Capítulo IV
Cruzo la sala.
Quedan aún algunas parejas extenuadas o ebrias, los amiguetes de Gaya. Todos
los demás, las niñitas amables y los niñitos obedientes, ya hace rato que se
han marchado con sus padres o con el chófer. Salgo. Distingo a Flo en un
extremo del jardín.
—He despedido al
chófer —dice—. Yo misma te acompañaré, Frances.
La cojo de la mano
y se la oprimo suavemente. Le entran todas las calenturas.
—Sube aprisa —me
dice.
Subo. Tiene un
coche bonito. Le doy mi dirección. Conduce con una mano, la otra descansa en
mis hombros. Si no fuera tan estúpida, podría pensar acaso que tengo los
hombros una pizca demasiado anchos para ser una chica. Señal de que aún no está
muy acostumbrada a las chicas. Habrá leído el informe Kinsey, habrá pensado que
todos los hombres son unos cerdos, y habrá tomado la decisión de entregarse a
los gozos de amores anormales con alguna persona de su sexo, dulce y delicada,
cuyo trato no presente muchos riesgos.
Detiene el coche
ante mi casa. La gente que nos vea subir juntas va a pensar que el pequeño
Francis no se priva de nada..., figuraos..., dos de golpe... Porque,
naturalmente, ella sube conmigo.
—Te acompaño —me
dice— hasta tu habitación. Estoy segura de que tienes una habitación deliciosa.
Si no advierte en
seguida que mi habitación es una habitación de hombre, significa que tampoco
está muy acostumbrada a las habitaciones de hombres. Esta suposición,
contradictoria, dista mucho de disgustarme. Abro el bolso —llevo un bolso
incluso— y saco la llave. Soy la primera en entrar. Flo me sigue y cierro la
puerta.
Ya está. No puede
seguir aguantándose. Me abraza por detrás y sus manos me estrujan los pechos
falsos de mamá. Ya os he dicho que son una buena imitación, palabra. Si fueran
míos, aullaría como un condenado. Me besa en el cuello, está temblando de pies
a cabeza. Pobre Flo. Poco acostumbrada a estas perversiones horribles. Me
desprendo. Enciendo y apago a medida que pasamos de habitación en habitación, y
finalmente mi dormitorio. Le indico un sillón.
—Deja el abrigo
donde quieras, Flo —le digo con voz entrecortada—. Voy a buscar hielo.
Encuentro el hielo
y vuelvo. En mi habitación hay bebidas. Al salir del living-room, apago el
interruptor y entonces me doy cuenta de que todo está a oscuras, no veo nada.
Entro en mi
habitación a tientas, dejo el recipiente sobre la mesa. Más o menos, ya me
figuro lo que va a ocurrir y, sigilosamente me suelto algunos corchetes del
vestido. Es más fácil de quitar que de poner. No deja de ser una suerte.
Mientras maniobro, oigo un ruido en la zona de mi cama. Me cuesta deshacerme de
la faja. Cuando llego a los sostenes, me río cordialmente, aunque en silencio.
Decido conservarlos, con exclusión de lo demás.
Me acerco
tímidamente a la cama. La luz de la calle ilumina muy mal la habitación, pues
están corridas las cortinas. Carraspeo.
—Flo... —digo a
media voz—. ¿Estás aquí? ¿No te encuentras bien?
—No... —dice,
oprimida—. Necesitaba tenderme.
Tropiezo con un
montón de trapos, que de inmediato me sugieren el modelito adoptado para
tenderse. Un modelito de gimnasta; de cuando toca entrar en la ducha.
Venga. Menos dudas.
La verdad es que esta pequeña Flo tiene unos ojos azules muy bonitos.
Azul zafiro, como
me gustan.
Debe de haberse
tendido en la cama, veo la blancura imprecisa de su cuerpo. Me acerco. Basta
con que me tenga a su alcance para que me coja y me derribe sobre la cama.
¡Uf! Por poco no me
pesca de un modo que hubiera delatado mi subterfugio. De momento, aún vale.
Guío sus manos hacia mi cuello. Estoy sentado en la cama, con las piernas
fuera; ella, en cambio, se ha incorporado a medias. Me aprieto contra su
cuerpo..., pensando siempre en mis pechos falsos, al menos que pueda sacarles
jugo.
—Quítatelo... —dice
febril.
Esta vez, apenas
logro reprimir la carcajada. Sus manos toquetean el cierre de los sostenes. Y
ya está. Los arranca de un tirón.
Ha llegado el
momento de actuar, pues de lo contrario será demasiado tarde. Empino el
utensilio, pego mis labios a los suyos y la tumbo bajo mi cuerpo.
Bueno. Parece que
también le gustan los chicos.
Y asimismo parece
que sabe animarlos y dirigirlos hacia los sitios adecuados.
en Con las mujeres no hay manera, 1981
1 comentario:
¡¡¡Alta novela!!!Tenía la edición de Bruguera y tu cita me hizo recordarla: creo que la presté hace como veinte años y nunca más la vi ni la tuve ni nada.
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