Yo no sé
dónde tomó Monelle mi mano. Pero pienso que fue en una noche de otoño, cuando
la lluvia ya es fría.
–Ven a jugar
con nosotros –dijo.
Monelle
llevaba en su delantal viejas muñecas y volantes cuyas plumas estaban ajadas y
las trencillas gastadas.
Su cara era
pálida y sus ojos reían.
–Ven a jugar
–dijo–. No trabajamos más, jugamos.
Había viento
y barro. Los adoquines brillaban. A lo largo de las marquesinas de las
tiendas el agua caía gota a gota. Unas niñas tiritaban en el umbral de las
tiendas de ultramarinos. Las candelas encendidas parecían rojas.
Pero Monelle
sacó de su bolsillo un dado de plomo, un sablecito de estaño y una pelota de
goma.
–Es todo para
ellos –dijo–. Soy yo la que sale a comprar las provisiones.
–¿Y en qué
casa viven, y cuál es su trabajo, su dinero, pequeña...?
–Monelle
–dijo la niña apretándome la mano–. Me llaman Monelle. Nuestra casa es una
casa en la que se juega: hemos desechado el trabajo, y los centavos que tenemos
todavía nos habían sido dados para comprar pasteles. Todos los días voy a
buscar niños por la calle, y les hablo de nuestra casa, y los llevo conmigo. Y
nos escondemos bien para que no nos encuentren. Las personas mayores nos
obligarían a regresar y nos quitarían todo lo que tenemos. Y nosotros lo que queremos
es quedarnos juntos y jugar.
–¿Y a qué
juegan, pequeña Monelle?
–Jugamos a
todo. Los que son grandes se hacen fusiles y pistolas; y los otros juegan con
raquetas, saltan a la cuerda, se lanzan la pelota; otros bailan la ronda y se
toman de la mano; otros dibujan sobre los vidrios las bonitas imágenes que uno
no ve jamás y soplan burbujas de jabón; otros visten a sus muñecas y las llevan
a pasear, y contamos con los dedos de los más chiquitos para hacerlos reír.
La casa a la
que Monelle me condujo parecía tener ventanas tapiadas. Estaba alejada de la
calle, y toda su luz venía de un jardín profundo. Y una vez allí pude oír
voces alegres.
Tres niños
vinieron a saltar a nuestro alrededor.
–¡Monelle,
Monelle! –gritaron–. ¡Ha vuelto Monelle!
Me miraron y
murmuraron:
–¡Qué grande
es! ¿Jugará, Monelle?
Y la niña les
dijo:
–Muy pronto
las personas mayores vendrán con nosotros. Se dirigirán a los niños pequeños.
Aprenderán a jugar. Nosotros les daremos clase, y en nuestra clase, nunca se
trabajará. ¿Tienen hambre?
–Sí, sí, sí
–gritaron algunas voces–, hay que hacer la cocinita.
Entonces se
trajeron pequeñas mesas redondas, y servilletas del tamaño de hojas de lila, y
vasos profundos como dedales, y platos tan hondos como cascaras de nuez. La
comida fue chocolate y azúcar en migajas; y el vino no podía verterse en los
vasos porque las botellitas blancas, del largo del dedo meñique, tenían el
cuello demasiado angosto.
La sala era
vieja y alta. Por todas partes ardían minúsculas candelitas de estaño. Contra
las paredes, los cristalitos redondos parecían piezas de moneda trocadas en
espejos. A las muñecas apenas se las reconocía entre los niños por su
inmovilidad. Puesto que permanecían sentadas en sus sillones, o se peinaban,
con los brazos en alto, delante de diminutos tocadores, o ya estaban acostadas,
con la sábana llevada hasta el mentón, en sus camitas de cobre. Y el suelo
estaba cubierto del delicado musgo verde que se pone en los corrales de madera.
Parecía que
esa casa fuese una prisión o un hospital. Pero una casa en la que se encerraba
a inocentes para impedirles sufrir, un hospital donde se curaba del trabajo
de la vida. Y Monelle era la guardiana y la enfermera.
La pequeña
Monelle observaba a los niños que jugaban. Pero ella estaba muy pálida. Tal vez
tenía hambre.
–¿De qué
viven ustedes, Monelle? –le pregunté de repente.
Y ella me
respondió simplemente: –No vivimos de nada. No sabemos. Enseguida se puso a
reír. Pero estaba muy débil.
Y se sentó al
pie de la cama de un niño que estaba enfermo. Le alcanzó una de las botellitas
blancas, y se quedó un largo rato inclinada, los labios entreabiertos.
Había niños
que bailaban en ronda y que cantaban con voz diáfana. Monelle alzó un poco su
mano y dijo:
–¡Escuchen!
Después
habló, cariñosamente, con sus exiguas palabras. Dijo:
–Creo que
estoy enferma. No se vayan. Jueguen a mi alrededor. Mañana otra irá a buscar
lindos juguetes. Yo me quedaré con ustedes. Nos divertiremos sin hacer ruido.
¡Shhh!
Más adelante,
jugaremos en las calles y en los campos, y se nos dará de comer en todas las
tiendas. Ahora se nos forzaría a vivir como los otros. Es preciso esperar. Para
entonces habremos jugado mucho.
Y Monelle
dijo:
–Ámenme. Yo
los amo a todos.
Después
pareció dormirse al lado del niño enfermo.
Todos los
otros niños la miraban, adelantando la cabeza.
Se oyó una
vocecita trémula que dijo débilmente: "Monelle ha muerto". Y se hizo
un enorme silencio.
Los niños
trajeron alrededor de la cama las candelitas encendidas. Pensando tal vez que
dormía, dispusieron ante ella, como para una muñeca, arbolitos verde claro
tallados en punta y los colocaron en medio de las ovejas de madera blanca para
mirarla. Después se sentaron y la acecharon. Un poco después, sintiendo que la
mejilla de Monelle empezaba a enfriarse, el niño enfermo se puso a llorar.
en El libro de Monelle, 1995
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