Al
alcanzar los ochenta años es razonable suponer que la mayor parte de la obra de
cada uno está realizada y que lo que queda por hacer será de menor importancia.
La parte más importante de mi vida ha estado consagrada constantemente, desde
la adolescencia, a dos objetivos diferentes que, durante mucho tiempo, han sido
independientes y sólo en los últimos años se han unido en un conjunto único.
Por un lado, quería poner en claro si es posible algún conocimiento; por otro,
quería hacer todo lo que fuera posible para la creación de un mundo más feliz.
Hasta los 38 años, dediqué la mayor parte de mis energías a la primera de esas
tareas. Fui asaltado por el escepticismo y me vi forzado a concluir, de mala
gana, que mucho de lo que pasa por conocimiento está sujeto a razonables dudas.
Necesitaba yo la certeza como otros necesitan la fe religiosa. Creía que la
certeza podría ser encontrada con mayor probabilidad en las matemáticas que en
cualquier otra esfera. Pero descubrí que muchas demostraciones matemáticas,
cuya aceptación por mi parte mis profesores estaban seguros de obtener, estaban
llenas de falacias y que, si verdaderamente la certeza debía encontrarse en las
matemáticas, lo sería en una nueva clase de matemáticas, con fundamentos más sólidos
que los que hasta entonces se habían tenido como tales. Pero, según avanzaba en
este trabajo, recordaba constantemente la fábula del elefante y de la tortuga.
Habiendo construido un elefante sobre el que podrían descansar las matemáticas,
me di cuenta de que el elefante se bamboleaba y procedí a construir una tortuga
que sostuviese al elefante. Pero la tortuga no era más sólida que el elefante
y, después de unos veinte años de un trabajo muy arduo, llegué a la conclusión
de que no quedaba nada más que yo pudiese hacer para asentar un conocimiento
matemático indubitable. Luego vino la primera guerra mundial, y mis
pensamientos se concentraron en la miseria y la locura humanas. Me parece que
ni la miseria ni la locura forman parte de la inevitable herencia del hombre.
Estoy convencido de que la inteligencia, la paciencia y la persuasión podrán
liberar, más pronto o más tarde, a la especie humana de las torturas que a sí
misma se ha impuesto, con tal de que antes no se extermine a sí misma.
Fundado
en esta creencia, he tenido siempre cierto optimismo, a pesar de que, conforme
he ido envejeciendo, ese optimismo se ha hecho más sobrio y la feliz solución
final se ha alejado mucho. Pero sigo siendo completamente incapaz de coincidir
con aquellos que aceptan, de un modo fatalista, la opinión de que el hombre
está destinado al sufrimiento. No es difícil descubrir las causas de la
infelicidad del pasado y del presente. Ha existido la pobreza, la peste y el
hambre, debido al imperfecto dominio del hombre sobre la naturaleza. Ha habido
guerras, opresiones y torturas, debido a la hostilidad del hombre hacia sus
semejantes. Y han existido miserias morbosas, alimentadas por credos
tenebrosos, que llevaban a los hombres a una profunda discordia íntima que
hacía inútil cualquier prosperidad externa. Todo ello no es inevitable. Por lo
que se refiere a todas esas causas, se conocen medios con las que pueden ser
superadas. En el mundo moderno, si existen comunidades desgraciadas, es porque
esas comunidades lo quieren así. O, hablando con más precisión, porque están
sometidas a ignorancias, hábitos, creencias y pasiones, que son más queridas
por ellas que la felicidad e, incluso, que la vida. En nuestra peligrosa época,
encuentro muchos hombres que parecen enamorados de la miseria y de la muerte y
que se encolerizan cuando se les habla de esperanzas. Creen que la esperanza es
algo irracional y que, situándose en una perezosa desesperanza, no hacen otra
cosa que aceptar los hechos. No puedo estar de acuerdo con esos hombres. Seguir
teniendo confianza en nuestro mundo, pone a prueba nuestra energía y nuestra
inteligencia. En los que desesperan, con mucha frecuencia, es la energía la que
falta.
La
última mitad de mi vida ha transcurrido en uno de esos dolorosos períodos de la
historia humana durante los cuales el mundo va de mal en peor y las victorias
del pasado, que parecían ser definitivas, han resultado sólo momentáneas. En mi
juventud, nadie ponía en duda el optimismo victoriano. Se pensaba que la
libertad y la prosperidad se extenderían gradualmente por todo el mundo,
siguiendo un ordenado proceso de desarrollo; se esperaba que la crueldad, la
tiranía y la injusticia irían disminuyendo de manera continua. Casi nadie
estaba obsesionado por el temor a grandes guerras. Casi nadie pensaba que el
siglo XIX era un breve intermedio entre la barbarie del pasado y la del futuro.
Para los que se educaron en aquella atmósfera, el ajuste con el mundo actual ha
sido difícil. Ha sido difícil no sólo sentimentalmente, sino también
intelectualmente. Ideas que se creían acertadas han resultado inadecuadas. En
algunos casos, las libertades valiosas han resultado muy difíciles de
conservar. En otros, especialmente por lo que se refiere a las relaciones entre
las naciones, las libertades anteriormente estimadas han resultado fuentes
potenciales de desastres. Se necesitan nuevos pensamientos, nuevas esperanzas,
nuevas libertades y nuevas restricciones a la libertad si el mundo debe salir
de su peligroso estado actual.
No puedo
pretender que lo que he hecho en relación con los problemas políticos y
sociales haya tenido gran importancia. Es relativamente fácil ejercer un efecto
inmenso gracias a un evangelio dogmático y preciso, como el del comunismo.
Pero, por mi parte, no puedo creer que lo que la humanidad necesita sea algo
preciso o dogmático. Ni puedo creer firmemente en ninguna doctrina parcial que
se ocupe solamente de alguna parte o de algún aspecto de la vida humana.
Existen los que mantienen que todo depende de las instituciones y que las
buenas instituciones darán lugar, inevitablemente, al milenario. Y, por otro
lado, están los que creen que lo que hace falta es un cambio en los corazones y
que, comparado con esto, las instituciones son de poca importancia. No puedo
aceptar ninguna de esas dos concepciones. Las instituciones moldean el carácter
y el carácter transforma las instituciones. La reforma de ambas cosas debe
realizarse al unísono. Y, si se quiere que los individuos conserven el grado de
iniciativa y de flexibilidad que deben tener, no se les debe forzar para que
todos se metan en un molde rígido; o, para cambiar de metáfora, no se les debe
alinear en el mismo ejército. La diversidad es un factor esencial, a pesar de
que impida la aceptación universal de un evangelio único. Pero predicar semejante
doctrina es difícil, especialmente en tiempos penosos. Y es posible que no sea
eficaz hasta que alguna experiencia trágica nos enseñe su amarga lección.
Mi obra está cerca de su fin, y ha llegado el
tiempo de que pueda examinarla en su conjunto. ¿Qué es lo que he conseguido y
qué es lo que he dejado de conseguir? Desde muy joven, me imaginaba a mí mismo
dedicado a empresas grandes y difíciles. Hace 61 años, paseando sólo por el
Tiergarten, sobre la nieve que se fundía y bajo el frío resplandor del sol de
marzo, decidí escribir dos series de libros: una, de libros abstractos, que
fueran siendo gradualmente más concretos; otra, de libros concretos, que fueran
siendo cada vez un poco más abstractos. Estas series debían ser coronadas por
una síntesis en la que se combinaría la teoría pura con una filosofía social
práctica. Excepto la síntesis final, que todavía se me escapa, he escrito esos
libros. Han sido aclamados y alabados, y los pensamientos de muchos hombres y
de muchas mujeres se han visto afectados por ellos. En este sentido, he
conseguido lo que me proponía.
Pero,
por otro lado, tengo que confesar dos fracasos: uno externo y otro interno.
Empecemos
por el fracaso externo: el Tiergarten se ha quedado desierto; la puerta de
Brandenburgo, por la que entré en él aquella mañana de marzo, se ha convertido
en la frontera de dos imperios hostiles, que se acechan mutuamente a través de
una barrera casi invisible y que preparan, con gesto torvo, la ruina de la
humanidad. Los comunistas, los fascistas y los nazis han declarado la guerra,
unos tras otros, a todo lo que consideraba bueno y, al derrotarlos, mucho de lo
que intentaban salvaguardar sus contrincantes se está perdiendo. La libertad se
considera debilidad, y la tolerancia se ha visto obligada a vestirse con el
ropaje de la traición. Los viejos ideales se tienen por inoperantes y ninguna
doctrina que esté exenta de rudeza merece respeto.
El fracaso
interno, de poca importancia para el mundo, ha convertido mi vida mental en una
batalla perpetua. Empecé con la creencia, más o menos religiosa, en un mundo
platónico eterno en el que las matemáticas brillaban con una belleza como la de
los últimos cantos del Paraíso. Terminé llegando a la conclusión de que el
mundo eterno es algo trivial y que las matemáticas son únicamente el arte de
decir lo mismo con palabras diferentes. Empecé creyendo que el amor, libre y
valeroso, podría conquistar sin lucha el mundo. Y terminé apoyando una guerra
cruel y terrible. Esto fue un fracaso. Pero, bajo este fardo de fracasos, soy
consciente todavía de algo que considero una victoria. Es posible que haya
concebido incorrectamente la verdad teórica; pero no estaba equivocado al
pensar que existe tal cosa y que merece que seamos fieles a ella. Puedo haber
creído que el camino hacia un mundo de seres humanos libres y felices era más
corto de lo que realmente es; pero no estaba equivocado al pensar que es
posible ese mundo y que merece la pena vivir con la idea de acercarnos a sus
límites. He vivido persiguiendo una visión personal y una visión social. La
personal: amar lo que es noble, lo que es bello, lo que es benévolo, permitir
los arrebatos de intelección que ofrezcan sabiduría a tiempos más mundanos.
Social: ver con la imaginación la sociedad que debe ser creada, donde los
individuos se desarrollen libremente y donde el odio, la codicia y la envidia
se extingan porque no exista nada que pueda alimentarlos. Creo en estas cosas,
y el mundo, con todos sus horrores, no ha podido conmover esas creencias.
en Retratos de memoria y otros ensayos,
1956
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