viernes, agosto 22, 2014

“John Coltrane: un amor supremo”, de José de Segovia







Para aquellos que amamos el jazz, el nombre de Coltrane es sinónimo de un maestro incontestable. Pocos músicos han influido tanto en tantas generaciones. Pero debido a causas contractuales, la trayectoria de este saxo tenor, a veces soprano, no había podido ser resumida hasta ahora con cierto rigor y amplitud. Resuelto ya el problema de los derechos de cada sello discográfico, su hijo Ravi, que ha estado hace poco actuando en Madrid, ha sido el encargado de hacer una selección en cuatro compactos, que abarcan desde sus pasos primerizos a su última fase de misticismo y libertad.

Coltrane había comenzado profesionalmente en la llamada era del bebop, con el gran saxo tenor Charlie Parker. Su sonido era claro, pero mostraba una concepción armónica extremadamente avanzada. Sus inusuales escalas se sucedían a una rapidez tal que en París se preguntaban si no tendría más de dos manos. Su técnica se basaba en una respiración circular, que eliminaba las pausas, inspirando por la nariz y expirando por la boca, que le permitían hacer solos de veinte o treinta minutos. Coltrane tenía una gran base teórica. Había estudiado piano, bajo y arpa, y privadamente tocaba la flauta, e incluso la gaita. Nació con el blues en 1926, pero conocía la música clásica, especialmente Bartók y Stravinsky, así como la tradición latina, africana y de la India. Dotado y prolífico, en 1965 había grabado ya once álbumes, siendo todos ellos alabados por la crítica especializada.

El culto a Coltrane en los años sesenta era tan grande que algunos le conocían ya por sus iniciales, que son las mismas que Jesucristo, algo ciertamente blasfemo para un hombre tan humilde y religioso como era él. Pero el fervor por su música era tal, que a su muerte, una iglesia de San Francisco le llegó a declarar su santo patrón, creando toda una liturgia en torno a Un amor supremo. Se le ha llamado el Mesías del jazz. Algunos le ven incluso como el final de la historia de esta música. Y él fue sin duda el gran innovador de un arte que nació espontáneamente de la esperanza de esclavos que anhelaban un mañana mejor.

Hay tres grandes biografías sobre Coltrane, la mejor es tal vez la publicada en 1981 por Lewis Porter, un profesor de la Universidad de Rutgers, que ha dedicado toda su vida a estudiar su música (las otras son las de Nisenson y Leroi Jones). Sólo sobre Un amor supremo, escribe dieciocho páginas. Su infancia la describe en un medio de clase media, ya que su padre era sastre, pero muere de cáncer cuando Trane (como le solían llamar familiarmente) era apenas adolescente. Se cría en la iglesia de sus abuelos, que eran pastores de la Iglesia Metodista Episcopal Africana Sión, en Hamlet, Carolina del Norte. Estaba ya volcado en el saxo, cuando su familia se traslada a Filadelfia en los años cuarenta, que era entonces la cuna del bebop.

Coltrane pasa la guerra en la Marina, estacionado en Hawai. Al volver a Philly en 1946 se dedica cuatro años a estudiar saxofón y música clásica. Trabaja diez años tocando en orquestas, mientras empieza a tener problemas con el alcohol y la heroína. Muchos músicos de jazz eran entonces drogadictos, como Charlie Parker, Miles Davis, Stan Getz, Dexter Gordon o Chet Baker. Su carrera emprende así un declive, al ser expulsado del grupo de Dizzy Gillespie. Pero en 1957 vive una conversión, que le hace abandonar el hábito de la droga. Según escribió en Un amor supremo, durante ese año experimentó “la gracia de Dios, un despertar espiritual que me llevó a una vida más rica, completa y productiva”.

“Mi propósito es vivir una vida auténticamente religiosa, y expresarlo en mi música”, dice Coltrane en una entrevista de la época. Él creía que “la música puede hacer al mundo mejor”, por lo que busca tonos y escalas de particular “significado emocional”. Empieza a hablar así del arte de una forma casi mágica, como un método para hacer llover, curar, dar dinero, e incluso desintegrar, como dijo en una ocasión al baterista Elvin Jones. A partir de los años sesenta hace de su música una oración. Ensaya en una iglesia, y toca el saxo sin cesar. No se separa de él ni para comer o dormir.

Hay un estudio sobre la espiritualidad de Coltrane, que hizo John Fraim en un libro publicado el año 96 llamado Spirit Catcher, y Nisenson le dedica también especial atención a su fe. No hay duda que sus raíces eran cristianas. Sus abuelos eran pastores, y su madre era “muy religiosa”, dice Porter. No sé si iba ya a la iglesia de adulto, pero él describe su conversión del año 57 en términos de gracia y gratitud al Padre. Sus composiciones llevan nombre cristianos, como “El Padre y el Hijo y el Espíritu Santo”, pero en sus meditaciones sobre este tema trinitario, publicado en 1966 dice: “Creo en todas las religiones”. Habla de una “fuerza para la unidad”, y parece “decepcionado” cuando descubre cuántas religiones había.

Influido por el positivismo de Ayer, el budismo de la India, Gandhi, o la astrología de Oriente y Occidente, Coltrane sabía que moriría pronto, pero no por los antecedentes familiares de cáncer de estómago, sino por sus convicciones astrológicas. Algunos meses antes le preguntaron en una conferencia de prensa en Japón que le gustaría hacer entonces. Él contestó: “ser un santo”.

No hay duda que Coltrane buscaba la verdad del universo. Su música es uno de los más serios intentos de hacer del arte una oración. Conoció el dolor y el lamento de haber explorado las cavidades más profundas de su interior. Veía como por un espejo, oscuramente, pero Dios le dio un saxofón que como la lámpara de un minero, nos habla de un ansia de pureza, que sólo encontramos en aquella sangre de Jesucristo su Hijo, que nos limpia de toda maldad. Es por ese amor supremo que podemos ser santos, siendo transformados por su Gracia.


en Entrelíneas.org, mayo de 2005








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