaría en una posición privilegiada para apreciar la ironía de someter sus relatos a esa especie de maquinaria crítica de elevada eficacia, el equivalente literario a arrancar los pétalos y molerlos y pasar el mejunje resultante por un espectrómetro para explicar por qué una rosa huele tan bien.

Franz Kafka, al fin y al cabo, es el escritor de relatos cuyo «Poseidón» imagina a un dios del mar tan abrumado por el papeleo administrativo que nunca consigue navegar ni nadar, y cuyo «En la colonia penitenciaria» concibe la descripción como un castigo y la tortura como edificante y al crítico supremo como un rastrillo de púas cuyo golpe de gracia es una estaca en la frente.

Otro obstáculo, hasta para los buenos estudiantes, es que —a di­ferencia, por ejemplo, de lo que pasa con Joyce o Pound— las aso­ciaciones exformativas que crea la obra de Kafka no son intertex­tuales ni siquiera históricas. Las evocaciones de Kafka son más bien inconscientes y casi más bien subarquetípicas, esas cosas primor­diales e infantiles de las que derivan los mitos. Es por eso por lo que solemos calificar sus relatos más extraños de «pesadillescos» más que «surrealistas». Las asociaciones exformativas en Kafka también son a la vez simples y extremadamente ricas, y a menudo resulta casi imposible elaborar discursos sobre las mismas: imaginen, por ejemplo, pedirle a un estudiante que despliegue y organice las di­versas redes de significados que hay detrás de ratón, mundo, correr, paredes, estrecharse, cuarto, ratonera, gato y gato se come a ratón.

Por no mencionar el hecho de que la clase particular de humor que Kafka despliega es profundamente ajeno a los estu­diantes cuyas resonancias neurales son americanas. [2] Lo cierto es que el humor de Kafka no usa casi ninguna de las formas y có­digos particulares del entretenimiento americano contemporá­neo. No hay juegos de palabras recurrentes ni acrobacias aéreas verbales, y casi nada que tenga que ver con chistes ni con sátira mordaz. En Kafka no hay humor sobre funciones corporales, ni dobles sentidos sexuales, ni intentos estilizados de rebelarse ofendiendo a las convenciones. Nada de bufonadas pynchonianas con pieles de plátano ni adenoides traviesos. No hay priapismo a lo Philip Roth ni metaparodia a lo John Barth ni que­jas continuas como las de Woody Allen. No hay ninguna de las inversiones de opereta de las modernas comedias de situación. Tampoco hay niños precoces ni abuelos malhablados ni com­pañeros de trabajo cínicamente insurgentes. Y tal vez lo más ex­traño de todo, las figuras de autoridad de Kafka nunca son sim­ples bufones huecos a los que ridiculizar, sino que resultan siempre absurdos y temibles y tristes, todo al mismo tiempo, como el teniente de «En la colonia penitenciaria».

Lo que quiero decir no es que su ingenio sea demasiado su­til para los estudiantes americanos. De hecho, la única estrategia medio eficaz que se me ha ocurrido para explorar el humor de Kafka pasa por sugerirles a los estudiantes que gran parte del mismo en realidad es poco sutil, o más bien antisutil. Lo que afirmo es que la gracia de Kafka se basa en una especie de literalización radical de verdades que solemos tratar en forma de metáforas. Les transmito mi opinión de que algunas de nuestras intuiciones colectivas más profundas parecen expresables única­mente como figuras retóricas, y les digo que es por eso por lo que a esas figuras retóricas las llamamos «expresiones». Respec­to a La metamorfosis, entonces, puedo invitar a los estudiantes a reflexionar sobre lo que estamos expresando realmente cuando nos referimos a alguien como «asqueroso» o «repulsivo» o deci­mos que alguien está obligado a «comer mierda» como parte de su trabajo. O a releer «En la colonia penitenciaria» a la luz de ex­presiones inglesas como tongue-lashing [«echar bronca», literal­mente «azotar con la lengua»] o tore him a new asshole [«le dio una buena tunda», literalmente «le perforó un agujero nuevo en el culo»], o el refrán «Al llegar la mediana edad, todo el mundo tiene la cara que se merece». O a abordar «Un artista del ham­bre» basándose en tropos del estilo «hambriento de atención» o «hambriento de amor», o al doble sentido de la expresión «nega­ción de uno mismo», o hasta basándose a un dato tan inocente como el hecho de que resulta que la raíz etimológica de la pala­bra «anorexia» es la palabra griega que significa «nostalgia».

Esto suele acabar interesando a los estudiantes, lo cual es genial; pero la culpa deja al profesor un poco tembloroso, por­que la táctica de la comedia entendida como la literalización de la metáfora no logra contener ni de lejos la alquimia más profunda por la cual la comedia de Kafka es siempre también tragedia, y esta tragedia es siempre también un placer inmen­so y reverente. Esto normalmente conduce a una hora atroz durante la cual doy marcha atrás y aviso a los estudiantes de que, pese a todo su ingenio y su voltaje exformativo, los rela­tos de Kafka no son fundamentalmente chistes, y que el humor negro más bien simple y lúgubre que enmascara tantas de las declaraciones personales de Kafka —cosas como «Hay esperan­za, pero no para nosotros»— no es lo que conforma el eje de sus historias.

Lo que los relatos de Kafka tienen es más bien una grotesca, magnífica y completamente moderna complejidad, una ambi­valencia que se convierte en la lógica multivalente inclusiva del, entre comillas, «inconsciente», que yo personalmente creo que no es más que una forma sofisticada de llamar al alma. El humor de Kafka —que no solo no es neurótico sino que es antineurótico, heroicamente cuerdo— es, en última instancia, humor religioso, pero religioso al estilo de Kierkegaard y Rilke y los Salmos, una espiritualidad desgarradora contra la cual hasta la gracia sangui­naria de la señora O'Connor parece un poco fácil, y las almas en juego prefabricadas.

Y es esto, creo yo, lo que hace que el ingenio de Kafka sea inaccesible para unos niños a quienes nuestra cultura ha educa­do para que vean las bromas como entretenimiento y el entre­tenimiento como algo reconfortante. [3] No es que los estudiantes no «pillen» el humor de Kafka, sino que los hemos enseñado a ver el humor como algo que se pilla, de la misma forma que les enseñamos que el «yo» es algo que se tiene sin más. No es de ex­trañar que no puedan apreciar el chiste que hay en el centro mismo de Kafka: que la horrible pugna por establecer un «yo» humano resulta en un «yo» cuya humanidad es inseparable de esa pugna horrible. Que nuestro viaje interminable e imposible hacia el hogar es de hecho nuestro hogar. Es difícil de explicar con palabras cuando uno está frente a la pizarra, créanme. Se les puede decir a los alumnos que tal vez sea bueno que no «pillen» a Kafka. Se les puede pedir que imaginen que sus relatos tratan todos de una especie de puerta. Que nos imaginemos acercán­donos y llamando a esa puerta, cada vez más fuerte, llamando y llamando, no solo deseando que nos dejen entrar sino también necesitándolo; no sabemos qué es pero lo sentimos, esa desespe­ración total por entrar, por llamar y dar porrazos y patadas. Y que por fin esa puerta se abre... y se abre hacia fuera: que durante todo el tiempo ya estábamos dentro de lo que queríamos. Das ist komisch.



Notas



[1] Comparen por ejemplo, en este sentido, toda la conversación «¿Por que estaba desesperado el anciano? Por nada» que hay en las primeras páginas de «Un lugar limpio y bien iluminado» de Hemingway con coñas de oficina del tipo «La principal diferencia entre una becaria de la Casa Blanca y un Cadillac es que no todo el mundo ha estado dentro de un Cadillac». O piensen en la palabra solita­ria «Adiós» con que se cierra «Report on the Barnhouse Effect» de Vonnegut en comparación con la función de «¡El pez!» como respuesta de «¿Cuántos surrealis­tas hacen falta para cambiar una bombilla?».

[2] No me estoy refiriendo aquí a las cosas que se pierden en la traducción. Pese a la naturaleza del evento* de esta noche, tengo que confesar que no hablo mucho alemán, y que el Kafka que conozco y enseño es el Kafka del señor y la señora Muir, y aunque solamente Dios sabe cuánto más me estoy perdiendo, el humor del que hablo es un humor que está presente en las viejas versiones in­glesas de los Muir.

[3] Probablemente se podrían escribir libros enteros de la Johns Hopkins University Press sobre la función tranquilizadora que el humor desempeña en la psique americana de hoy día. Una forma tosca de explicar todo este asunto es que nuestra cultura es, tanto a nivel histórico como de desarrollo, adolescente. Y como es sabido que la adolescencia es el período más estresante y temible del desarrollo humano —esa fase en que la condición adulta que aseguramos poseer empieza a presentarse como un sistema real y cada vez más estrecho de responsabilidades y limitaciones (los impuestos, la muerte) y en que ansiamos interiormente un retorno a la misma paz infantil de la que fingíamos burlarnos—, no resulta difícil ver por qué en tanto que cultura somos tan susceptibles a un arte y a un ocio cuya función primaria es la evasión, es decir, la fantasía, la adrenalina, el espectáculo, el romance, etcétera. Los chistes son una forma de arte, y debido a que la mayoría de los americanos llegamos hoy día al arte para escapar de nosotros mismos -para fingir durante un rato que no somos ratones y que las paredes son paralelas y que podemos dejar atrás al gato-, es comprensible que la mayoría de nosotros vayamos a considerar «Una pequeña fábula» como algo que no es gracioso en absoluto, o que tal vez incluso lo veamos como un ejemplo repulsivo de esa misma clase de realidad deprimente compuesta por los impuestos y la muerte de la que el humor «de verdad» sirve como respiro.





1999



en Hablemos de langostas, 2007











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