Fragmento
El
día siguiente fue desastroso para mí. Mientras trasladaba una tela enmarcada de
un caballete a otro, mis pies resbalaron en el suelo encerado y caí pesadamente
sobre ambas muñecas. Tan grave fue la luxación sufrida que resultó inútil
intentar sostener el pincel, examinando dibujos y esbozos inacabados hasta que,
ya desesperado me senté a fumar y a girar los pulgares con fastidio. La lluvia
que azotaba los cristales y tamborileaba sobre el techo de la iglesia me
produjo un ataque de nervios con su interminable repiqueteo. Tessie cosía
sentada junto a la ventana, y de vez en cuando levantaba la cabeza y me miraba
con una compasión tan inocente, que empecé a avergonzarme de mi irritación y
miré a mi alrededor en busca de algo en qué ocuparme. Había leído todos los
periódicos y todos los libros de la biblioteca, pero por hacer algo me dirigí a
la librería y la abrí con el codo. Conocía cada volumen por el color y los
examiné a todos pasando lentamente junto a la librería y silbando para animarme
el espíritu. Estaba por volverme para ir al comedor, cuando me sorprendió un
libro encuadernado en amarillo en un rincón de la repisa más alta de la última
biblioteca. No lo recordaba y desde el suelo no alzaba a descifrar las pálidas
letras sobre el lomo, de modo que fui a la sala de fumar y llamé a Tessie. Ella
vino del estudio y se encaramó para alcanzar el libro.
-¿Qué es? -le pregunté.
-El Rey Amarillo.
Quedé estupefacto. ¿Quién lo había
puesto allí? ¿Cómo había ido a parar a mis aposentos? Hacía ya mucho que había
decidido no abrir jamás ese libro, y nada en la tierra podría haberme
persuadido a comprarlo. Temiendo que la curiosidad me tentara a abrirlo, ni
siquiera lo había mirado nunca en las librerías. Si alguna vez experimenté la
curiosidad de leerlo, la espantosa tragedia del joven Castaigne, a quien yo
había conocido, me disuadió de enfrentarme con sus malignas páginas. Siempre me
negué a escuchar su descripción y, en verdad, nadie se aventuró nunca a comentar
en alta voz la segunda parte, de modo que no tenía conocimiento en absoluto de
lo que podrían revelar esas páginas. Me quedé mirando fijamente la ponzoñosa
encuadernación amarilla como habría mirado a una serpiente.
-No lo toques, Tessie -dije-. Baja de
ahí.
Por supuesto, mi admonición bastó para
despertar su curiosidad y antes que pudiera impedírselo cogió el libro y, con
una carcajada, se fue bailando al estudio con él. La llamé, pero ella se alejó
dirigiendo una torturadora sonrisa a mis imponentes manos y yo la seguí con
cierta impaciencia.
-¡Tessie! -grité entrando en la
biblioteca-, escucha, hablo en serio. Deja ese libro. ¡No quiero que lo abras!
La biblioteca estaba vacía. Fui a ambas
salas, luego los dormitorios, a la lavandería, la cocina y, finalmente, volví a
la biblioteca donde inicié un registro sistemático. Se había acurrucado,
pálida, y silenciosa, junto a la ventana reticulada del cuarto del almacenaje
de arriba. A primera vista me di cuenta que su necedad había sido castigada. El
Rey Amarillo estaba a sus pies, pero el libro estaba abierto en la segunda
parte. Miré a Tessie y vi que era demasiado tarde. Había abierto El Rey
Amarillo. Entonces la tomé de la mano y la conduje al estudio. Parecía
obnubilada, y cuando le dije que se tendiera en el sofá me obedeció sin decir
palabra. Al cabo de un rato sus ojos se cerraron y la respiración se le hizo
regular y profunda, pero no me fue posible descubrir si dormía o no. Durante
largo rato me quedé sentado en silencio junto a ella, en el cuarto de
almacenaje jamás frecuentado, cogí el libro amarillo con la mano menos herida.
Parecía pesado como el plomo, pero lo llevé al estudio otra vez y sentándome en
la alfombra junto al sofá, lo abrí y lo leí desde el principio al fin.
Cuando debilitado por el exceso de las
emociones, dejé caer el volumen y me recosté fatigado contra el sofá, Tessie
abrió los ojos y me miró.
Habíamos estado hablando cierto tiempo
con opacada y monótona tensión cuando advertí que estábamos comentando El
Rey Amarillo. ¡Oh, qué pecado, haber escrito semejantes palabras...
palabras que son claras como el cristal, límpidas y musicales como una fuente
burbujeante, palabras que resplandecen y refulgen como los diamantes
envenenados de los Medicis! ¡Oh, la malignidad, la condenación más allá de toda
esperanza de un alma capaz de fascinar y paralizar a criaturas humanas con
tales palabras! Palabras que comprenden el ignorante y el sabio por igual,
palabras más preciosas que joyas, más apaciguadoras que la música celestial,
más espantosas que la muerte misma.
Seguimos hablando sin prestar atención
a las sombras que se espesaban, y ella me estaba rogando que me deshiciera del
broche de ónix negro en que estaba curiosamente incrustado lo que, ahora lo
sabíamos, era el Signo Amarillo. Nunca sabré por qué me negué a hacerlo, aunque
en esta hora, aquí, en mi habitación, mientras escribo esta confesión, me
gustaría saber qué me impidió arrancar el Signo Amarillo de mi pecho y
arrojarlo al fuego. Estoy seguro de que deseaba hacerlo, pero Tessie me lo
imploró en vano. Cayó la noche y transcurrieron las horas, pero aún seguíamos
hablando quedo del Rey y la Máscara Pálida, y la medianoche sonó en los
chapiteles brumosos de la ciudad hundida en la niebla. Hablamos de Hastur y
Cassilda mientras afuera la niebla rozaba los ciegos paneles de las ventanas
como el oleaje de las nubes avanzaba y se rompía sobre las costas de Hali.
La casa estaba ahora acallada y ni el
menor sonido de las calles brumosas quebrantaba el silencio. Tessie yacía entre
cojines, su rostro era una mancha gris en la penumbra, pero tenía sus manos
apretadas en las mías y yo sabía que ella sabía y que leía mis pensamientos
como yo los suyos, porque habíamos comprendido el misterio de las Híadas y ante
nosotros se alzaba el Fantasma de la Verdad. Entonces, mientras nos
respondíamos el uno a la otra, velozmente, en silencio, pensamiento tras
pensamiento, las sombras se agitaron en la penumbra que nos rodeaba y a lo
lejos en las calles distantes oímos un sonido. Cada vez más cerca, se escuchó
el lóbrego crujido de ruedas, cada vez más cerca todavía, y ahora cesó afuera,
ante la puerta. Me arrastré hasta la ventana y vi una carroza fúnebre
empenachada de negro. El portal, abajo, se abrió y se volvió a cerrar; me
arrastré temblando hasta la puerta y le eché la llave, pero no había candado ni
cerradura que pudiera impedir el paso de la criatura que venía en busca del
Signo Amarillo. Y ahora la oía avanzar muy lentamente por el vestíbulo. Y ahora
estaba a la puerta y los candados se pudrieron a su tacto. Ahora había entrado.
Con ojos que se me saltaban de las órbitas trate de escudriñar en la oscuridad,
pero cuando entró en el cuarto, no la vi. Sólo cuando la sentí envolverme en su
frío abrazo blando grité y luché con furia mortal, pero tenía las manos
inutilizadas y me arrancó el broche de el ónix de la chaqueta y me golpeó en
plena cara. Entonces, al caer, oí el grito leve de Tessie y su espíritu voló al
encuentro de Dios, y mientras caía deseé poder seguirla, porque sabía que el
Rey Amarillo había abierto su andrajoso manto y ahora sólo era posible implorar
ante Cristo.
Podría decir más, pero al mundo no le
serviría de nada. En cuanto a mí, estoy más allá de toda ayuda o esperanza
humanas. Mientras yazgo aquí escribiendo, sin preocuparme de si moriré o no,
antes de terminar, veo al doctor que recoge sus polvos y frascos con un vago
ademán dirigido al buen cura que tengo junto a mí; entonces comprendo.
Sentirán curiosidad por conocer los
detalles de la tragedia... ésos del mundo exterior que escriben libros e
imprimen millones de periódicos, pero no escribiré ya más, y el padre confesor
sellará mis últimas palabras con el sello sagrado cuando su santo oficio haya
sido cumplido. Los del mundo exterior podrán enviar a sus vástagos a hogares
desdichados o casas visitadas por la muerte, y sus periódicos se cebarán en la
sangre y las lágrimas, pero en mi caso sus espías tendrán que detenerse ante el
confesionario. Saben que Tessie ha muerto y que yo agonizo. Saben que la gente
de la casa, alarmada por un grito infernal, se precipitó a mi cuarto y encontró
a un vivo y dos muertos; pero no saben lo que voy a decir ahora; no saben que
el médico dijo señalando un horrible bulto descompuesto que yacía en el
suelo... el lívido cadáver del sereno de la iglesia:
-No tengo teoría alguna, ninguna
explicación. ¡Este hombre debe de haber muerto hace meses!
en The king in
yellow, 1895
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