Poco importaba que no fuera domingo ni primavera.
Igual me sentía dispuesto a que algo extraordinario me purificase. En realidad,
son pocos los días en que uno puede sentirse anticipadamente alegre, alegre sin
ruedas de café ni cantos nauseabundos a la madrugada, ni esa pegajosa,
inconsciente tontería que antes y después nos parece imposible; alegre de
veras, es decir, casi triste.
Usted no podía saber que hoy, recién
despierto, yo había admirado el lago de cielo —nacido, durante mi sueño, en la
ventana abierta— que rozaba el pelo rubio de mi mujer. De mi mujer silenciosa,
encuadrada en su costumbre, a los pies de la cama. Logré descubrirle, a pesar
del contraluz, cuatro o cinco gestos, cuatro o cinco expresiones nuevas, tan
sorpresivas, que me hicieron sonreír. No dijo nada, pero su silencio no alcanzó
a incomodarme. Simplemente me pareció tonto explicarle que recién hoy había
advertido un pasaje inédito de su rostro de siempre. Ni siquiera estaba seguro
de no haberlo inventado.
Luego, entraron mis hijas. Entonces
todos hablamos y en especial Laurita. En vez de mirarlas directamente, yo
acechaba la enorme moña azul que devolvía el espejo, y en la imagen total de mi
hija, con los brazos caídos a lo largo del delantal y su cabecita fluctuante
entre síes y noes, me parecía reconocer algún delicioso títere que yo pudiera
mover con mis preguntas, invisibles como hilos.
Me dejaron solo. La cama de dos
plazas, la habitación entera para mí. Podía estirarme, separando las piernas al
máximo, o juntarlas y abrir los brazos como un crucificado. En la pared, sobre
la reproducción de una Madonna de Rafael, dos manchas de humedad se unían y
formaban un simpático monstruo. Pero mirándolo con un solo ojo, era únicamente
el tío de Aníbal, es decir, otra suerte de monstruo, con papada fláccida y
oscilante. Probé a quedarme sin ojos y el cielo me llegó entonces en puntos
luminosos e intermitentes. Cuando de nuevo los abrí, la luz se pobló de islas
oscuras que estallaban y desaparecían.
Usted no podía saber nada de este
hedonismo, de este momentáneo desajuste, de esta tonta sorpresa. Pero mis días
transparentes siempre se ayudan con un retorno a mi niñez opaca, en la cual
estos juegos míos con las cosas constituían la sola justificación del futuro,
casi en el mismo grado que constituyen ahora la justificación única del pasado.
Preciso esta conexión como un soporte. De vez en cuando necesito hallar esta
soledad poblada, numerosa. Inevitablemente repercute en mi ser, diríase que me
otorga identidad. Soy lo que soy y cuanto soy, de acuerdo a mis diferencias con
ese patrón, con esa muestra. La comparación está dentro de mí como yo dentro de
ella. El trayecto de mi identidad supone que he cambiado, pero la regularidad
del cambio demuestra que soy el mismo.
Acaso usted no halle en esto ninguna
ansiedad verdaderamente promotora de alegría, pero yo sí la encuentro, más aún,
la deseo. Por eso me gusta ser fiel a esa vinculación conmigo mismo, por eso me
agrada cada uno de estos regresos a lo que ya no soy, justamente para alzarme
desde ese pasado en desuso, desde esa plataforma casi absurda, hacia lo
juiciosamente venidero.
Por eso también me vestí despacio,
mientras pensaba que hoy había salvación para mí, es decir, que estos regresos
la hacían posible. Usted debe creer que ésta es una actitud falsamente
melancólica, y en rigor no me atrevo a negarlo. Yo también la considero falsa y
melancólica. No piense, sin embargo, que la improviso. Soy tremendamente
consciente de su inoperancia. Pero desde el instante en que así la veo, también
la admito, simplemente la admito. Y entonces no me importa su probable
melancolía. Más aún, la busco. Como a un fijador.
No obstante, a usted no la buscaba. Y
si después de salir, vagué en esa dirección, era sencillamente porque de lunes
a viernes el Parque está sin cocineras de asueto, sin vendedores ambulantes ni
jinetes precoces ni matrimonios ejemplares y odiosos. De lunes a viernes, el
Parque es reino exclusivo de maestras jubiladas y jubilados tenedores de
libros, de estudiantes faltadores, de empleados públicos, de neurasténicos y
vagabundos, de convalecientes y de incurables.
Usted supo enseguida a qué atenerse y
empezó por reconocerme. Cuando la vi, su boca grande, siempre igual a sí misma,
se apresuraba a pronunciar mi nombre. Cierta ansiedad custodia se le quedó en
la voz, cierto descuido del pudor, cierto infinito descorazonamiento, como si
hubiera esperado no encontrarme jamás.
Yo entonces corrí, literalmente corrí
a su encuentro. Usted me dio la mano y en su tacto reconocí la existencia
serena, acosada, presente, de nuestras cosas subordinadas y comunes. Usted me
dio la mano y yo musité: «Hoy y la alegría», así, desordenadamente, «hoy y la
alegría», sin vacilar, sin pensar en rehusarla, sin alejarme obsesivamente, sin
hacer nada, sin hacer absolutamente nada.
Después fui sabiendo que usted
ingresaba paulatinamente en todas mis imágenes suyas que yo había abandonado:
usted y su traje azul con cuello blanco junto a la verja de Los Pinos, y usted
en la fotografía con mis hermanas, y a mi derecha en la cabalgata, y usted
acariciando una sola vez mi cabeza, en Buenos Aires, cuando la muerte de mi
madre, y también usted sola, en la playa, espiada por mí, buscando caracoles
entre cantos rodados.
Sólo entonces supe hasta dónde
ignoraba su vida de ahora, esa vida inconmensurable que usted sin duda habría
aprehendido desde la tarde en que leí aquel soneto de Shakespeare: «Thine eyes I love, and they, as pitying
me». Usted había abierto los ojos sólo cuando dije: «O, let it then as well bessem thy heart to
mourn for me …». Sí, porque yo también anhelaba
que su corazón llorase sobre mí, que llorásemos juntos y sin lágrimas por esa
ausencia recíproca que habíamos decretado. Usted lo recuerda. Usted recuerda
sin duda que yo le pregunté si él lo merecía. Usted tiene que recordarlo, con
la misma precisión con que recuerdo yo su obstinado: «No, no lo merece». Acaso
caí en un absoluto desaliento, en una invencible sensación de fracaso, al no
tener siquiera un motivo heroico en que apoyarme, en que levantar para mi
orgullo ese recuerdo del futuro que dulcificara este presente.
Usted había apoyado su mano en mi
nuca y había alcanzado a decirme: «No sea tan muchacho. Quienes lo merecemos
somos usted y yo. Usted y yo merecemos este amor en que siempre le perteneceré,
en que siempre me pertenecerá. ¡Vamos, si parece un chico! Claro que sufre. Yo
también. Yo también sufro». Sí, usted también sufría. Pero estaba
verdaderamente convencida de su resolución, de su ánimo, de su firmeza. Y ésta
—su firmeza— acabó por perdernos. O salvarnos.
Esta mañana pensé: «Ahora sabré si
nos hemos perdido, si nos hemos salvado». Usted caminaba junto a mí, ¿hacia
dónde? De pronto dijo: «Venga a mi casa, ahora». Pero no cambiamos de rumbo.
Desde el comienzo íbamos a su casa. Entonces agregó: «Usted se casó el catorce
de noviembre de mil novecientos treinta y ocho». Era cierto. «Debe resultar
agradable verlo convertido en hombre de respeto, sermoneando a las chicas».
Estuve a punto de decirle que, efectivamente, tenía dos, pero usted las nombró:
«Sara y Laurita». De modo que usted no ignoraba nada de mí; yo de usted lo
ignoraba todo. Me atreví a preguntarle por él.
«¿Quién? ¿Diego? No sé nada de él. Hace unos diez años que no lo veo».
¿Entonces? Lo peor era que su voz permanecía implacablemente tranquila, como si
fuera lo más natural que hubiéramos renunciado, en beneficio de él, a nuestra porción de dicha, y que
sin embargo él no la hubiera
aprovechado. Pero era inútil preguntar. Primero porque usted siempre arrima el
cándido bochorno de sus respuestas cuando uno ha descendido de la ansiedad,
cuando uno ha aprendido momentáneamente a conformarse, tanto con la propia y
respetuosa ignorancia como con ese silencio suyo, despreocupado, cordial,
indiscernible, que autoriza todas las conjeturas y nada deja adivinar. Y luego,
porque habíamos llegado a su casa.
No había nadie. Usted fue abriendo
las ventanas, todas las ventanas. Como si deseara que la luz fría, reseca, del
capitulante sol de invierno, animara ante mí esa zona invisible de su vida.
Como si esperara reencontrarme agobiado de anhelos ante la sorpresiva
intimidad. Ya podía internarme en el pasado invulnerable y revelador, insistir
en el rumbo de aquellas sensaciones confusas, viciadas de impaciencia, que
había estimulado su rostro de otro entonces. Pero el rostro de su vida actual
era éste: un grabado de Renoir en la pared del fondo, la biblioteca de libros
europeos, el diminuto pescador de marfil sobre el estante de ébano, los tres
sillones severos, casi despectivos, el gran escritorio de roble con su Céline a
mitad de lectura, y el retrato de un hombre cuarentón, con un indefenso lustre
de bondad.
«Mi marido», dijo usted, sin
entusiasmo y sin cansancio. Yo tenía ganas de hablar, de detener el avance
ondulante de esta novedad en mi energía, de vaciar de algún modo en sus manos mi
propia servidumbre de recuerdos. Nunca comprenderé por qué no se detuvo allí,
por qué no prefirió dejarme simplemente aterido de claridad, a solas con su
noticia, para que yo pudiera imaginarla junto a ese no-Diego, cara a cara
frente a ese «él» que provenía del mundo de usted y no de «nuestro» mundo. Pero
usted dijo: «Debería conocerlo. Le gustan las mismas cosas que a usted». No. No
podría enfrentarlo. ¡Que usted me haya invitado a ese insignificante
sacrilegio! Me parecía increíble. Aún no sabía si era que usted sobrevivía
idéntica a sí misma y era yo el promiscuo, el inestable, el tornadizo, o si yo
conservaba todavía mi propia voz de usted, y usted en cambio se había
acostumbrado a otro régimen de sensaciones y, lo que era peor, a otra
fisonomía.
De ahí mi brusca retirada, mi adiós
nervioso, mis justificaciones falsas, desmedidas. Usted no se asombró de nada.
Acaso esperaba de antemano que yo no podría soportar sin miedo su nueva y
desacomodada realidad, su realidad al margen de mi recuerdo, su indiferencia
por la lealtad de mis emociones. Cuando usted cerró su puerta, cuando detrás de
ella desaparecieron los sillones, el Renoir, el pescador de marfil, los libros,
usted misma, sentí que no enfrentaba ya un presente fácil, sostenido como hasta
ayer, como hasta hace unas horas, por su probable y cercana aparición. Ahora
debía arreglármelas solo, con las figuras que yo puse y pondría aún en mi mundo
de carne, en mi mundo de hueso, definitivamente expulsado de nuestro piélago en
común, de nuestra común lejanía de la tierra. Cuando usted cerró su puerta,
sentí en mí la necesaria revelación de que todo aquello de que habíamos
participado ya no existía, de que mi yo de usted tampoco existía, ni existía
—¡por fin!— tampoco usted.
Y es cierto: usted no existe. Ahora
puedo decirlo, pensarlo, escribirlo. ¡Usted no existe! Ahora que estoy
nuevamente en mi habitación y mi mujer lee el diario de la noche y se escucha
desde el cuarto vecino la conversación atareada de mis hijas, ahora puedo
admitirlo, comprobarlo, demostrármelo. También puedo demostrárselo a usted. En
realidad usted fue siempre una imagen. La imagen que yo creé a partir de un
conjunto de anhelos, de deseos incumplidos, de pequeños fracasos, exactamente
como creé mi pequeño monstruo a partir de una mancha de humedad o como inventé
un títere a partir de Laurita en el espejo. Usted fue la imagen de la mujer
segura, la mujer con enorme capacidad de sacrificio, la infatigable presencia
humana que yo hubiera aprendido a amar. Usted fue la criatura mía, solamente
mía, la que yo inventé a fin de que mi ideal no permaneciera eternamente
abstracto, a fin de que tuviera rostro, decisiones, palabras, tal como las
otras criaturas —las creadas por Dios y no por mí— que me rodeaban y no
coincidían con mi réplica desamparada, con esa venganza sutil que, obedeciendo
a una sencilla tradición podemos tomarnos aun los solitarios, los siempre
descontentos, los oscuros. Yo la inventé a usted con su piel de pecas, con su
mirada reticente, con sus manos afiladas y tibias, con sus silencios flexibles,
con su recurrente ternura. Yo la creé idealmente imperfecta, con esas pequeñas
y poderosas fealdades que inexplicablemente singularizan un rostro y le
comunican su derecho al recuerdo, con esas comisuras de simpatía que desmantelan
la serenidad y esclavizan el sueño. Así ingresó usted a mis insomnios, así
participó de esa complicidad pueril que yo formé para su sola imagen. Pero
usted fue creada ya con un pasado, con un pasado de traje azul y cuello blanco
junto a la verja de Los Pinos, con un pasado de fotografías (imágenes
imaginadas de su imagen) junto a mis hermanas de presencia categórica y carnal,
y a mi derecha en la cabalgata, y acariciando una sola vez mi cabeza en Buenos
Aires, cuando la muerte de mi madre (me costaba muchísimo crear artificialmente
la sensación del contacto), y también usted sola en la playa, espiada por mí,
buscando caracoles entre cantos rodados. Usted fue creada con ese pasado, tal
como se construye un aparato de precisión con sus accesorios. Usted fue creada
a partir de un sacrificio, de una lectura del soneto CXXXII de Shakespeare, de
un beneficiario apócrifo llamado él o
también Diego, de una promesa mutua
de renuncia. De este modo era usted una imagen alejada, es decir, un recuerdo
de imagen, y por ello tremendamente próximo al recuerdo de una presencia real.
En rigor, usted no debía aparecérseme nunca, usted debía sencillamente mantener
el rumbo de mi segunda existencia. Obstinado en el recuerdo de su imagen, yo
había descartado —razonablemente descartado— la posibilidad de la presencia de
su imagen. No obstante, en el subsuelo irracional que desmiente nuestros actos
obligados y embusteros, allí, en ese fondo duramente veraz, no estaba
descartado su regreso. Allí su regreso vivía con la misma intensidad de mis
juegos conceptuales con las cosas, con la misma vehemencia que me dejaba
convertir a mi hija en un títere o a una mancha de humedad en un monstruo de
papada fláccida y oscilante. Recién ahora admito que había pensado nuestro
encuentro en el Parque, mil veces nuestro encuentro en el Parque, pero siempre
como posible, nunca —hasta ayer— como virtualmente real. Hasta ayer ese
encuentro era para mí la obsesionante representación de una espera, un
encuentro eternamente a ser en el
futuro, nunca siendo ya.
Deliberadamente había dejado de proyectar su imagen a fin de proyectar
interminablemente la memoria de su imagen (gracias a su pasado accesorio) a la
vez que la esperanza de su imagen (gracias al irrealizado pero no irrealizable
encuentro en el Parque). De ahí que yo viviera, junto a mis hijas y junto a mi
mujer, sostenido por el recuerdo de su rostro anterior y por la esperanza de su
rostro futuro, que debían guardar entre sí el parentesco impuesto por mi
capacidad de invención. Claro que sólo podía representarme los rasgos de su
rostro pretérito. El otro, su rostro a llegar, el rostro que usted iba a tener
en el Encuentro, sólo podía representarlo como probabilidad, o sea, en
preimagen. La verdadera imagen acaecería en el instante en que por fin me decidiese
a representar ese encuentro constantemente postergado.
Hoy me decidí. Usted no puede saber
por qué. Me decidí sencillamente para terminar con usted de una vez por todas.
En mis manos tenía dos rumbos: postergar indefinidamente el Encuentro y continuar
viviendo una alegría a experimentar, o resolverme a imaginar ese Encuentro y
alejarla a usted definitivamente de mi juego. Lo primero era una tortura viva;
lo segundo, otra más llevadera: meramente resignarme a su desaparición. Pero
¿cómo podría usted desaparecer? ¿No se renovaría el recuerdo agregando nuevas
imágenes a su primitivo pasado accesorio?
Yo no aceptaba continuar viviendo de este modo. De manera que la única solución
era crear el Encuentro, literalmente verla imaginada, pero a la vez imaginarla
traicionándose y traicionándome, es decir, eludiendo nuestro cerrado mundo en
común. Desde el momento en que usted fuera infiel a nuestro sacrificio, o sea,
desde el momento en que eludiera al beneficiario apócrifo, a él, es decir, a Diego, para pertenecer estúpidamente a un no-Diego, entonces yo podría escapar derrotado, asqueado quizá por
su cambio, por su deserción. Por eso le puse nombre a este espacio: «Hoy y la
alegría». Sencillamente hoy y la alegría,
porque era la cúspide, el apogeo de mi juego, de la terrible tensión seguida
del agotamiento de ese mismo juego, de la terrible desaparición de usted. Era
el tiempo en su exacto valor: el hallazgo y la pérdida, el consuelo y la
desesperanza.
Y todo lo cumplí. Es decir, lo
cumplió usted. Usted me llevó a su casa. Usted abrió las ventanas para que yo
viese el Renoir, los libros, el retrato. Usted comentó: «Mi marido» y me invitó
a conocerlo. Usted —oh, ¿por qué?— no guardó silencio.
Usted no podía, no puede saber que he
regresado ahora a mi habitación, que estoy al lado de mi mujer dormida (el
diario de la noche caído sobre su rostro), que el cielo nocturno penetra
lentamente en mí, que a mi solo conjuro usted perdería su sinrazón de ser y
que, no obstante ello, mañana, tal vez esta misma noche, jugaré de nuevo a
imaginar y me representaré golpeando a su puerta y la imaginaré recibiéndome
—sí, exactamente así— con su invencible, antigua risa de Los Pinos, con otro
traje azul de cuello blanco, con sus queridas manos afiladas y tibias. Y usted
me dirá: «Lo esperaba» o también «Voy a presentarle a mi marido. Le gustan las
mismas cosas que a usted». Y usted cerrará la puerta y entonces seré yo el
inexistente. Porque no saldré nunca, nunca, nunca, aunque el tiempo se harte de
correr y yo descanse en el sillón adusto o contemple a mis anchas el perfecto
Renoir o tome en mis manos el irrisorio pescador de marfil y tras de
contemplarlo durante cuatro siglos, lo deposite con cuidado, casi con ternura,
sobre el desguarnecido estante de ébano.
1948
en
Cuentos completos, 1970
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