para M. Follain
Poeta de las hojas
muertas llevadas por el viento
como espectros,
como multitudes contagiadas
por la peste, te
leí por primera vez
en Nueva York, una
tarde de lluvia,
con mi atroz acento
eslavo,
recitando los versos
melifluos
de un libro
destrozado, desteñido,
que había comprado aquel
mismo día
en una librería de viejo
de la Cuarta Avenida
en la que atendía un
iniciado en ciencias ocultas.
Con muy poco dinero,
y casi ya todo gastado,
caminaba por la
calle, la nariz en el libro.
Me senté en un café
destartalado
con las moscas del
verano pasado muertas sobre la mesa.
El dueño era un antiguo
marinero
a quien le había crecido
una enorme joroba en la espalda
de tanto contemplar
la lluvia y la calle desierta.
Le hizo feliz que
me sentara allí a leer,
y rellenaba mi taza
con un líquido oscuro
como el agua de la Estigia.
como el agua de la Estigia.
Shelley hablaba de
un loco, ciego rey moribundo;
de soberanos que ni
ven, ni sienten, ni saben;
de tumbas de las
que un glorioso fantasma podía
salir para iluminar
nuestro día tempestuoso.
También yo me
sentía un glorioso fantasma
yendo a cenar
al restaurante
chino que frecuentaba entonces.
Cada noche me
servía sopa y arroz
un camarero con
tres dedos
que jamás dijo una
palabra.
Nunca vi a nadie
más allí.
La cocina estaba tras
una cortina
de perlas de vidrio,
que sonaba ligeramente
en cuanto se abría
la puerta de la calle.
Aquella tarde se
abrió
para dejar entrar a
una pálida muchacha con gafas.
El poeta hablaba
del sempiterno universo
de las cosas... de
destellos de un mundo remoto
que el alma visita
en el sueño...
De un desierto habitado
sólo por tormentas...
Aquí y allá en las
calles paraguas rotos
como cometas fúnebres
fabricadas quizá
por aquella china minúscula.
Los bares de MacDougal
street se quedaban vacíos.
Ya había habido una
pelea a puño limpio.
Un hombre apoyado
en una lámpara extendía los brazos
como crucificado,
dejando que la lluvia lavase la sangre de su cara.
dejando que la lluvia lavase la sangre de su cara.
En un callejón mal
iluminado
en el que la acera
brillaba como el espejo
de una sala de
baile a la hora de cierre
un hombre bien
vestido y descalzo
me pidió dinero.
Le brillaban los
ojos, tenía ese aire triunfal
de un campeón de
esgrima
que acabase de
asestar un golpe definitivo.
Qué extraño era
todo... la tómbola del mundo
en aquella oscura
noche de octubre...
Y el libro de
poemas amarillento
con sus Esplendores
y Miserias
que yo estudiaba a
la luz de los escaparates
de farmacias y peluquerías,
temeroso de volver
a mi cuartucho sin ventanas,
frío como la tumba
de un emperador niño.
en
La voz a las tres de la madrugada,
2009
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