Ángela entró: llegóse al espejo, dejó resbalar el rico
abrigo de pieles; quedó en cuerpo, escotada, arrebolada aún la tez por la
sofoquina del sarao, y se miró, y expresó en la cara esa rápida, indefinible
satisfacción de la mujer que piensa: «¡No estoy mal! Lo que es hoy parecí bien
a muchos».
Fue, sin embargo, un relámpago aquella alegría. Se
nublaron los ojos de la dama; cayeron sus brazos perezosos a lo largo del
cuerpo, y subiendo con negligencia las manos, empezó a desabrochar el corpiño.
Antes del tercer corchete, detúvose: «Le aguardaré vestida -pensó-. Al cabo,
hoy es noche de Año Nuevo. ¿Será capaz de irse en derechura a su cuarto?».
Cuando Ángela, resuelta ya, volvió a subir el abrigo y
se reclinó en el diván para aguardar cómodamente, su corazón brincaba muy aprisa,
y tumultuosas sensaciones hacían hervir su sangre y estremecían sus nervios.
«También no es suya toda la culpa -pensaba, acusándose a sí propia, táctica
usual en los desdichados-. Yo he dejado que las cosas se pusiesen así. Veo que
desaparecen las costumbres tan monas de la luna de miel..., y transijo. Veo que
se establecen otras secatonas, vulgares... y resignada. Veo que empezamos a
salir cada uno por su lado... y no me atrevo a quejarme en voz alta. Veo que
sólo nos hablamos a las horas de comer... y me da vergüenza de presentarme
triste o furiosa. Esto no puede ser; algo he de poner de mi parte. La dignidad
es cosa muy buena, sí, muy buena...; pero cuando se sufre y se rabia, y se le
pasan a uno por la cabeza tantas ideas del infierno en un minuto, ¡valiente
consuelo la dignidad!».
No era Ángela de las mujeres que lloran a dos por tres.
Al contrario: aborrecía las lágrimas y los pucheros. Sin embargo, al concluir
el soliloquio, sospechó que tenía los ojos húmedos... y, despechada, los frotó
con el pañolito de Alençon que llevaba escondido en el pico del corselete. «El
caso es -pensó, impaciente- que voy a tener plantón para rato. Me he venido tan
temprano, sin querer tomar ni una taza de té... ¿Qué hora será?».
Como respondiendo a la pregunta de su dueña, el reloj
de bronce dorado produjo esa ligerísima trepidación que anuncia que va a dar la
hora, y empezó a darla, clara, argentina y delicadamente. Ángela contaba
ansiosa: «Una, dos, tres, cuatro... No cabe duda, las doce... ¡Ha muerto un
año, y el siguiente empieza al vibrar la última campanada!».
Ángela se levantó. El tocador, que precedía a la
alcoba, se encontraba alumbrando solamente por las bujías que ante el espejo
encendiera la doncella al retirarse. Otro espejo mayor, el del tremó, colocado
enfrente, reflejaba las lucecillas en su ancha luna y fingía, allá en el fondo
de la estancia, titilaciones vagas de objetos, movimientos de cortinajes y
formas extrañas de muebles, que se prestaban a cualquier capricho de la
imaginación. Ello es que Ángela, exaltada, materializó, por espacio de algunos
segundos, la imagen del año que se iba y la del que venía. Los vio tal cual los
pintan en alegorías y almanaques: el que se iba, centenario de luenga barba
nívea, de agobiado espinazo, de trémulas manos secas, apoyado en nudoso bastón,
envuelto en burdo capote gris, del gris acuoso de las nubes; y el que venía,
rollizo bebé, en camisa, hoyoso, carrilludo, colorado, juguetón de pies,
acariciador de manos, con luz del cielo en los ojos azules y rosas de primavera
en los labios, que aún humedece la ambrosía de la leche maternal...
«A la verdad -pensó Ángela-, nene, eres muy lindo...;
pero me gustarías más si tuvieses la cara de mi José Luis. ¡Año nuevo, añito
nuevo, de poco me sirves si no traes vida nueva!... Mira, añito, que estoy
determinada: o me la traes, o... ¿para qué quiero la que tengo?», exclamó casi
en voz alta, cubriéndose el rostro con las manos y dando rienda suelta a
sollozos roncos, rugidos de leona.
De súbito se enderezó; echó atrás la cabeza, brillaron
sus ojos, se inflamaron sus mejillas... No cabía duda: sus pasos. Aun pagados
por la alfombra, ¡cómo resonaban en el alma! ¡Sus pasos!... ¡Tan temprano!...
¡Tan oportunamente!... ¡Con tal acierto amoroso!... ¡Al dar las doce de la
noche, la primera hora del año!
Ángela se precipitó a la puerta a tiempo que ya la
empujaba José Luis. Su mujer le recibía con loco abrazo, olvidando toda la
estrategia de coquetería que momentos antes combinaba para dar la batalla
decisiva y recobrar, o saber si había perdido de veras, al amado esposo. ¡Rara
coincidencia! Diríase que un pensamiento mismo o una misma necesidad de afecto
puro, fuerte, sincero, ardoroso, impulsaba a ambos cónyuges, a una misma hora,
a soltar la cadena por donde la habían roto desde tiempo atrás la indiferencia
y el cansancio del varón. ¿Qué ocultos móviles determinaban la conducta de José
Luis! ¿Desengaños y heridas fuera, que le llevaban a buscar calor dentro! ¿O,
pensando más cristianamente, ritornelos de un amor no muerto, aunque adormecido?
Lo cierto es que, desde el primer instante, vio y sintió Ángela que no era
necesario atizar el fuego, pues conoció su intensidad en las ternezas y
halagos, en las balbucientes palabras y hasta en el propio silencio del marido,
que con dulce violencia la arrastraba al diván, y recostaba en los hombros de
raso de la dama una frente tersa y juvenil, cubierta de pelo negro, cuyo aroma
conocía Ángela tan bien que sus vagas emanaciones le causaban delicioso
escalofrío.
La alegría prestó resolución a Ángela, y su corazón,
antes cerrado, se abrió como se abre una flor de estufa en la templada
atmósfera que prefiere. Durante un intermedio de venturosa languidez se desató
su lengua, tuvo valor para quejarse de lo pasado, y dijo su soledad, su
abandono en medio del desierto social, su desesperación muda, sus oscuras
meditaciones, sus lágrimas sorbidas, sus protestas silenciosas y hondas... José
Luis sonreía, mostrando los dientes blancos entre la limpia y sedosa barba, y
contestaba con halagos, con risas, con graciosa mímica tierna y aduladora:
-Hoy empieza Año Nuevo, ¿sabes? -suspiraba ella,
vehemente, anhelosa, menos embriagada con la realidad que embebecida en la
esperanza-. Año nuevo, vida nueva... ¿Verdad que sí? ¿Verdad que no volverán
días como esos del año pasado, tan largos, tan fríos, tan horrorosos? ¡Ese año
maldito tuvo lo menos dieciocho meses! ¡Anda, dime que no volverán!... Vida
nueva...
-¡Vida nueva! -repitió él, festivamente, ayudando, con
gentil desmaña, a desceñir el elegante corselete de terciopelo rosa que rodeaba
el talle de su mujer...
A la mañana siguiente, Ángela despertó antes que la
doncella abriese las maderas: ardía aún la lamparilla tras los vidrios de
colores que protegían su luz, y en tibio ambiente quedaban indefinibles rastros
de la emoción, de la ventura pasada. Ángela miró a su alrededor; se vio sola; y
seria, reflexiva, sacudiendo el sueño, se incorporó sobre el codo. «Unas horas
felices, sí; ¡pero después!... Él se reía; ¡cómo se reía con aquello de vida
nueva!... ¡Pobre de mí! No hay que soñar... Hoy empieza un año que será lo
mismo que el otro... Hice mal en estar tan cariñosa... ¡Bah! Si el caso
volviera a presentarse..., ¡estaría lo mismo! Año nuevo, ¡embustero!, me has
engañado...».
Al pensar así, creyó Ángela que en las cortinas que
cerraban el paso al tocador se agitaba una figurilla... La escasa luz no le
permitió distinguirla claramente; pero la figurilla apartó las cortinas, y
Ángela no pudo dudar. Era el Año Nuevo, el chiquitín, riente, rubio, fresco,
con su camisilla de encajes, su gorrito de batista... Debajo del brazo traía
una cuna dorada, con lazos de cinta azul. También él reía, como José Luis, pero
reía a carcajadas, con la risa deliciosa de la primera niñez, que vierte chorros
de inocencia divina y amenazaba con el dedito a la dama... Hasta fantaseó ella
que el nene pronunciaba palabras sueltas, en media lengua confusa: «¡Tonta!...
Yo necesito... ¡Vida nueva!... ¡Si..., yo..., vida nueva!... ¡Yo!...».
Ángela juntó las manos. Sus ojos se dilataron, su pecho
se alzó para respirar ansiosamente; un ola de misterioso júbilo ascendió, desde
las profundidades de su ser, al rostro, transfigurado por extática beatitud.
-¡Un niño! -murmuró, temblando.
en Obras Completas (Novelas y Cuentos),
1947
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