Ha
buscado el pasaporte de los años
esa
voz temible que se asoma en el cuerpo antiguo,
en
el cuerpo añoso
que
resulta en cuatro mesas bien dispuestas,
un
mantel floreado
y
unos vasos de aguerrido vino
marcan
cada paso,
cada
prueba o dificultad que la vida interpone
en
su camino.
Las
moscas llenan el lugar,
de
suciedad y desierto,
de
sol, silencio y soledad.
Ya
no quedan ganas
sólo
la necesidad vacía de seguir un día más.
Ya
no queda espacio,
las
luces han callado su temblor de mano,
su
mirada fija al horizonte,
su
ebriedad de hombre adulto.
Busca
entre la gente de la calle
algún
espectador. Busca con desgano,
sabiendo
que sólo esta mesa quedará encendida.
Cigarrillos,
conchas quebradas, negras por el uso,
por
la vida que transcurre en un pueblo
en
la mitad de nada;
más
allá el camino sube o se desvía,
más
allá el baile intacto del indígena
enlazado
por el cactus, por la savia verde, amarga,
por
el aire del espíritu
recobra
el ánimo.
Aguilera
es un hombre de palabra.
Sorbe
lentamente una caña demencial
que
vacía en seis segundos.
Mira
hacia la calle, la puerta, la dueña del local,
a
nosotros que, expectantes, sobrios y descarnados,
lo
miramos como al ídolo que siempre fue.
Torpemente
acerca los parlantes,
y
una temblorosa cinta puesta en el volumen diez.
Afuera
no se mueve el tiempo
y
el continente de las sombras reaparece
bajo
el sol que cae sobre el gran océano.
Hasta
los pelícanos, sobre un filón ardiente y seco
se
detienen, procuran atisbar.
Abro
la ventana un poco más.
Lentamente
el aire se completa y la música comienza.
Aguilera
mira de soslayo un póster viejo
de
una virgen africana.
Toma
un trago corto, se persigna
y
sube al escenario.
en Cincuenta y un poetas en el Reyno de Chile, Inédito
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