martes, febrero 11, 2014

"¿Qué es ‘lo negro’ en la cultura popular negra?”, de Stuart Hall

Fragmento




Dentro de la cultura, la marginalidad, si bien permanece en la periferia de la amplia tendencia cultural, nunca ha sido un espacio tan productivo como lo es ahora. Y esto no representa simplemente una apertura por la cual aquellos que están afuera pueden ocupar los espacios dominantes. Es también el resultado de la política cultural de la diferencia, de las luchas sobre la diferencia, de la producción de nuevas identidades, de la aparición de nuevos sujetos en el escenario político y cultural. Esto es cierto no sólo con respecto a la raza, sino también otras etnias marginales, así como también respecto del feminismo y la política sexual en los movimientos gay y lesbiano, como resultado de una nueva forma de política cultural. Por supuesto, no quiero sugerir que podamos contraponer algún juicio facilista sobre las victorias ganadas frente al eterno relato de nuestra propia marginalidad: estoy cansado de esas dos grandes contranarrativas continuas. Permanecer dentro de ellas es verse atrapado en el interminable “lo uno o lo otro”, o la victoria total o la incorporación total, lo cual casi nunca ocurre en la política cultural, pero sobre lo cual los críticos culturales siempre se ponen de acuerdo.

Estamos hablando de la lucha por la hegemonía cultural, la cual está siendo considerada, tanto en la cultura popular como en otros lados. Esta distinción entre cultura alta y popular es lo que el posmodernismo global está desplazando. La hegemonía cultural no se refiere nunca a la victoria pura o a la dominación pura (esto no es lo que el término significa), no es nunca un juego cultural en el que la suma deba ser cero; se refiere siempre a los cambios en la balanza de poder en las relaciones de cultura, acerca de cambios en las disposiciones y configuraciones del poder cultural, no trata de salir de él. Existe cierto tipo de actitud de “nada cambia nunca, el sistema siempre gana”, que noté como un cínico escudo protector que, lamento decirlo, los críticos culturales americanos frecuentemente usan, un escudo que a veces les impide desarrollar estrategias culturales diferentes. Es como sí, para protegerse a sí mismos de la derrota ocasional, tuvieran que fingir que ven claramente a través de todo… y así es como siempre fue.

Una vez que las estrategias culturales pueden señalar una diferencia, y es en éstas en las que estoy interesado, pueden cambiar las disposiciones del poder. Reconozco que los espacios “ganados” por esa diferencia son pocos, y están cuidadosamente custodiados y regulados. Creo que son limitados. Sé que son excesivamente mal remunerados, que siempre hay un derecho de piso que pagar cuando el filo punzante de lo diferente y de lo transgresor pierde agudeza a través de la espectacularización. Sé que lo que reemplaza a la invisibilidad es cierta clase de visibilidad cuidadosamente segregada, regulada. Pero el hecho de nombrarlo como “lo mismo” simplemente no ayuda. El nombre que se le dé únicamente refleja el modelo particular de políticas culturales a las que estamos atados, más precisamente, el juego de resultados de suma cero (nuestro modelo reemplaza al otro, nuestras identidades en lugar de las otras identidades) al que Antonio Gramsci denominó cultura como una definitiva “guerra de maniobra”, cuando en realidad el único juego que vale en este terreno es la “guerra de posición”.

Para parafrasear a Gramsci, y por miedo que se piense que mi voluntad de optimismo ha derrotado completamente a mi pesimismo intelectual, permítaseme agregar un cuarto comentario en este momento. Si el posmodernismo global representa una apertura ambigua a lo diferente y a lo marginal y convierte a cierto tipo de descentralización de la narrativa occidental en una posibilidad prometedora, éste tiene como correlato, en el centro mismo de la política cultural, un efecto de reacción: la agresiva resistencia hacia lo diferente, el intento de restaurar el canon de la civilización occidental, el asalto, directo o indirecto, contra el multiculturalismo; el retorno a las grandes narraciones de la historia, de la lengua y de la literatura (los tres grandes pilares que sustentan a la identidad nacional y cultura nacional); la defensa del absolutismo étnico, del racismo cultural que ha marcado las eras de Thatcher y Reagan; las nuevas xenofobias que están por devastar la fortaleza europea. Lo último que queda por hacer es interpretar que la dialéctica cultural ha terminado. Parte del problema es que hemos olvidado qué tipo de espacio es el de la cultura popular. La cultura popular negra no está exenta de esa dialéctica, la cual es histórica, no una cuestión de mala fe. Por lo tanto, es necesario deconstruir lo popular de una vez por todas. No podemos volver a una visión inocente de ello.

La cultura popular trae aparejada una resonancia afirmativa por la prominencia de la palabra “popular”. Y, en algún sentido, la cultura popular siempre tiene su base en las experiencias, los placeres, los recuerdos, las tradiciones de la gente. Está en conexión con las esperanzas y aspiraciones locales, tragedias y escenarios locales, que son las prácticas y las experiencias diarias de pueblo común. De esta manera, eso se une a lo que Mikhail Bajtin llama “lo vulgar”: lo popular, lo informal, lo grotesco, la cara inferior. Es por eso que se lo contrapuso a la alta cultura y es así un sitio de tradiciones alternativas. Y es por eso que la tradición dominante estuvo siempre recelosa de ello y con razón. Ellos sospechan que están a punto de ser sobrepasados por lo que Bajtin llama lo carnavalesco. Esta distinción fundamental entre la cultura alta y baja fue clasificada en cuatro dominios simbólicos por Peter Stallybrass y Allon White en su importante libro Las políticas y las poéticas de la transgresión*. Estos autores hablan del trazado de lo alto y bajo en forma física, en el cuarto humano, en el espacio y en el orden social. Y analizan la distinción alto/bajo como base fundamental para el mecanismo de ordenación y de construcción de sentido no sólo en la cultura europea, a pesar del hecho de que los contenidos de lo que es alto y de lo que es bajo cambia de un momento histórico a otro.

El punto central es el mandato de diferentes morales estéticas, estética social, los imperativos de la cultura que hacen que ella se abra al juego del poder, y no a un inventario de lo que es lo alto contra lo bajo en un momento en particular. Es por eso que Gramsci, quien sin ir más lejos que con su sentido común sobre cómo, antes que nada, la hegemonía popular está hecha, se pierde y se lucha, le otorgó una importancia estratégica a la cuestión de lo que él denominó “nacional-popular”. El papel de lo “popular” en la cultura popular es el de fijar la autenticidad de las formas populares, que tienen sus raíces en las experiencias de las comunidades populares de quienes tomaron su fuerza, y nos permite verlas como expresiones de una particular vida social subalterna que se resiste a ser constantemente tratada como baja y de afuera.

Sin embargo, como la cultura popular devino históricamente la forma dominante de la cultura global, así también al mismo tiempo éste es el escenario par excellence de su transformación en una mercancía, de las industrias en las que la cultura entra directamente dentro de los circuitos de la tecnología dominante: los circuitos del poder y el capital. Lo material y las experiencias construyen su propia red en este espacio de homogeneización donde el proceso es despiadadamente estereotipado y formulaico, donde el control sobre las narrativas y las representaciones pasa a manos de la burocracia estatal establecida, a veces sin ninguna queja. Se enraíza en la experiencias popular y está al mismo tiempo disponible para la expropiación. Es mi intención afirmar que esto es necesario e inevitable, y vale también para la cultura popular negra. La cultura popular negra, como todas las culturas populares del mundo moderno, está destinada a ser contradictoria, y ello no se debe a que no hayamos luchado lo suficiente la batalla cultural.

Por definición, la cultura popular negra es un espacio contradictorio. Es una visión de controversia estratégica. Pero esto no puede ser simplificado o explicado en términos de simples oposiciones binarias que aún son habitualmente trazadas: alto y bajo, resistencia contra incorporación, autenticidad contra inautenticidad, experimental contra formal, oposición contra homogeneización. Siempre hay posiciones para ganar en la cultura popular, pero ninguna batalla puede atraer a la cultura popular en sí para nuestro lado, o para el lado contrario. ¿Por qué ocurre esto? ¿Qué consecuencias tiene esto para las estrategias de intervención en políticas culturales? Cómo esto desplaza las bases para una crítica de la cultura negra?

Las formas en las que la gente y las comunidades negras, y sus tradiciones aparecen y son representadas en la cultura popular, son deformadas, incorporadas e inauténticas. Sin embargo, seguimos observando, en las figuras y repertorios de las que la cultura popular se nutre, las experiencias que están detrás de ellas. En su expresividad, su musicalidad, su oralidad, en su riqueza profunda y su variada atención al habla, en sus inflexiones hacia lo vernáculo y lo local, en su rica producción de contranarrativas y, sobre todo, en su uso metafórico del lenguaje musical, la cultura popular negra permitió la aparición, dentro de los modos mezclados y contradictorios de hasta algunas tendencias principales de cultura popular, de elementos de un discurso que es diferente… de otras formas de vida, otras representaciones de tradiciones.

No me propongo repetir el trabajo de aquellos que han dedicado sus vidas creativas, académicas y críticas a identificar las diferencias entre estas tradiciones diaspóricas, a explotar sus modos y las experiencias y memorias históricas que encierran. Sólo diré tres cosas inadecuadas acerca de estas tradiciones, dado que están relacionadas con el punto que deseo desarrollar. Primero, les pido que observen cómo, dentro del repertorio negro, el estilo (sobre el cual los críticos de la tendencia principal a menudo creen que es solamente la cáscara, el envoltorio, la cobertura dulce de la píldora) se ha vuelto por sí mismo el sujeto de lo que está sucediendo. Segundo, observen cómo, desplazado de un lugar logocéntrico (donde el dominio directo de los modos culturales significaba el domino de la escritura y, por consiguiente, la crítica de la escritura —crítica logocéntrica— y la deconstrucción de la escritura) la gente de la diáspora negra, en oposición a todo eso halló en su música la forma profunda, la estructura profunda de su vida cultural. Tercero, piensen de qué manera estas culturas utilizaron el cuerpo, como si fuera, y casi siempre fue, el único capital cultural que tuvimos. Hemos trabajado sobre nosotros mismos, como lienzos de las representaciones.

Surgen aquí profundas preguntas sobre la transmisión y la herencia cultural, y sobre las complejas relaciones entre los orígenes africanos y la dispersión irreversible como consecuencia de la diáspora, cuestiones en la que ahora no puedo adentrarme. Pero si creo que estos repertorios de la cultura popular negra fueron a menudo sobredeterminados en al menos dos direcciones a causa de que fuimos excluidos de la tendencia cultural principal: en parte fueron determinados por su herencia pero también fueron críticamente determinados por las condiciones diaspóricas en las cuales se forjaron sus relaciones. La apropiación selectiva, la incorporación y la rearticulación de las ideologías europeas, culturales e institucionales, junto con una herencia africana (y volvemos a Cornel West otra vez) condujeron a innovaciones lingüísticas en la estilización retórica del cuerpo, las formas de ocupación de un espacio social ajeno, expresiones fuertes, peinados, formas de caminar, pararse y hablar y medios para la formación y el sustento de la camaradería y la comunidad.






2003











Traducción de V. Dritz-Nilson, Valeria Suárez
Corrección y revisión de Miranda Lida










* Peter Stallybrass y Allon White, The Politics and Poetics of Transgression (Ithaca, Cornell University Press, 1986), p. 3.









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