La vida de tío Dimi y de los suyos no era sino una
especie de esclavitud disfrazada de libertad. Todo el producto de su trabajo
era absorbido por las deudas eternas al propietario del terreno y al estado;
para ellos el hermoso trigo candeal, el mejor maíz, la leche de la vaca, los
huevos y las gallinas. Para los habitantes de la choza, la sopa de agua, las
habichuelas y una mamaliga [1] de mala calidad.
Esta vida volvía mala a la gente. El tío Dimi se
emborrachaba los domingos y pegaba a su mujer, la cual, amedrentada, iba a
esconderse a casa de los vecinos. Cualquier pretexto le bastaba. Era suficiente
que su mujer tardara en encender el fuego para que el tío la arrojara a
patadas, de cabeza, en las cenizas del hogar. Entonces la abuela se enfadaba,
cogía la cobilitza [2] y daba a su hijo unos cuantos golpes, que él aguantaba
riéndose.
-¡Borracho! ¡Mientras estáis enamorados sacáis un palmo
de lengua por conseguir a la muchacha, y cuando ya la tenéis la tratáis como a
una perra!
Después el pequeño Adrián iba en busca de la
maltratada, la cual se levantaba las faldas sollozando y enseñaba a su suegra
sus muslos plagados de cardenales.
-¡Nunca hubiera creído que mi Dimi me pegaría así!
–murmuraba entre sollozos.
-¿Qué quieres, hija mía? Bien sabías que nosotros
éramos gente pobre, que vivíamos “pegados a la tierra”. No te hubieras casado.
La pobreza y el amor nunca hacen buenas migas. No lo olvides para tus hijos.
A pesar de sus setenta años, la buena abuela hacía
cuanto le era posible por mitigar la pobreza que había trasmitido a sus hijos
en patrimonio. Como ya no podía dedicarse a las faenas rudas del campo, se
encargaba de todas las tareas de la vida doméstica: guisaba, lavaba, cuidaba de
los chiquillos y de los animales. Y como también quería reunir algunos cuartos
para “sus limosnas”, todos los instantes libres, todos los momentos de ocio
dedicábalos a rebuscar espigas detrás de los segadores, a recoger los copos de
lana que las ovejas abandonan en los cardos y a coger la achicoria que crece al
borde de las zanjas. Asimismo era llamada para friccionar a los niños enfermos
y exorcizarlos. Por la noche, durante la cena común, considerándose como una
boca inútil, no tocaba la leche ni los huevos, cuando había ambas cosas en la
mesa, y se contentaba con un poco de sopa y de verdura con vinagre, o sea, lo
que los libros civilizados dicen que “constituye un excelente alimento para
puercos y conejos”.
Dos veces a la semana, encorvada bajo el peso de su repleta
cobilitza, la abuela recorría los cinco kilómetros que separaban a la choza del
mercado de Brâila y regresaba con treinta perras anudadas en la punta del
pañuelo; pero estas perras hacían milagros, porque al cabo de tres o cuatro
años se la veía abrir un pozo en los lugares de tránsito de los carreteros, o
bien comprar una cama completa para una muchacha pobre a punto de casarse,
cuando no una vaca con su chotillo, que ella ofrecía como limosna por la
salvación de su alma.
También se daba el caso, aunque muy raras veces, de que
el tío Dimi descubría el escondite en que la pobre mujer guardaba el dinero, y
poco tardaban en evaporarse pozo, cama, vaca y ternero. Entonces el alma de la
piadosa Nedelea andaba enferma durante seis meses. Para abstenerse de pronunciar
“la palabra imperdonable”, la mujer deambulaba lívida y triste, con una mano
encima de la boca.
Adrián, el pequeño sobrino –que fue criado en la choza
hasta los siete años y que después pasaba en ella sus vacaciones de colegial-,
era testigo de aquellas maldiciones del tío Dimi, pero ello no impedía que lo
quisiera.
Por lo demás, contra lo que pudiera creerse, todo el
mundo quería a Dimi, desde su maltratada mujer y su despojada madre hasta los
campesinos, que lo invitaban a todas las fiestas y a todas las bodas: y es que
era un trabajador incomparable y un flautista como no había dos en la comarca.
Su hoz tenía la supremacía entre los segadores, y su flauta decidía a los más
viejos y a los más taciturnos a tomar parte en el baile.
Aparte de esto, resultaba simpático con su aire huraño,
que ocultaba un humorismo contenido; con su cara de tzígano de frondosas y
siempre fruncidas cejas, con la espontaneidad de sus decires.
Adrián lo quería. Y el tío quería a su sobrino. Eran
camaradas. A veces el camarada pequeño recriminaba al grande por sus
brutalidades para con su mujer; pero este le respondía:
-Espera a casarte para hablar. Las mujeres son un mal
negocio.
-¿Por qué te has casado tú entonces?
-Porque así se hacen esas cosas. Hay que pasar por ello.
Hasta después no se da uno cuenta de que hay que trabajar para dos, para
cuatro, para diez. Entonces se bebe para olvidar y pega uno para vengarse.
Adrián no se daba por satisfecho con estas respuestas y
se interponía cada vez que el tío la emprendía a golpes con la tía, sabiendo
muy bien que Dimi era incapaz de golpearlo a él. Y es que el campesino quería
mucho más al hijo de su hermana mayor que a sus propios hijos y le consentía
todos los caprichos, llegando hasta a acompañarlo a orinar cuando no tenía
ninguna gana de hacerlo. Toda la pasión del pequeño era hallarse siempre y por
doquiera con su tío, y en particular cuando este último cogía la escopeta para
disparar contra los zorzales que arrasaban las uvas o cuando enganchaba los
caballos para ir a cortar caña a los pantanos.
¡Ah! ¡Cómo olvidar aquellas noches pasadas en las
inmensas ciénagas de la desembocadura del Sereth!
El tío Dimi no tenía permiso para cortar la caña. Este
permiso costaba veinticinco francos al año, y él no podía sufragárselo. Por
consiguiente, salía a la caída de la noche para encontrarse en el mercado de la
ciudad vecina antes de que amaneciera.
Adrián se olía la partida por los preparativos que
observaba por la tarde: los caballos recibían un pienso suplementario y se les
dejaba descansar. Después se llenaba el saco de viaje con una enorme mamaliga,
unas cuantas cebollas y sal. Para beber, una plosca [3] con agua.
Pero la señal más inequívoca de que iba a haber salida
para la tala veíala Adrián en la indumentaria de mendigo que se ponía el tío,
así como en su frente arrugada y en su semblante trágicamente inquieto, porque
nunca se sabía cómo podía terminar aquello. Tratábase de un robo: robábase lo
que el propietario del dominio no había labrado ni sembrado nunca; y a veces,
en vez de hallarse por la mañana en el mercado, se encontraba uno en casa del
boyardo, confiscados los caballos y la carreta: los relinchos de los animales
habían llamado la atención del turco que vigilaba los pantanos.
Una noche el tío Dimi y Adrián emprendieron tarde la
marcha para no ser vistos de los vecinos. Había que recorrer siete kilómetros
hasta llegar a los pantanos. Noche de junio, aire cálido, cielo estrellado. El
tío conducía, fumaba y callaba, en tanto que Adrián, detrás de él, escuchaba el
rumor del viento en sus oídos sin proferir una palabra.
Una vez que hubieron llegado al reino del silencio,
desengancharon los caballos y los ataron al carruaje con el saco de avena
colgado del cuello. Después, Dimi se introdujo en la charca empuñando la podadera.
Era menester ir muy lejos, meterse en el agua hasta las
rodillas, hasta el vientre incluso, porque el robo resultaba demasiado visible
junto a las orillas; pero el tío era fuerte y decidido: con tal de llegar a las
cañas más hermosas y ganar cuatro francos en el mercado no vacilaba en
arriesgarse.
Al partir le recomendó a Adrián en voz baja:
-Ten cuidado de los caballos… Si se impacientan,
échales otro puñado de avena, sobre todo al de la derecha, que es un mal bicho.
Y procura no dormirte, porque cogerías frío.
¿Dormirse Adrián? ¡Qué disparate! Tan sólo aguardaba a
que su tío volviera la espalda y desapareciese para sentirse señor absoluto de
todo: de los caballos, del carruaje, de la inmensa extensión de los pantanos y
hasta del viento y del cielo con sus estrellas “sin número”, como decía la
abuela.
Aquella noche, como si su corazón le anunciara el drama
que había de desarrollarse, no experimentó ningún deseo de “mandar”. De pie en
la carreta siguió con la mirada el avance del tío, observando el
estremecimiento de las cañas de tres metros de altura que el campesino iba
apartando para abrirse camino. Después se estuvo quieto. De cuando en cuando,
bandadas de aves y de patos silvestres, sorprendidos y alarmados en su sueño
por aquella visita nocturna, alzaban el vuelo entre aleteos ruidosos. Adrián
los contemplaba a la luz de la luna con emoción. Entrábanle grandes deseos de
gritarles: “¡Llevadme con vosotros!”.
La brisa ligera y el murmullo de las cañas le
acariciaban los sentidos hasta el punto de hacerle perder toda noción de tiempo
y de lugar. Así hubiera podido permanecer largo tiempo sin mover ni un dedo,
porque aquellos instantes no los saboreaba en la vida perversa de todos los
días, llena de gritos y de blasfemias. Cuando algún búho rasgaba el silencio
con sus chillidos de mal augurio, Adrián sufría un sobresalto como si estuviera
dormido.
Hacía ya largo rato que Dimi había partido. Adrián
tenía fija ahora la mirada en la cresta de las cañas, las cuales debían
inclinarse mucho a la vuelta, debido a las grandes gavillas que el tío traía
consigo. El movimiento se dibujaba desde muy lejos, hacíase cada vez más
distinto, y al fin, asestando grandes golpes a diestro y siniestro, aparecía el
tío Dimi. También aquella noche apareció, pero extenuado ya por el primer
viaje, mojado hasta el pecho y cubierto de gruesas gotas de sudor.
-¡Ah! Esta vez está duro de pelar… -dijo, dejando caer
las gavillas y la podadera-. El agua está muy alta y ya han arramplado con todo
lo que estaba fácil. Tengo que ir a buscar la caña a los mismos infiernos.
El tío Dimi se sentó, enjugose el sudor y lió un
pitillo. Después habló como para sus adentros:
-No voy a poder cortar mucho esta noche. Una carretilla
de tres francos a lo sumo.
Y volviéndose hacia Adrián:
-Bueno, ¿no tienes hambre? Vamos a tomar un bocado.
El tío aplastó una cebolla entre la palma de las manos,
la espolvoreó de sal y ofreció la mitad a su sobrino a guisa de refrigerio. Con
la mamaliga lo encontraron excelente. Después se pasaron la plosca.
-¿Están tranquilos los caballos?
-Sí –contestó Adrián-, pero el de la derecha no come y
no hace más que enderezar las orejas.
-¡Qué mal bicho!
Dimi cogió la podadera y se fue al segundo drum.
Llamábase drum a cada viaje del que se traían dos gavillas bajo el brazo, y por
la tarde, al regresar del mercado, se decía: “Era un cargamento de diez, de
doce o de quince drumuri”.
Y esto por tres, por cuatro o por cinco francos, por
penas y dramas sin nombre, como se dio el caso aquella noche.
Estábase en el sexto drum y Dimi acababa de partir de
nuevo cuando un relincho estridente rasgó el silencio y lo dejó clavado en el
sitio. Adrián se quedó helado hasta los tuétanos, pues conocía la cólera de su
tío. Este apareció con las manos vacías, ensombrecido. Con voz de padre
bondadoso se puso a hablar al caballo culpable, al de la derecha:
-¡Vamos, vamos por Dios! ¿No se te ocurrirá armarme
jaleos? ¿Qué es lo que te falta?
Lo atendió solícito, lo acarició y, marchándose
nuevamente, le dijo a Adrián:
-No te apartes de su lado… Se cansa… No lo pierdas de
vista. Unas cuantas gavillas más, sólo las suficientes para que no seamos la
irrisión del mercado… y nos iremos.
Pero apenas había desaparecido en el cañaveral tuvo que
regresar corriendo: el caballo había lanzado un nuevo grito.
-¡Por la virgen santísima! ¡Si sigues así te como las
orejas! ¡Toma!
Y arrojándose sobre el animal le asestó una patada en
el vientre que resonó dolorosamente. El pobre animal se estremeció al golpe y
volvió la cabeza para mirar con sus afables ojos al que lo maltrataba. Adrián
temblaba como si hubiera sido él quien hubiese recibido el golpe en las
entrañas, y le suplicó a su tío que no pegara más al caballo.
-¡Vamos a enganchar! –dijo el campesino-. No podemos
hacer nada, nos va a traicionar… ¡Por todos los santos! ¡Qué noche nos ha
estropeado!
Pusiéronse en camino. Todavía era muy de noche. Antes
de que hubieran salido siquiera de los pantanos, el resabiado animal se negó a
seguir tirando y se paró en seco. Empezó a patalear, y resoplando por las
narices, enderezó las orejas. Dimi se quedó pensativo.
-¿Por qué hace eso, tío? –lo interrogó Adrián.
-Es un semental, hijo mío. Debe haber olido a alguna
yegua por los contornos. Cerca de aquí debe haber algún campesino con una
yegua. ¡Oh! ¡Esto va a acabar mal esta noche!
El tío Dimi se santiguó tres veces al tiempo que se
descubría:
-¡Que el Señor nos libre de desgracias!
Y escupió de lado:
-¡Puaf! ¡Demonio, vete al desierto!
El tío se bajó de la carreta, cogió al caballo por el
freno y de este modo pudieron hacer aún un poco de camino. De repente el
desdichado animal relinchó dos veces seguidas en la mano de su amo. El hombre
sintió que los cabellos se le erizaban debajo del gorro. La sangre se le subió
a la cabeza y se puso a golpear al caballo, ciegamente, primero con los puños y
con los pies, después con un garrote que sacó de la carreta y que se partió en
dos por la violencia de los golpes.
El caballo se aturdió, su compañero se asustó también y
ambos a dos emprendieron de pronto una carrera vertiginosa. Salieron de la
carretera y se metieron en un barbecho, en donde al tío no le fue ya posible
dominarlos. El semental lanzaba relinchos incesantes y arrastraba la carreta
hacia los pantanos, mientras que Dimi, luchando por hacerlo volver al camino,
se veía desbordado, rendido, a punto de morir aplastado, en jirones todas las
ropas y con la mitad del pantalón perdida ya en la carrera.
Entonces se produjo lo horrible: sin dejar de correr,
Dimi clavó la hoz en el vientre del semental y se paró en seco. El filo rasgó
de extremo a extremo todo el vientre, que se vació. El animal se desplomó como
herido por el rayo.
Adrián lanzó un grito y se desmayó encima de las cañas.
Cuando recobró el conocimiento oyó rumor de voces.
Alumbrados débilmente por las primeras luces del alba,
el tío Dimi y el guarda del pantano hablaban de pie delante del cadáver del
caballo, que yacía en un charco de sangre con los intestinos desparramados en
torno suyo.
-Sé bueno, Osmán –decía el tío-. No me lleves detenido.
Bastantes desgracias tengo, como puedes ver. ¡Anda, sé bueno, Osmán!
El turco, enorme, con el fusil en un hombro y el morral
de provisiones en el otro, de rostro cobrizo y velludo, de negra e inteligente
mirada, se cruzó de brazos ante el infortunio y dijo en un rumano apenas
inteligible:
-Ser bueno… No poder ser bueno, Dimi. Boyardo pagado,
boyardo servido.
-El boyardo no va a ser menos rico…
-Evete [4]. ¡Boyardo rico, ma’ Dios tuerto!
Después, clavando sus ojos huraños en el despanzurrado
animal, pronunció el veredicto que alivió el corazón dolorido del campesino:
-Bueno, va… Ma’ no hablemos.
Y volviendo la espalda a la tragedia, se alejó a paso
tardo.
Dimi abandonó al compañero que tantos servicios le
había prestado, ocupó su puesto en las varas y tomó el camino del pueblo
después de haber descargado las gavillas.
El lucero de la mañana brillaba con todo su esplendor
opalino en el horizonte cuando Adrián, separándose penosamente de su mejor
amigo de la infancia –el hermoso alazán de andar altanero, de vivos ojos y
sangre fogosa, que arrastraba con desdén la barraca de cuatro ruedas-, se puso
a seguir la carreta del tío Dimi como se sigue un coche mortuorio. Mas a los
veinte pasos, lleno de desesperación, volvió junto al caballo tendido en el
césped, se arrojó sobre los ojos para siempre cerrados, los besó alocadamente y
bañó con sus lágrimas aquellos hocicos que tantas veces había acariciado.
Luego, andando de espaldas dejó extenderse el espacio
entre él y la “más noble conquista” del hombre innoble: la escena del espanto
desapareció.
El cortejo fúnebre atravesaba ahora una pequeña selva
de abrojos, arbustos y zarzas. Las ranas, los ruiseñores, los mirlos, las
cigarras apagaban ya sus himnos en la somnolencia matinal. Pero aún no se
habían callado del todo cuando el paro, la codorniz, la oropéndola reanudaban
el ininterrumpido concierto y se bañaban en el aire fresco y puro de la mañana,
llenándolo con sus alegres y variados gorjeos, con sus alabanzas al creador.
Lo mismo en el cielo que en la tierra, la vida
reanudaba su marcha, elevaba sus cánticos sinceros, invocaba a la felicidad, en
tanto que el hombre sembraba la muerte y descendía más bajo que los animales.
El camino del tío Dimi pasaba por delante de la taberna
de su hermano mayor, el opulento tío Ángel. Cuando Dimi se detuvo allí,
extenuado, para tomar un vaso, su hermano llevaba ya un buen rato dedicado a
sus menesteres. Recién lavado, cuidadosamente peinado el pelo y la barba,
andaba de un lado a otro en mangas de camisa, poniendo en orden su “batería”.
Dimi penetró en el establecimiento como un autómata. Ángel, miope, abordó a su
hermano canturreando, pero al punto retrocedió, asustado por el semblante
sombrío y las ensangrentadas ropas de Dimi.
-¿Qué has hecho, desgraciado?
Adrián se precipitó contra el pecho del tío Ángel
sollozando:
-¡Ha… matado… al caballo, tío!
El campesino, sentado en una banqueta y mirando al
suelo, confirmó:
-Sí, he matado al caballo.
Ángel apartó al pequeño y se precipitó a la puerta para
convencerse. Entonces vio vacío el tiro de la derecha y al lado, el caballo
desemparejado, que inclinaba tristemente la cabeza.
Retornó a pasos lentos, lívido, mudo, y sirviéndose
aguardiente bebió con su hermano. Este lo puso al corriente en breves palabras
y con la garganta oprimida concluyó:
-Ahí tienes… Es mi sino… Nunca volveré a tener un
animal tan hermoso… Apenas tenía siete años…
Luego, mirando sus manos llenas de sangre:
-He podido comprarlo a fuerza de comer gachas y verdura
con vinagre… Me había empeñado en comprarlo… No me gustan los matalones…
Ángel se irguió en toda su magnífica estatura, hundidas
las manos en los bolsillos del pantalón: -¡Dimi! Escucha: yo te doy mi caballo,
que no es un matalón… ¡Llévatelo ahora mismo!
El otro, abatido, sin levantar la vista del suelo,
gimió entre los apretados dientes:
-No quiero tu caballo… El bueno de Ángel se esperaba
esta respuesta: no era para aceptarla hoy para lo que Dimi había rechazado
siempre su ayuda. Sin embargo, insistió:
-Vamos, no seas testarudo. Yo te compraré uno si no
quieres el mío. -Guárdate tu dinero… -¿Qué vas a hacer entonces? Otro caballo
te hace falta para vivir.
Postrado, Dimi murmuró con voz apagada: -¿Qué voy a
hacer? Pues voy a decírtelo: voy a cargar mi escopeta con un buen cebo, y esta
noche esperaré al propietario en la cuneta del lado por donde pase su tartana y
le meteré a bocajarro “dos salivazos” en los riñones. Eso es lo que voy a
hacer.
-Pero irás a presidio… -Pues iré a presidio…
Notas
[1] Cocción de harina de maíz, pan
del campesino rumano.
[2] Vara curva de madera.
[3] Cantimplora de madera o de
metal.
[4] Sí en turco.
en Codine, 1925
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