jueves, noviembre 14, 2013

“Confesiones de una mujer”, de Guy de Maupassant









Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.

Mi marido era de elevada estatura, elegante y todo un gran señor de aspecto. Pero carecía de inteligencia. Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones cortantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena de ideas preconcebidas, infundidas en él por sus padres que a su vez las habían recibido de sus antepasados. No vacilaba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y limitada, sin el menor embarazo y sin comprender que pudieran existir otros modos de ver. Se notaba que aquella cabeza estaba cerrada, que por ella no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como el viento que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanas se abren.

El castillo donde vivíamos se encontraba en plena región desierta. Era un gran edificio triste, enmarcado por árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bosque, estaba rodeado por un profundo foso de esos que llaman salto de lobo; y al final, del lado del páramo, teníamos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbas flotantes. Entre los dos, a orillas de un arroyo que los unía, mi marido había mandado construir una pequeña choza para tirar sobre los patos salvajes.

Teníamos, amén de nuestros criados normales, un guarda, una especie de bruto, adicto a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligada a mí. Yo la había traído de España cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de sus cabellos profundos como un bosque y siempre encrespados en torno a la frente. Contaba entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.

Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho, unas veces en las propiedades de los vecinos, otras en la nuestra; y yo me fijé en un joven, el barón de C..., cuyas visitas al castillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejó de venir, y no pensé más en él; pero me di cuenta de que mi marido cambiaba de actitud conmigo.

Parecía taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; y aunque casi no entraba en mi dormitorio, que yo había exigido separado del suyo con el fin de vivir un poco sola, a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegaban hasta mi puerta y se alejaban tras unos minutos.

Como mi ventana estaba en la planta baja, a menudo creí también oír merodeos en la sombra, en torno al castillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente durante unos segundos y después respondió:

—No es nada, es el guarda.

Ahora bien, una noche, cuando acabábamos de cenar, Hervé, que parecía muy alegre, contra su costumbre, con una alegría socarrona, me preguntó:

—¿Le gustaría a usted pasar tres horas al acecho para matar un zorro que viene por las noches a comerse mis gallinas?

Me quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me examinaba con singular obstinación, acabé respondiendo:

—Claro que sí, amigo mío.

Tengo que decirle que yo cazaba como un hombre lobos y jabalíes. Conque era muy natural que me propusiera aquel acecho. Pero mi marido de repente adoptó un aire extrañamente nervioso; y durante toda la velada estuvo agitado, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente. Hacía las diez me dijo de pronto:

—¿Está usted preparada?

Me levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pregunté:

—¿Hay que cargar con bala o con posta?

Pareció sorprendido, y después prosiguió:

—¡Oh!, sólo con posta, bastará, puede estar segura.

Después, tras unos segundos, agregó con singular tono:

—¡Puede usted alabarse de su sangre fría!

Me eché a reír:

—¿Yo? ¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡qué ideas tiene usted, amigo mío!

Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del parque. Toda la casa dormía. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostentaban en su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de aquella noche clara y triste, dulce y pesada, que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire, ni un grito de un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpecimiento se había abatido sobre todo.

Cuando estuvimos bajo los árboles del parque me asaltó su frescura, y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en las sombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza. Pronto llegamos al borde de los estanques.

Su cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún soplo la acariciaba; pero por el agua corrían movimientos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en la superficie, y de allí partían leves círculos, semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin.

Cuando llegamos a la choza donde debíamos emboscarnos, mi marido me dejó pasar delante, después armó lentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezas me produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y me preguntó:

—¿Es, acaso, que ya le basta a usted con esta prueba?

Pues márchese.

Respondí, muy sorprendida:

—Nada de eso, no he venido para regresar. ¿Está usted de broma esta noche?

Murmuró:

—Como usted quiera.

Y permanecimos inmóviles.

Al cabo de una media hora, como nada turbaba la pesada y clara tranquilidad de aquella noche de otoño, dije, en voz baja:

—¿Está usted seguro de que pasa por aquí?

Hervé tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordido, y, con la boca pegada a mi oído:

—Estoy seguro, escuche.

Y volvió a reinar el silencio.

Creo que empezaba a amodorrarse cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, cambiada, pronunció:

—¿No le ve usted, allá abajo, entre los árboles?

Por mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y lentamente Hervé apuntó, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuando de pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a plena luz un hombre que avanzaba a pasos rápidos, con el cuerpo inclinado, como si viniera huyendo.

Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito; pero antes de que pudiera volverme, ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió, y vi al hombre rodar por el suelo como un lobo que recibe una bala.

Lancé agudos clamores, espantada, asaltada por la locura; y entonces una mano furiosa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fui derribada, y después alzada en sus robustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuerpo tendido sobre la hierba, y me arrojó sobre él, violentamente, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobre mi frente su tacón, cuando a su vez fue sujetado y derribado, sin que yo hubiese entendido aún lo que estaba ocurriendo.

Me alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, a Paquita, mi criada, que, aferrada a él como un gato furioso, crispada, enloquecida, le arrancaba la barba, el bigote y la piel del rostro.

Después, como asaltada bruscamente por otra idea, se levantó y, arrojándose sobre el cadáver, lo estrechó entre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando en ellos un hálito, y la profunda caricia de los amantes.

Mi marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendo a mis pies:

—¡Oh! perdón, querida mía; sospeché de ti y he matado al amante de esta muchacha; mi guarda me ha engañado.

Yo, por mi parte, miraba los extraños besos de aquel muerto y aquella viviente; y los sollozos de ella, y sus sobresaltos de amor desesperado.

Y en ese momento comprendí que le sería infiel a mi marido.




Gil Blas, 28 de junio de 1882













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