martes, noviembre 12, 2013

“Monelle. De su vida”, de Marcel Schwob









Yo no sé dónde tomó Monelle mi ma­no. Pero pienso que fue en una noche de otoño, cuando la lluvia ya es fría.

–Ven a jugar con nosotros –dijo.

Monelle llevaba en su delantal viejas muñecas y volantes cuyas plumas esta­ban ajadas y las trencillas gastadas.

Su cara era pálida y sus ojos reían.

–Ven a jugar –dijo–. No trabaja­mos más, jugamos.

Había viento y barro. Los adoqui­nes brillaban. A lo largo de las mar­quesinas de las tiendas el agua caía go­ta a gota. Unas niñas tiritaban en el umbral de las tiendas de ultramarinos. Las candelas encendidas parecían rojas.

Pero Monelle sacó de su bolsillo un dado de plomo, un sablecito de estaño y una pelota de goma.

–Es todo para ellos –dijo–. Soy yo la que sale a comprar las provisiones.
–¿Y en qué casa viven, y cuál es su trabajo, su dinero, pequeña...?
–Monelle –dijo la niña apretán­dome la mano–. Me llaman Monelle. Nuestra casa es una casa en la que se juega: hemos desechado el trabajo, y los centavos que tenemos todavía nos ha­bían sido dados para comprar pasteles. Todos los días voy a buscar niños por la calle, y les hablo de nuestra casa, y los llevo conmigo. Y nos escondemos bien para que no nos encuentren. Las perso­nas mayores nos obligarían a regresar y nos quitarían todo lo que tenemos. Y nosotros lo que queremos es quedarnos juntos y jugar.
–¿Y a qué juegan, pequeña Monelle?
–Jugamos a todo. Los que son gran­des se hacen fusiles y pistolas; y los otros juegan con raquetas, saltan a la cuerda, se lanzan la pelota; otros bailan la ronda y se toman de la mano; otros dibujan so­bre los vidrios las bonitas imágenes que uno no ve jamás y soplan burbujas de ja­bón; otros visten a sus muñecas y las lle­van a pasear, y contamos con los dedos de los más chiquitos para hacerlos reír.

La casa a la que Monelle me condu­jo parecía tener ventanas tapiadas. Es­taba alejada de la calle, y toda su luz ve­nía de un jardín profundo. Y una vez allí pude oír voces alegres.

Tres niños vinieron a saltar a nues­tro alrededor.

–¡Monelle, Monelle! –gritaron–. ¡Ha vuelto Monelle!

Me miraron y murmuraron:

–¡Qué grande es! ¿Jugará, Monelle?

Y la niña les dijo:

–Muy pronto las personas mayores vendrán con nosotros. Se dirigirán a los niños pequeños. Aprenderán a jugar. Nosotros les daremos clase, y en nues­tra clase, nunca se trabajará. ¿Tienen hambre?
–Sí, sí, sí –gritaron algunas vo­ces–, hay que hacer la cocinita.

Entonces se trajeron pequeñas me­sas redondas, y servilletas del tamaño de hojas de lila, y vasos profundos co­mo dedales, y platos tan hondos como cascaras de nuez. La comida fue chocolate y azúcar en migajas; y el vino no podía verterse en los vasos porque las botellitas blancas, del largo del dedo meñique, tenían el cuello demasiado angosto.

La sala era vieja y alta. Por todas par­tes ardían minúsculas candelitas de es­taño. Contra las paredes, los cristalitos redondos parecían piezas de moneda trocadas en espejos. A las muñecas ape­nas se las reconocía entre los niños por su inmovilidad. Puesto que permanecían sentadas en sus sillones, o se peinaban, con los brazos en alto, delante de dimi­nutos tocadores, o ya estaban acosta­das, con la sábana llevada hasta el men­tón, en sus camitas de cobre. Y el suelo estaba cubierto del delicado musgo verde que se pone en los corrales de madera.

Parecía que esa casa fuese una pri­sión o un hospital. Pero una casa en la que se encerraba a inocentes para im­pedirles sufrir, un hospital donde se cu­raba del trabajo de la vida. Y Monelle era la guardiana y la enfermera.

La pequeña Monelle observaba a los niños que jugaban. Pero ella estaba muy pálida. Tal vez tenía hambre.

–¿De qué viven ustedes, Monelle? –le pregunté de repente.

Y ella me respondió simplemente: –No vivimos de nada. No sabemos. Enseguida se puso a reír. Pero estaba muy débil.

Y se sentó al pie de la cama de un ni­ño que estaba enfermo. Le alcanzó una de las botellitas blancas, y se quedó un largo rato inclinada, los labios entreabiertos.

Había niños que bailaban en ronda y que cantaban con voz diáfana. Monelle alzó un poco su mano y dijo:

–¡Escuchen!

Después habló, cariñosamente, con sus exiguas palabras. Dijo:

–Creo que estoy enferma. No se va­yan. Jueguen a mi alrededor. Mañana otra irá a buscar lindos juguetes. Yo me quedaré con ustedes. Nos divertiremos sin hacer ruido. ¡Shhh!

Más adelante, jugaremos en las ca­lles y en los campos, y se nos dará de comer en todas las tiendas. Ahora se nos forzaría a vivir como los otros. Es preciso esperar. Para entonces habre­mos jugado mucho.

Y Monelle dijo:

–Ámenme. Yo los amo a todos.

Después pareció dormirse al lado del niño enfermo.

Todos los otros niños la miraban, adelantando la cabeza.

Se oyó una vocecita trémula que di­jo débilmente: "Monelle ha muerto". Y se hizo un enorme silencio.

Los niños trajeron alrededor de la cama las candelitas encendidas. Pen­sando tal vez que dormía, dispusieron ante ella, como para una muñeca, arbolitos verde claro tallados en punta y los colocaron en medio de las ovejas de madera blanca para mirarla. Después se sentaron y la acecharon. Un poco des­pués, sintiendo que la mejilla de Mone­lle empezaba a enfriarse, el niño enfer­mo se puso a llorar.



en El libro de Monelle, 1995













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