Era una oscura noche de otoño. El viejo banquero caminaba en
su despacho, de un rincón a otro, recordando una recepción que había dado
quince años antes, en otoño. Asistieron a esta velada muchas personas
inteligentes y se oyeron conversaciones interesantes. Entre otros temas se
habló de la pena de muerte. La mayoría de los visitantes, entre los cuales hubo
no pocos hombres de ciencia y periodistas, tenían al respecto una opinión
negativa. Encontraban ese modo de castigo como anticuado, inservible e inmoral
para los estados cristianos. Algunos opinaban que la pena de muerte debería
reemplazarse en todas partes por la reclusión perpetua.
—No estoy de acuerdo —dijo el dueño de la casa—. No he
probado la ejecución ni la reclusión perpetua, pero si se puede juzgar a
priori, la pena de muerte, a mi juicio, es más moral y humana que la reclusión.
La ejecución mata de golpe, mientras que la reclusión vitalicia lo hace
lentamente. ¿Cuál de los verdugos es más humano? ¿El que
lo mata a usted en pocos minutos o el que le quita la vida durante muchos años?
—Uno y otro son igualmente inmorales —observó alguien—
porque persiguen el mismo propósito: quitar la vida. El Estado no es Dios. No
tiene derecho a quitar algo que no podría devolver si quisiera hacerlo.
Entre los invitados se encontraba un joven jurista, de unos
veinticinco años. Al preguntársele su opinión, contestó:
—Tanto la pena de muerte como la reclusión perpetua son
igualmente inmorales, pero si me ofrecieran elegir entre la ejecución y la
prisión, yo, naturalmente, optaría por la segunda. Vivir de alguna manera es
mejor que de ninguna.
Se suscitó una animada discusión. El banquero, por aquel
entonces más joven y más nervioso, de repente dio un puñetazo en la mesa y le
gritó al joven jurista:
—¡No es cierto! Apuesto dos millones a que usted no
aguantaría en la prisión ni cinco años.
—Si usted habla en serio —respondió el jurista—apuesto a que
aguantaría no cinco sino quince años.
—¿Quince? ¡Está bien! —exclamó el banquero—. Señores, pongo
dos millones.
—De acuerdo. Usted pone los millones y yo pongo mi libertad
—dijo el jurista.
¡Y esta feroz y absurda apuesta fue concertada! El banquero,
que entonces ni conocía la cuenta exacta de sus millones, mimado por la suerte
y despreocupado, estaba entusiasmado por la apuesta. Durante la cena bromeaba a
costa del jurista y le decía:
—Piénselo bien, joven, mientras no sea tarde. Para mí dos
millones no son nada, pero usted se arriesga a perder los tres o cuatro mejores
años de su vida. Y digo tres o cuatro porque más de eso usted no va a soportar.
No olvide tampoco, desdichado, que una reclusión voluntaria resulta más penosa
que la obligatoria. La idea de que en cualquier momento usted tiene derecho a
salir en libertad le envenenará la existencia en su prisión. ¡Tengo lástima de
usted!
Y ahora el banquero, caminando de un rincón a otro,
recordaba todo aquello y se preguntaba a sí mismo:
—¿Para qué esta apuesta? ¿Qué provecho hay en haber perdido
el jurista quince años de su vida y en tirar yo dos millones de rublos? ¿Puede
ello demostrar a la gente que la pena de muerte es peor o mejor que la
reclusión perpetua? No y no. Es un dislate, un absurdo. Por mi parte ha sido el
capricho de un hombre satisfecho y por parte del jurista, una simple avidez por
el dinero...
Y él se puso a recordar lo que había ocurrido después de la
velada descripta. Decidióse que el jurista cumpliera su reclusión bajo severa
vigilancia, en una de las casitas construidas en el jardín del banquero. Se
convino que durante quince años sería privado del derecho de traspasar el
umbral de la casa, ver a la gente, escuchar voces humanas, recibir cartas y
diarios. Se le permitía tener un instrumento musical, leer libros, escribir
cartas, tomar vino y fumar. Con el mundo exterior, según el convenio, no podría
relacionarse de otra manera que en silencio, a través de una ventanilla
arreglada para este propósito. Mediante una esquela podría solicitar todo lo
necesario, los libros, la música, el vino, etc., todo lo cual recibiría, en
cualquier cantidad, únicamente por la ventanilla. El convenio preveía todos los
detalles que conferían al recluido la condición de estrictamente incomunicado y
le obligaba a permanecer en la casa quince años justos, a partir de las doce
horas del catorce de noviembre de 1870 hasta las doce horas del catorce de
noviembre de 1885. La menor tentativa de infringir estas condiciones por parte
del jurista, aunque fuera dos minutos antes del plazo, liberaba al banquero de
la obligación de pagarle los dos millones.
En su primer año de reclusión el jurista, por cuanto se
podía juzgar a través de sus breves notas, sufrió mucho a causa de la soledad y
el tedio. En su casita se oían constantemente los sonidos del piano. El vino y
el tabaco fueron rechazados por él. El vino, escribía, provoca los deseos, y los
deseos son los primeros enemigos del recluido; además, no hay cosa más aburrida
que beber un buen vino y no ver nada. En cuanto al tabaco, vicia el aire de la
habitación. En el primer año se le enviaba al jurista libros de contenido
preferentemente fácil: novelas con complicada intriga amorosa, cuentos
policiales y fantásticos, comedias, etc.
En el segundo año ya dejó de oírse la música en la casita y
el jurista sólo pedía en sus notas libros de autores clásicos. En el quinto año
se volvió a oír la música y el prisionero solicitó vino. Los que lo observaban
por la ventanilla relataban que durante todo ese año no hacía sino comer,
beber, quedarse en cama bostezando y conversar malhumorado consigo mismo. No
leyó más libros. A veces, de noche, se ponía a escribir durante largo rato y a
la madrugada hacía pedazos todo lo escrito. Más de una vez se le oyó llorar.
En la segunda mitad del sexto año el recluido se abocó con
ahínco al estudio de los idiomas, la filosofa y la historia. Acometió estas
ciencias con tanta avidez que el banquero apenas alcanzaba a pedir libros para
él. En el lapso de cuatro años fueron solicitados por correo, a su pedido,
cerca de seiscientos volúmenes. En este período el banquero recibió de su
prisionero una carta que decía así: «Mi querido carcelero: Le escribo estas
líneas en seis idiomas. Muéstrelas a personas entendidas. Que las lean. Si no
encuentran ni un solo error, le ruego hagan disparar una escopeta en el jardín.
Este disparo me dirá que mis esfuerzos no se perdieron en vano. Los genios de
todos los tiempos y países hablan en distintas lenguas, pero arde en ellos la
misma llama. ¡Oh, si usted supiera qué dicha sublime experimento ahora en mi
alma porque puedo comprenderlos!». El deseo del recluido fue cumplido. El
banquero mandó disparar la escopeta en el jardín dos veces.
A partir del décimo año el jurista permanecía sentado a la
mesa, inmóvil, y sólo leía el Evangelio. Al banquero le pareció extraño que el
hombre que en cuatro años había vencido seiscientos tomos difíciles, hubiera
gastado cerca de un año en la lectura de un libro no muy grueso y de fácil
comprensión. Al Evangelio lo sustituyeron luego la historia de las religiones y
la teología.
En los dos últimos años de reclusión, el prisionero leyó una
extraordinaria cantidad de libros, sin ninguna selección. Ora se dedicaba a las
ciencias naturales, ora pedía obras de Byron o Shakespeare. En sus notas
solicitaba a veces, al mismo tiempo, un libro de química, un manual de
medicina, una novela y un tratado de filosofía o teología. Sus lecturas daban
la impresión de que el hombre nadase en un mar entre los fragmentos de un buque
y, tratando de salvar la vida, se aferraba desesperadamente ya a uno ya a otro
de ellos.
El viejo banquero recordaba todo eso, pensando: «Mañana a
las doce horas él obtendrá su libertad.
Según las condiciones, tendré que pagarle los dos millones.
Y si le pago, está todo perdido: estoy arruinado definitivamente...».
Quince años antes no sabía cuántos millones tenía, mientras
que ahora le daba miedo preguntarse ¿qué era lo que más tenía: dinero o deudas?
El imprudente juego en la Bolsa,
las especulaciones arriesgadas y el acaloramiento, del cual no pudo
desprenderse ni siquiera en la vejez, poco a poco fueron debilitando sus
negocios y el osado, seguro y orgulloso ricachón se transformó en un banquero de
segunda clase, que temblaba con cada alza o baja de valores.
—¡Maldita apuesta! —farfullaba el viejo, agarrándose la
cabeza—. ¿Por qué no habrá muerto este hombre? Sólo tiene cuarenta años. Me
quitará lo último que tengo, se casará, disfrutará de la vida, jugará en la Bolsa y yo, como un mendigo,
lo miraré con envidia y todos los días le oiré decir siempre lo mismo: «Le debo
a usted la felicidad de mi vida, permítame que le ayude». ¡No, esto es
demasiado! ¡La única salvación de la bancarrota y del oprobio está en la muerte
de este hombre!
Dieron las tres. El banquero aguzó el oído: todos dormían en
la casa y sólo se oía el rumor de los helados árboles detrás de las ventanas.
Tratando de no hacer ningún ruido, sacó de la caja fuerte la llave de la puerta
que no se abría durante quince años, se puso el abrigo y salió de la casa.
El jardín estaba oscuro y frío. Llovía. Un viento húmedo y
penetrante paseaba aullando por todo el jardín y no dejaba en paz a los
árboles. El banquero esforzó la vista, pero no veía ni la tierra, ni las
blancas estatuas, ni la casita, ni los árboles. Acercóse entonces al lugar
donde se hallaba la casita y llamó dos veces al sereno. No hubo respuesta. Por
lo visto, el sereno, huyendo del mal tiempo, se refugió en la cocina o en el invernadero
y se quedó dormido.
«Si soy capaz de llevar adelante mi propósito —pensó el
viejo— la sospecha recaerá antes que en nadie sobre el sereno».
En la oscuridad tanteó los escalones y la puerta y entró en
el vestíbulo de la casita; luego penetró a tientas en el pequeño pasillo y
encendió un fósforo. Allí no había nadie. Vio una cama sin hacer y una oscura
estufa de hierro en un rincón. Los sellos en la puerta que conducía al cuarto
del recluido estaban intactos.
Cuando la cerilla se había apagado, el viejo, temblando de
emoción, miró por la ventanilla.
La opaca luz de una vela apenas iluminaba la habitación del
recluido. Éste estaba sentado junto a la mesa. Sólo se veían su espalda, sus
cabellos y sus manos. Sobre la mesa, en dos sillones y sobre la alfombra, junto
a la mesa, había libros abiertos.
Transcurrieron cinco minutos y el prisionero no se movió ni
una sola vez. La reclusión de quince años le había enseñado a permanecer
inmóvil. El banquero golpeó con el dedo en la ventanilla, pero el recluido no
hizo ningún movimiento. Entonces el banquero arrancó cuidadosamente los sellos
de la puerta e introdujo la llave en la cerradura. Se oyó un ruido áspero y el
rechinar de la puerta. El banquero esperaba el grito de sorpresa y los pasos,
pero al cabo de tres minutos el silencio detrás de la puerta seguía
inalterable. Decidió entonces entrar en la habitación.
Junto a la mesa estaba sentado, inmóvil, un hombre que no
parecía una persona común. Era un esqueleto, cubierto con piel, con largos
bucles femeninos y enmarañada barba. El color de su cara era amarillo, con un
matiz terroso; tenía las mejillas hundidas, espalda larga y estrecha, y la mano
que sostenía su melenuda cabeza era tan delgada que daba miedo mirarla. Sus
cabellos ya estaban salpicados por las canas, y a juzgar por su cara,
avejentada y demacrada, nadie creería que sólo tenía cuarenta años. Dormía...
Delante de su inclinada cabeza, se veía sobre el escritorio una hoja de papel,
en la cual había unas líneas escritas con letra menuda.
«¡Miserable! —pensó el banquero—. Duerme y, probablemente,
sueña con los millones. Pero si yo levanto este semicadáver, lo arrojo sobre la
cama y lo aprieto un poco con la almohada, el más minucioso peritaje no
encontrará signos de una muerte violenta. Pero leamos primero estas líneas...».
El banquero tomó la hoja y leyó lo siguiente: «Mañana, a las
doce horas del día, recupero la libertad y el derecho de comunicarme con la
gente. Pero antes de abandonar esta habitación y ver el sol, considero
necesario decirle algunas palabras. Con la conciencia tranquila y ante Dios que
me está viendo, declaro que yo desprecio la libertad, la vida, la salud y todo
lo que en vuestros libros se denomina bienes del mundo.
»Durante quince años estudié atentamente la vida terrenal.
Es verdad, yo no veía la tierra ni la gente, pero en vuestros libros bebía
vinos aromáticos, cantaba canciones, en los bosques cazaba ciervos y jabalíes,
amaba mujeres... Beldades, leves como una nube, creadas por la magia de
vuestros poetas geniales, me visitaban de noche y me susurraban cuentos
maravillosos que embriagaban mi cabeza. En vuestros libros escalaba las cimas
del Elbruz y del Monte Blanco y desde allí veía salir el sol por la mañana
mientras al anochecer lo veía derramar el oro purpurino sobre el cielo, el océano,
las montañas; veía verdes bosques, prados, ríos, lagos, ciudades; oía el canto
de las sirenas y el son de las flautas de los pastores; tocaba las alas de los
bellos demonios que descendían para hablar conmigo acerca de Dios... En
vuestros libros me arrojaba en insondables abismos, hacía milagros, incendiaba
ciudades, profesaba nuevas religiones, conquistaba imperios enteros...
»Vuestros libros me dieron la sabiduría. Todo lo que a
través de los siglos iba creando el infatigable pensamiento humano está comprimido
cual una bola dentro de mi cráneo. Sé que soy más inteligente que todos
vosotros.
»Y yo desprecio vuestros libros, desprecio todos los bienes
del mundo y la sabiduría. Todo es miserable, perecedero, fantasmal y engañoso
como la fatal morgana. Qué importa que seáis orgullosos, sabios y bellos, si la
muerte os borrará de la faz de la tierra junto con las ratas, mientras que
vuestros descendientes, la historia, la inmortalidad de vuestros genios se
congelarán o se quemarán junto con el globo terráqueo.
»Habéis enloquecido y marcháis por un camino falso. Tomáis
la mentira por la verdad, y la fealdad por la belleza. Os quedaríais
sorprendidos si, en virtud de algunas circunstancias, sobre los manzanos y los
naranjos, en lugar de los frutos, crecieran de golpe las ranas y los lagartos o
si las rosas comenzaran a exhalar un olor a caballo transpirado; así me asombro
por vosotros que habéis cambiado el cielo por la tierra. No quiero
comprenderos.
»Para mostraron de hecho mi desprecio hacia todo lo que
representa vuestra vida, rechazo los dos millones, con los cuales había soñado
en otro tiempo, como si fueran un paraíso, y a los que desprecio ahora. Para
privarme del derecho de cobrarlos, saldré de aquí cinco horas antes del plazo
establecido y de esta manera violaré el convenio...».
Después de leer la hoja, el banquero la puso sobre la mesa,
besó al extraño hombre en la cabeza y salió de la casita, llorando. En ningún
momento de su vida, ni aún después de las fuertes pérdidas en la Bolsa, había sentido tanto
desprecio por sí mismo como ahora. Al volver a su casa, se acostó enseguida,
pero la emoción y las lágrimas no lo dejaron dormir durante un buen rato...
A la mañana siguiente llegaron corriendo los alarmados
serenos y le comunicaron haber visto que el hombre de la casita bajó por la
ventana al jardín, se encaminó hacia el portón y luego desapareció. Junto con
los criados, el banquero se dirigió a la casita y comprobó la fuga del
prisionero. Para no suscitar rumores superfluos, tomó de la mesa la hoja con la
renuncia y, al regresar a casa, la guardó en la caja fuerte.
en Cuentos, 2007
1 comentario:
no creo le conozcas, pero es un poeta muy interesante. No és fácil traducirle del mallorquín al castellano, pero se puede, y creo vale la pena.
http://www.mallorcaweb.com/magteatre/altrespoetes/vidalandreu.html
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