Fragmento
El bote se dirigió hacia el lugar donde la humareda del
horno ascendía a las alturas. El viejo remaba. La niña estaba sentada al otro
extremo del bote, envuelta en la frazada. Instantes después habían
desaparecido. “Gente rara”, pensó Juan, y se encaminó de regreso a su casa.
No pensó más en la muchacha, pero la imagen del viejo
se había aferrado a su fantasía.
Cómo hubiera maldecido cualquier otro si le ocurriera
lo mismo! ¡Cómo hubiera insultado al cielo y al Salvador! Este hombre sólo
suspiró y continuó sonriendo su camino. Seguramente que el barco ya era viejo y
que el cargamento de ladrillos no era lo mismo que oro de buena ley, pero el
barco había sido su pan y su casa”.
Ese viejo debía de ser un fervoroso creyente y un alma
muy recia, si es que tan fácilmente se amoldaba al infortunio. Juan no volvió a
saber de ellos durante dos semanas.
Un día divisó a la muchacha en la ribera. Surgió de
entre los árboles, cerca del horno de carbón. Llevaba una gran canasta con ropa
retorcida, recién lavada, y tenía la falda ajustada bajo el cinturón. Con una
sola mano tomaba la canasta y todo su peso descansaba sobre una cadera. Tenía
una margarita entre los dientes.
Comenzó a tender la ropa en los arbustos bajo un sauce.
Tarareaba algo, una canción desconocida. Lo hacía entre dientes, sin soltar la
flor que llevaba en su boca, y consagraba toda su atención a la labor.
Echó una mirada a Juan, pero no volvió a preocuparse
por él. Juan avanzó hacia ella.
—¿Viven ahora donde el carbonero?
Ella suspendió el canturreo y miró a Juan sorprendida,
con la expresión de quien lo veía por primera vez. No respondió.
—¿Ya no me reconoce?
La muchacha lo miró atentamente con sus grandes ojos
pardos.
—Pero claro.., —musitó.
—Bien, ¿quién soy?
—El hijo del barquero... —dijo insegura.
Juan rió.
—¿Parezco tan joven? El hijo del barquero apenas tiene
tres años. Ella también sonrió. Juan la miró con ojos codiciosos.
—Bueno, adivine dónde me ha visto.
La muchacha se dio vuelta y siguió tendiendo la ropa.
—¿Y qué gano adivinándolo? —dijo con un tono que
también quería decir que la charla no le desagradaba.
—Yo estaba en la ribera cuando se hundió su barco.
—¡Aquella vez estaba tan obscuro!
—No; lo que pasa es que usted estaba asustada.
—¡Nunca me asusto!
—¿Cómo se llama?
—¡Adivine!
Juan se tendió en el césped. Mientras se apuntalaba con
los codos se deleitaba viendo los movimientos de la muchacha, como si en sus
rasgos pretendiera leer su nombre.
—¡Juliana!
—¡Vamos, vamos!
—Isabel.
A cada nombre la muchacha meneaba la cabeza, riendo
para sus adentros, pues comenzaba a divertirle el juego. De cada leve
movimiento, de cada breve sonrisa, irradiaba una mágica virginidad. De repente
levantó la cabeza con coquetería, Y dijo:
—Así no lo va a adivinar nunca. Juan atacaba más a
fondo:
—¡Venga, quiero leérselo en su mano!
—Pues tendrá que esperar mucho para ello.
Tomó su canasta Y desapareció. Entre los árboles miró
hacia atrás una vez más.
Desde aquella vez Juan aparecía diariamente cerca de la
casa del carbonero. Vino luego el primer beso, lleno de primitivo ardor, de
estremecimiento mortal. Juan se llevó a casa el recuerdo del rostro ruborizado
de la muchacha, como la llama que hace arder todo lo que está en su derredor. Y
unos meses más tarde, la boda. La iglesia, cuyas profundas campanadas y salmos
le mostraban lo profundo y elevado del sentido de la vida.
Entonces vivían aún los padres de Juan. Cuando, poco
después, murieron, el viejo Miguel se trasladó a su casa y juntos prosiguieron
la pesca. Primero murió su madre; año y medio después, el padre. Ambos eran
viejos ya. Juan habría podido ser su nieto. En el primer año no tuvieron ningún
niño.
Cuando en el segundo vino al mundo el varoncito, la
casa se pobló de repente de fresca vida, después de haber soportado en año y
medio el duelo de dos sepelios.
Antes, cuando él transitaba por el patio, veía siempre
el ataúd del padre o la madre cerca del pozo, y a muchas personas aglomerándose
a su alrededor, y, cuando estaba solo en el patio silencioso, escuchaba
frecuentemente los fúnebres cánticos. Desde el nacimiento del niño parecía como
que por encanto estos sombríos recuerdos se habían ahuyentado.
La vida y la muerte se cedían el paso en la puerta de
su casa. Fue una ruda noche de invierno cuando llegó la partera.
Tras la puerta que la vieja había cerrado, parecía
arrancar el principio de una nueva existencia. Los lamentos y gritos de Susana
traspasaban los muros. El no pudo soportados más; se fue al patio, se recostó
contra el tablón de la puerta, se dejó acariciar las mejillas por el viento
nevado y pensó en lo que ocurriría si ahora muriera Susana. Había oído a menudo
que una mujer fallecía en el parto.
No pudo soportar este pensamiento. Bajó a la orilla del
río, pues los alaridos de Susana llegaban hasta el patio.
En la penumbra escuchaba el chasquido de los témpanos y
allá arriba sobre su cabeza, el implorante graznido de los gansos silvestres. “¡Qué
pasaría si muriera Susana!”.
Sentía este pensamiento como un cuchillo que le
hundieran en el cuello. Susana tal vez moriría para que viviera el niño. ¡Cómo
odiaría a este niño que le arrebataba a Susana! ¡Habría podido matarlo!
Se asustó de sí mismo. En esos casos se le rebelaban
todas las salvajes pasiones que habitaban en él, y que de pronto afloraban,
cuando la vida, con un golpe cruel, le lanzaba a la lucha.
Sentía que Susana significaba para él algo más que
compañera y amor, esposa y dicha, que evolucionan y pueden pasar y
reconstruirse en forma distinta. Susana era para él el sentido mismo de la
vida. En los primeros tiempos de su amor la había tomado con tal sed, que su
sangre se había vuelto la sangre de ella, su alma, la de ella. Y cuanto más
pensaba en esto, mas recordaba al tuerto Benedicto, que solía pasar por su casa
y que sabía cosas curiosas acerca del misterio del origen del hombre. No
lograba la atención de la gente piadosa, pues negaba la existencia de Dios. Si
le escuchaban, era sólo porque al tuerto Benedicto todo el mundo le tenía por un
loco cuya cabeza estaba ya amarilla y calva como una calabaza.
El loco Benedicto relataba cosas así: en un principio
nada había en el mundo sino el cieno. En este barro habitaban seres curiosos y
extraños, mitad hombre, mitad mujer. Apareció entonces entre ellos el dios
remoto del cieno: Tarafaga. Con su larga y afilada espada cortó en dos a estos
seres bisexuados y los separó. Desde entonces hombres y mujeres viven en
cuerpos distintos. Los seres mutilados se dispersaron y comenzaron a buscarse
para unirse nuevamente con su herida dolorosa y espantosa, chorreando sangre y
lamentos. Esta búsqueda, esta eterna y desdichada ansia del encuentro es el
amor.
Este impío relato, brotado de una fantasía
calenturienta, volvía a su mente, pensando que podía perder a Susana. El
también se convertiría en una herida quemante de pies a cabeza si Susana le
fuera arrebatada.
Oyó vocear su nombre. Atropelladamente corrió de vuelta
al patio. El viejo Miguel lo llamaba:
—¿Dónde te metes? Ven. Te ha nacido un hijo.
Un momento después estaba, jadeante, junto a la cama de
Susana.
La pequeña pieza estaba llena de un dulce y encanta:
dar olor a sangre, al que se mezclaba el tibio aroma de leche cruda. En una
limpia salmuera se agitaba el pequeño, que parecía en verdad hecho de sangre y
leche.
Susana estaba cadavéricamente pálida. Las gotas de
sudor de los dolores del parto las tenía aún en la frente y miró a Juan con
sombríos ojos de espanto y también con una dicha inexpresable.
Delgada, amarilla, sin fuerzas, yacía su mano sobre la
colcha, bajo la cual se dibujaba su cuerpo, estrujado por los dedos de la vida,
a los que no importaba que entre sus uñas se agolparan la sangre y el dolor
cuando apretaba el cuerpo para arrancarle un niño. Así engañaban y vencían a la
muerte, que —pobre fantoche—ignoraba que, aunque le preparaban un ataúd, nunca
podía llevarse por entero a una víctima, puesto que uno de sus fragmentos había
sido desprendido, se le había escurrido entre los dedos y seguía viviendo la
existencia inmortal de la especie.
Cien pensamientos parecidos se agolpaban en su mente
cuando estaba trémulo ante la cama de Susana. Tenía la sensación de que en este
momento ella era para él lo más bello y lo más grande. El jugueteo conmovedor
del primer beso bajo la fronda, luego el matrimonio y la noche de bodas, sólo
se habían adelantado a la sensación, a esta sensación que le embargaba ahora,
que le hada escuchar una voz con mil matices diferentes: implorando, llamando,
disculpándose, sollozando, burlona y temerosa o riendo despreocupadamente.
Todas las alegrías y padecimientos de una nueva vida concentrados en una sola
palabra: padre...
Había lanzado una sola mirada al niño, que casi
desaparecía en la grande y nudosa mano de la partera y ya retumbaba y corría a
su encuentro la palabra: ¡padre, padre, padre!
Y eso que el niño sólo lloriqueaba en un tono animal
incomprensible.
Con gusto se habría desplomado ante la cama de Susana,
pero no era hombre que se dejara abatir por sentimientos. Estaba parado ahí,
cruzados los brazos sobre el pecho, con una sonrisa extraña, casi idiota; se
movía de derecha a izquierda y casi no podía decirle a su mujer una sola
palabra.
No notó que se le echaba de la habitación. La partera
empujó a ambos hacia la puerta con palabras gruñonas: —¡No se pongan en el
camino!
Desde aquel día todos sus pensamientos giraron
alrededor del niño. La vida adquirió un nuevo sentido.
Bajo la parte saliente del tejado había un nido de
golondrinas. No se podía ver lo que ocurría dentro de él y sólo se escuchaba el
gorjeo. Pero poco a poco fueron asomándose los anaranjados picos de los
pajaritos hasta el borde del nido que tenía forma de bandeja. Esos picos
anaranjados parloteaban allá arriba, gorjeando y haciendo ruido todo el día,
como si los pequeñuelos no tuvieran más que las agudas bocas, ansiosas de
engullir la vida que sus padres les llevaban.
Cierta bella mañana, cuatro pajaritos de color ahumado
estaban en el patio, sentados sobre uno de los postes para las redes. Bien
alineado, uno junto al otro, como los escolares en un banco. Los padres les
enseñaban a volar. Primero de un poste al otro, nada más. Luego al tablón de la
puerta, y de ahí al tejado de la casa. Sus alas eran suaves y torpes, y nunca
alcanzaban la meta anhelada. Golpeaban contra la pared, como una piedra,
mientras los grandes surcaban el aire en centelleantes ángulos y arcos
temerarios pero seguros. Todo el patio se llenó de las líneas audaces de estos
vuelos, como si una mano invisible trazara en el aire largas rayas negras que
desaparecieran rápidamente como cuando un niño traza garabatos sobre un papel.
El vaivén de estos vuelos era acompañado de cantos agudos y entusiastas, como
si constantemente tuvieran que hacer estos ejercicios con graznidos, chillidos
y risas.
Ya en otras ocasiones, en primavera, las golondrinas
habían estado volando en el patio, pero entonces uno pasaba de largo sin
prestarles atención.
Y ahora estaban horas de horas en el umbral del zaguán,
mientras Susana extraía el albo seno de entre el traje y daba de mamar al niño,
observando con variados sentimientos el juego de los pajaritos y sentían en
ello el poderoso y eterno orden de la naturaleza. Todo lo sentían cerca de su
corazón, pues en él reflejaban la vida.
El vio cierta vez a una gata que llevaba a su hijo en
el hocico dar un salto entre la tibia y obscura abertura del henal. Sólo duró
un instante la escena, pero despertó algo en él. Un sentimiento que antes le
había sido ignorado.
Cuando iba a hacer algo tomaba su resolución pensando
si, en lejanos días, su acto iría a beneficiar o perjudicar al niño. Si
divisaba un cascajo en el suelo, su mirada reflejaba el pensamiento de
llevárselo a casa para que jugara el pequeño.
Todo fue llenándose así con un nuevo sentido. Y en ello
estaba Susana como principio y fin. No significaba ya solamente los obscuros
brotes del amor y del deseo, del anhelo de ternura, del gusto y aroma de las
comidas, del bienestar de una cama hecha, de todo aquello a que conducían los
febriles tormentos del amor, sino el sentido de la vida humana que se había
tornado profundo y transparente. Un sentido tras el cual no se agazapa ninguna
tortura, ninguna cavilación.
El agua mecía quedamente la barca. Juan se había
.adormilado con el entumecimiento dulce y grato de estos pensamientos. Pero
sólo estaba semidormido y en su torno escuchaba el rumor del agua y la sirena
de un molino en la distancia.
Comenzaba a atardecer. Una corona de patillas volaba en
el cielo color verde manzana. El crepúsculo comenzó a atenuar lentamente no
sólo los matices, sino también los sonidos, e hizo silenciar cien pequeños
ruidos de aquellos que no sabemos de dónde vienen, pero que forman parte del
universo.
De pronto una mano rozó su hombro. Era el viejo Miguel.
Susurró:
—Hay peces grandes en las redes.
1928
1 comentario:
Que belleza.
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