domingo, enero 19, 2014

“La vida en los pantanos”, de Panait Istrati









La vida de tío Dimi y de los suyos no era sino una especie de esclavitud disfrazada de libertad. Todo el producto de su trabajo era absorbido por las deudas eternas al propietario del terreno y al estado; para ellos el hermoso trigo candeal, el mejor maíz, la leche de la vaca, los huevos y las gallinas. Para los habitantes de la choza, la sopa de agua, las habichuelas y una mamaliga [1] de mala calidad.

Esta vida volvía mala a la gente. El tío Dimi se emborrachaba los domingos y pegaba a su mujer, la cual, amedrentada, iba a esconderse a casa de los vecinos. Cualquier pretexto le bastaba. Era suficiente que su mujer tardara en encender el fuego para que el tío la arrojara a patadas, de cabeza, en las cenizas del hogar. Entonces la abuela se enfadaba, cogía la cobilitza [2] y daba a su hijo unos cuantos golpes, que él aguantaba riéndose.

-¡Borracho! ¡Mientras estáis enamorados sacáis un palmo de lengua por conseguir a la muchacha, y cuando ya la tenéis la tratáis como a una perra!

Después el pequeño Adrián iba en busca de la maltratada, la cual se levantaba las faldas sollozando y enseñaba a su suegra sus muslos plagados de cardenales.

-¡Nunca hubiera creído que mi Dimi me pegaría así! –murmuraba entre sollozos.
-¿Qué quieres, hija mía? Bien sabías que nosotros éramos gente pobre, que vivíamos “pegados a la tierra”. No te hubieras casado. La pobreza y el amor nunca hacen buenas migas. No lo olvides para tus hijos.

A pesar de sus setenta años, la buena abuela hacía cuanto le era posible por mitigar la pobreza que había trasmitido a sus hijos en patrimonio. Como ya no podía dedicarse a las faenas rudas del campo, se encargaba de todas las tareas de la vida doméstica: guisaba, lavaba, cuidaba de los chiquillos y de los animales. Y como también quería reunir algunos cuartos para “sus limosnas”, todos los instantes libres, todos los momentos de ocio dedicábalos a rebuscar espigas detrás de los segadores, a recoger los copos de lana que las ovejas abandonan en los cardos y a coger la achicoria que crece al borde de las zanjas. Asimismo era llamada para friccionar a los niños enfermos y exorcizarlos. Por la noche, durante la cena común, considerándose como una boca inútil, no tocaba la leche ni los huevos, cuando había ambas cosas en la mesa, y se contentaba con un poco de sopa y de verdura con vinagre, o sea, lo que los libros civilizados dicen que “constituye un excelente alimento para puercos y conejos”.

Dos veces a la semana, encorvada bajo el peso de su repleta cobilitza, la abuela recorría los cinco kilómetros que separaban a la choza del mercado de Brâila y regresaba con treinta perras anudadas en la punta del pañuelo; pero estas perras hacían milagros, porque al cabo de tres o cuatro años se la veía abrir un pozo en los lugares de tránsito de los carreteros, o bien comprar una cama completa para una muchacha pobre a punto de casarse, cuando no una vaca con su chotillo, que ella ofrecía como limosna por la salvación de su alma.

También se daba el caso, aunque muy raras veces, de que el tío Dimi descubría el escondite en que la pobre mujer guardaba el dinero, y poco tardaban en evaporarse pozo, cama, vaca y ternero. Entonces el alma de la piadosa Nedelea andaba enferma durante seis meses. Para abstenerse de pronunciar “la palabra imperdonable”, la mujer deambulaba lívida y triste, con una mano encima de la boca.

Adrián, el pequeño sobrino –que fue criado en la choza hasta los siete años y que después pasaba en ella sus vacaciones de colegial-, era testigo de aquellas maldiciones del tío Dimi, pero ello no impedía que lo quisiera.

Por lo demás, contra lo que pudiera creerse, todo el mundo quería a Dimi, desde su maltratada mujer y su despojada madre hasta los campesinos, que lo invitaban a todas las fiestas y a todas las bodas: y es que era un trabajador incomparable y un flautista como no había dos en la comarca. Su hoz tenía la supremacía entre los segadores, y su flauta decidía a los más viejos y a los más taciturnos a tomar parte en el baile.

Aparte de esto, resultaba simpático con su aire huraño, que ocultaba un humorismo contenido; con su cara de tzígano de frondosas y siempre fruncidas cejas, con la espontaneidad de sus decires.

Adrián lo quería. Y el tío quería a su sobrino. Eran camaradas. A veces el camarada pequeño recriminaba al grande por sus brutalidades para con su mujer; pero este le respondía:

-Espera a casarte para hablar. Las mujeres son un mal negocio.
-¿Por qué te has casado tú entonces?
-Porque así se hacen esas cosas. Hay que pasar por ello. Hasta después no se da uno cuenta de que hay que trabajar para dos, para cuatro, para diez. Entonces se bebe para olvidar y pega uno para vengarse.

Adrián no se daba por satisfecho con estas respuestas y se interponía cada vez que el tío la emprendía a golpes con la tía, sabiendo muy bien que Dimi era incapaz de golpearlo a él. Y es que el campesino quería mucho más al hijo de su hermana mayor que a sus propios hijos y le consentía todos los caprichos, llegando hasta a acompañarlo a orinar cuando no tenía ninguna gana de hacerlo. Toda la pasión del pequeño era hallarse siempre y por doquiera con su tío, y en particular cuando este último cogía la escopeta para disparar contra los zorzales que arrasaban las uvas o cuando enganchaba los caballos para ir a cortar caña a los pantanos.

¡Ah! ¡Cómo olvidar aquellas noches pasadas en las inmensas ciénagas de la desembocadura del Sereth!

El tío Dimi no tenía permiso para cortar la caña. Este permiso costaba veinticinco francos al año, y él no podía sufragárselo. Por consiguiente, salía a la caída de la noche para encontrarse en el mercado de la ciudad vecina antes de que amaneciera.

Adrián se olía la partida por los preparativos que observaba por la tarde: los caballos recibían un pienso suplementario y se les dejaba descansar. Después se llenaba el saco de viaje con una enorme mamaliga, unas cuantas cebollas y sal. Para beber, una plosca [3] con agua.

Pero la señal más inequívoca de que iba a haber salida para la tala veíala Adrián en la indumentaria de mendigo que se ponía el tío, así como en su frente arrugada y en su semblante trágicamente inquieto, porque nunca se sabía cómo podía terminar aquello. Tratábase de un robo: robábase lo que el propietario del dominio no había labrado ni sembrado nunca; y a veces, en vez de hallarse por la mañana en el mercado, se encontraba uno en casa del boyardo, confiscados los caballos y la carreta: los relinchos de los animales habían llamado la atención del turco que vigilaba los pantanos.

Una noche el tío Dimi y Adrián emprendieron tarde la marcha para no ser vistos de los vecinos. Había que recorrer siete kilómetros hasta llegar a los pantanos. Noche de junio, aire cálido, cielo estrellado. El tío conducía, fumaba y callaba, en tanto que Adrián, detrás de él, escuchaba el rumor del viento en sus oídos sin proferir una palabra.
Una vez que hubieron llegado al reino del silencio, desengancharon los caballos y los ataron al carruaje con el saco de avena colgado del cuello. Después, Dimi se introdujo en la charca empuñando la podadera.

Era menester ir muy lejos, meterse en el agua hasta las rodillas, hasta el vientre incluso, porque el robo resultaba demasiado visible junto a las orillas; pero el tío era fuerte y decidido: con tal de llegar a las cañas más hermosas y ganar cuatro francos en el mercado no vacilaba en arriesgarse.

Al partir le recomendó a Adrián en voz baja:

-Ten cuidado de los caballos… Si se impacientan, échales otro puñado de avena, sobre todo al de la derecha, que es un mal bicho. Y procura no dormirte, porque cogerías frío.

¿Dormirse Adrián? ¡Qué disparate! Tan sólo aguardaba a que su tío volviera la espalda y desapareciese para sentirse señor absoluto de todo: de los caballos, del carruaje, de la inmensa extensión de los pantanos y hasta del viento y del cielo con sus estrellas “sin número”, como decía la abuela.

Aquella noche, como si su corazón le anunciara el drama que había de desarrollarse, no experimentó ningún deseo de “mandar”. De pie en la carreta siguió con la mirada el avance del tío, observando el estremecimiento de las cañas de tres metros de altura que el campesino iba apartando para abrirse camino. Después se estuvo quieto. De cuando en cuando, bandadas de aves y de patos silvestres, sorprendidos y alarmados en su sueño por aquella visita nocturna, alzaban el vuelo entre aleteos ruidosos. Adrián los contemplaba a la luz de la luna con emoción. Entrábanle grandes deseos de gritarles: “¡Llevadme con vosotros!”.

La brisa ligera y el murmullo de las cañas le acariciaban los sentidos hasta el punto de hacerle perder toda noción de tiempo y de lugar. Así hubiera podido permanecer largo tiempo sin mover ni un dedo, porque aquellos instantes no los saboreaba en la vida perversa de todos los días, llena de gritos y de blasfemias. Cuando algún búho rasgaba el silencio con sus chillidos de mal augurio, Adrián sufría un sobresalto como si estuviera dormido.

Hacía ya largo rato que Dimi había partido. Adrián tenía fija ahora la mirada en la cresta de las cañas, las cuales debían inclinarse mucho a la vuelta, debido a las grandes gavillas que el tío traía consigo. El movimiento se dibujaba desde muy lejos, hacíase cada vez más distinto, y al fin, asestando grandes golpes a diestro y siniestro, aparecía el tío Dimi. También aquella noche apareció, pero extenuado ya por el primer viaje, mojado hasta el pecho y cubierto de gruesas gotas de sudor.

-¡Ah! Esta vez está duro de pelar… -dijo, dejando caer las gavillas y la podadera-. El agua está muy alta y ya han arramplado con todo lo que estaba fácil. Tengo que ir a buscar la caña a los mismos infiernos.

El tío Dimi se sentó, enjugose el sudor y lió un pitillo. Después habló como para sus adentros:

-No voy a poder cortar mucho esta noche. Una carretilla de tres francos a lo sumo.

Y volviéndose hacia Adrián:

-Bueno, ¿no tienes hambre? Vamos a tomar un bocado.

El tío aplastó una cebolla entre la palma de las manos, la espolvoreó de sal y ofreció la mitad a su sobrino a guisa de refrigerio. Con la mamaliga lo encontraron excelente. Después se pasaron la plosca.

-¿Están tranquilos los caballos?
-Sí –contestó Adrián-, pero el de la derecha no come y no hace más que enderezar las orejas.
-¡Qué mal bicho!

Dimi cogió la podadera y se fue al segundo drum. Llamábase drum a cada viaje del que se traían dos gavillas bajo el brazo, y por la tarde, al regresar del mercado, se decía: “Era un cargamento de diez, de doce o de quince drumuri”.

Y esto por tres, por cuatro o por cinco francos, por penas y dramas sin nombre, como se dio el caso aquella noche.

Estábase en el sexto drum y Dimi acababa de partir de nuevo cuando un relincho estridente rasgó el silencio y lo dejó clavado en el sitio. Adrián se quedó helado hasta los tuétanos, pues conocía la cólera de su tío. Este apareció con las manos vacías, ensombrecido. Con voz de padre bondadoso se puso a hablar al caballo culpable, al de la derecha:

-¡Vamos, vamos por Dios! ¿No se te ocurrirá armarme jaleos? ¿Qué es lo que te falta?

Lo atendió solícito, lo acarició y, marchándose nuevamente, le dijo a Adrián:

-No te apartes de su lado… Se cansa… No lo pierdas de vista. Unas cuantas gavillas más, sólo las suficientes para que no seamos la irrisión del mercado… y nos iremos.

Pero apenas había desaparecido en el cañaveral tuvo que regresar corriendo: el caballo había lanzado un nuevo grito.

-¡Por la virgen santísima! ¡Si sigues así te como las orejas! ¡Toma!

Y arrojándose sobre el animal le asestó una patada en el vientre que resonó dolorosamente. El pobre animal se estremeció al golpe y volvió la cabeza para mirar con sus afables ojos al que lo maltrataba. Adrián temblaba como si hubiera sido él quien hubiese recibido el golpe en las entrañas, y le suplicó a su tío que no pegara más al caballo.

-¡Vamos a enganchar! –dijo el campesino-. No podemos hacer nada, nos va a traicionar… ¡Por todos los santos! ¡Qué noche nos ha estropeado!

Pusiéronse en camino. Todavía era muy de noche. Antes de que hubieran salido siquiera de los pantanos, el resabiado animal se negó a seguir tirando y se paró en seco. Empezó a patalear, y resoplando por las narices, enderezó las orejas. Dimi se quedó pensativo.

-¿Por qué hace eso, tío? –lo interrogó Adrián.
-Es un semental, hijo mío. Debe haber olido a alguna yegua por los contornos. Cerca de aquí debe haber algún campesino con una yegua. ¡Oh! ¡Esto va a acabar mal esta noche!

El tío Dimi se santiguó tres veces al tiempo que se descubría:

-¡Que el Señor nos libre de desgracias!

Y escupió de lado:

-¡Puaf! ¡Demonio, vete al desierto!

El tío se bajó de la carreta, cogió al caballo por el freno y de este modo pudieron hacer aún un poco de camino. De repente el desdichado animal relinchó dos veces seguidas en la mano de su amo. El hombre sintió que los cabellos se le erizaban debajo del gorro. La sangre se le subió a la cabeza y se puso a golpear al caballo, ciegamente, primero con los puños y con los pies, después con un garrote que sacó de la carreta y que se partió en dos por la violencia de los golpes.

El caballo se aturdió, su compañero se asustó también y ambos a dos emprendieron de pronto una carrera vertiginosa. Salieron de la carretera y se metieron en un barbecho, en donde al tío no le fue ya posible dominarlos. El semental lanzaba relinchos incesantes y arrastraba la carreta hacia los pantanos, mientras que Dimi, luchando por hacerlo volver al camino, se veía desbordado, rendido, a punto de morir aplastado, en jirones todas las ropas y con la mitad del pantalón perdida ya en la carrera.

Entonces se produjo lo horrible: sin dejar de correr, Dimi clavó la hoz en el vientre del semental y se paró en seco. El filo rasgó de extremo a extremo todo el vientre, que se vació. El animal se desplomó como herido por el rayo.

Adrián lanzó un grito y se desmayó encima de las cañas. Cuando recobró el conocimiento oyó rumor de voces.

Alumbrados débilmente por las primeras luces del alba, el tío Dimi y el guarda del pantano hablaban de pie delante del cadáver del caballo, que yacía en un charco de sangre con los intestinos desparramados en torno suyo.

-Sé bueno, Osmán –decía el tío-. No me lleves detenido. Bastantes desgracias tengo, como puedes ver. ¡Anda, sé bueno, Osmán!

El turco, enorme, con el fusil en un hombro y el morral de provisiones en el otro, de rostro cobrizo y velludo, de negra e inteligente mirada, se cruzó de brazos ante el infortunio y dijo en un rumano apenas inteligible:

-Ser bueno… No poder ser bueno, Dimi. Boyardo pagado, boyardo servido.
-El boyardo no va a ser menos rico…
-Evete [4]. ¡Boyardo rico, ma’ Dios tuerto!

Después, clavando sus ojos huraños en el despanzurrado animal, pronunció el veredicto que alivió el corazón dolorido del campesino:

-Bueno, va… Ma’ no hablemos.

Y volviendo la espalda a la tragedia, se alejó a paso tardo.

Dimi abandonó al compañero que tantos servicios le había prestado, ocupó su puesto en las varas y tomó el camino del pueblo después de haber descargado las gavillas.

El lucero de la mañana brillaba con todo su esplendor opalino en el horizonte cuando Adrián, separándose penosamente de su mejor amigo de la infancia –el hermoso alazán de andar altanero, de vivos ojos y sangre fogosa, que arrastraba con desdén la barraca de cuatro ruedas-, se puso a seguir la carreta del tío Dimi como se sigue un coche mortuorio. Mas a los veinte pasos, lleno de desesperación, volvió junto al caballo tendido en el césped, se arrojó sobre los ojos para siempre cerrados, los besó alocadamente y bañó con sus lágrimas aquellos hocicos que tantas veces había acariciado.

Luego, andando de espaldas dejó extenderse el espacio entre él y la “más noble conquista” del hombre innoble: la escena del espanto desapareció.

El cortejo fúnebre atravesaba ahora una pequeña selva de abrojos, arbustos y zarzas. Las ranas, los ruiseñores, los mirlos, las cigarras apagaban ya sus himnos en la somnolencia matinal. Pero aún no se habían callado del todo cuando el paro, la codorniz, la oropéndola reanudaban el ininterrumpido concierto y se bañaban en el aire fresco y puro de la mañana, llenándolo con sus alegres y variados gorjeos, con sus alabanzas al creador.

Lo mismo en el cielo que en la tierra, la vida reanudaba su marcha, elevaba sus cánticos sinceros, invocaba a la felicidad, en tanto que el hombre sembraba la muerte y descendía más bajo que los animales.

El camino del tío Dimi pasaba por delante de la taberna de su hermano mayor, el opulento tío Ángel. Cuando Dimi se detuvo allí, extenuado, para tomar un vaso, su hermano llevaba ya un buen rato dedicado a sus menesteres. Recién lavado, cuidadosamente peinado el pelo y la barba, andaba de un lado a otro en mangas de camisa, poniendo en orden su “batería”. Dimi penetró en el establecimiento como un autómata. Ángel, miope, abordó a su hermano canturreando, pero al punto retrocedió, asustado por el semblante sombrío y las ensangrentadas ropas de Dimi.

-¿Qué has hecho, desgraciado?

Adrián se precipitó contra el pecho del tío Ángel sollozando:

-¡Ha… matado… al caballo, tío!

El campesino, sentado en una banqueta y mirando al suelo, confirmó:

-Sí, he matado al caballo.

Ángel apartó al pequeño y se precipitó a la puerta para convencerse. Entonces vio vacío el tiro de la derecha y al lado, el caballo desemparejado, que inclinaba tristemente la cabeza.

Retornó a pasos lentos, lívido, mudo, y sirviéndose aguardiente bebió con su hermano. Este lo puso al corriente en breves palabras y con la garganta oprimida concluyó:

-Ahí tienes… Es mi sino… Nunca volveré a tener un animal tan hermoso… Apenas tenía siete años…

Luego, mirando sus manos llenas de sangre:

-He podido comprarlo a fuerza de comer gachas y verdura con vinagre… Me había empeñado en comprarlo… No me gustan los matalones…

Ángel se irguió en toda su magnífica estatura, hundidas las manos en los bolsillos del pantalón: -¡Dimi! Escucha: yo te doy mi caballo, que no es un matalón… ¡Llévatelo ahora mismo!

El otro, abatido, sin levantar la vista del suelo, gimió entre los apretados dientes:

-No quiero tu caballo… El bueno de Ángel se esperaba esta respuesta: no era para aceptarla hoy para lo que Dimi había rechazado siempre su ayuda. Sin embargo, insistió:
-Vamos, no seas testarudo. Yo te compraré uno si no quieres el mío. -Guárdate tu dinero… -¿Qué vas a hacer entonces? Otro caballo te hace falta para vivir.

Postrado, Dimi murmuró con voz apagada: -¿Qué voy a hacer? Pues voy a decírtelo: voy a cargar mi escopeta con un buen cebo, y esta noche esperaré al propietario en la cuneta del lado por donde pase su tartana y le meteré a bocajarro “dos salivazos” en los riñones. Eso es lo que voy a hacer.

-Pero irás a presidio… -Pues iré a presidio…




Notas

[1] Cocción de harina de maíz, pan del campesino rumano.
[2] Vara curva de madera.
[3] Cantimplora de madera o de metal.
[4] Sí en turco.



en Codine, 1925












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