domingo, febrero 16, 2014

“Amores”, de Ovidio







Fragmento



IX

¡Oh Cupido, nunca bastante indignado contra mí, niño nunca perezoso en turbar mi sosiego!, ¿por qué me maltratas sabiendo que no deserté tus banderas y me clavas tus flechas dentro de mi propio campo? ¿Por qué tu antorcha abrasa, por qué tu arco hiere a los amigos? Alcanzarías más gloria humillando a los rebeldes. Por ventura el héroe de Hemonia después de hundir su lanza en el pecho enemigo, ¿no le sanó con ella la herida? El cazador persigue la presa fugitiva, la coge y la abandona, siempre afanoso por abatir otras nuevas. Nosotros que nos reconocemos tus súbditos sentimos el rigor de tus armas, y tus débiles brazos se detienen ante el que te ofrece resistencia. ¿Qué ganas con embotar tus finos dardos en mis huesos descarnados, ya que el amor me ha reducido a los huesos? Hay muchos mozos que no aman y muchas jóvenes en la misma situación; tu triunfo sobre ellos te conquistaría grandes alabanzas. Si Roma no hubiese desplegado sus fuerzas en la inmensidad del orbe, no sería al presente más que un hacinado montón de pajizas cabañas. Harto de pelear, el soldado trabaja los campos que se le han distribuido, deja la espada y echa mano a las rudas estacas. Los puertos espaciosos resguardan las naves de la tempestad; el potro libre de su prisión corre a pacer en los prados; el viejo gladiador depone la espada y recibe la vara que asegura el resto de sus días, y yo que tantas veces milité en las filas de Cupido, bien merezco gozar al cabo una vida tranquila. Pero sí un dios me dijese: «Vive por fin exento de cuitas», le disuadiría: ¡son tan dulces las penas del querer!

Fatigado de la incesante lucha y con el fuego del corazón casi extinguido, no sé qué vértigo se apodera aún de mi alma extraviada. Como el caballo de dura boca despeña en el precipicio al caballero impotente para sujetarle con los frenos cubiertos de espuma; como un viento repentino rechaza el barquichuelo que próximo a tierra iba a tomar el abrigo del puerto, así me arrastra con frecuencia el soplo incierto de Cupido, y el Amor de purpúreo rostro vuelve a lanzarme los dardos que ya conozco. Hiere, niño, te ofrezco mi cuerpo desnudo y sin armas; alardea de tus fuerzas y la habilidad de tu diestra. Como si las enviases, vienen a clavarse espontáneamente en mí tus saetas; acaso su aljaba les sea menos conocida que mi pecho. Desgraciado el que logra reposar toda la noche y considera el sueño un bien de alta estima. Imbécil, ¿qué es el sueño sino la fría imagen de la muerte? El destino te reserva largos siglos de descanso. Yo quiero que me engañen las dulces palabras de mi amiga; la sola esperanza del placer me proporciona inmensa satisfacción, y que ahora me diga ternuras, ahora me promueva reyertas; que hoy se entregue en mis brazos, y mañana me envíe noramala. Por tu causa, Cupido, es dudosa la suerte de Marte; tu padrastro mueve las armas siguiendo tu ejemplo. Eres versátil y mucho más ligero que tus alas, y das y niegas los placeres al tenor de tu capricho. Si a pesar de esto oyes mis súplicas, Cupido, y las oye tu hermosa madre, no dejéis desierto mi corazón de vuestro imperio, y que la tropa demasiado voluble de los jóvenes se someta a tu poder; así serás venerado por los hombres y las mujeres.



en Amores, año 16 a. C.













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