Tramo inicial
Escribo para olvidar,
esto es un hecho, necesito meter un poco de tranquilidad en mi alma, necesito
descansar, necesito dormir, Dios sabe, sólo Dios sabe que hace diez meses que
no duermo, aunque él tampoco dormía, bien lo recuerdo. No puedo dormir, no
puedo olvidar, no puedo olvidarlo, sólo por eso escribo, para echarlo de mi
memoria, para borrarlo de mi corazón, tal vez después decida morirme o no
vivir, porque él, su figura menuda y pálida, con ese aspecto sucio del
sufrimiento, era lo único que me ataba a este mundo, a esta silla, a este
trozo de madera en que escribo, pero lo olvidaré, escribo para olvidarlo, sé
que lo destruiré totalmente, como él me destruyó sólo con salir corriendo
aquella tarde. Él bien sabía que yo lo necesitaba, sabía, como lo sé yo y me lo
digo a veces, que él me necesitaba, que yo era su mundo, como él era el mío.
¿Por qué salió huyendo, entonces, sin siquiera entregarme su mano, sin rozar su
rostro fugaz, su puñado asustado de pecas contra mi barba canosa? Yo sabía que
él estaba llorando ahí afuera, lo presentía, más bien, mientras sentía mis propias
lágrimas, días más tarde creía oírlo sollozar todavía en el suelo frío de la
cocina, ahí, en ese rincón amable que él limpió con el roce de sus piernas
durante muchas noches. Llegó como se fue, sin motivo, sin explicaciones, casi
sin lágrimas, sin sollozos, una soledad lo trajo y otra soledad se lo llevó, me
he quedado solo, completamente solo, porque ahí está el gastado rincón de
baldosas donde dormía, pues nunca quiso usar la cama que juntos fuimos a
comprar a la feria, ahí está su plato, duro y hostil de puro inservible, como
si él jamás hubiera pasado por el pasadizo, golpeado la puerta de la calle,
echado por la ventana su risa, esa risa áspera y desolada, sin embargo alegre,
cuando le advertía: ¿Sabes? ¡Mañana es sábado! Entonces se desgranaban sus
risas desde lo alto de las ramas y lo veía revolar y estremecerse sus piernas
que rodaban con él por el suelo, ahí está su ropa, sus tejidos de lana para el
invierno, sus gorras, sus bufandas. Dios, qué modo de comprarle ropa, qué
empecinamiento de conservarlo tibio y preservado junto al fogón, en pleno
fuego de la fiebre, qué horror al frío, al espantoso y solitario frío, al
horrible invierno abierto, y comencé a comprarle ropa a montones y él se reía cuando me veía
llegar con los enormes paquetes que no cabían por la puerta y se trepaba en
ellos y se zambullía en las lanas y los algodones y surgía coronado de listas
y de flores de género y de un olor industrial y triste, y aullaba, aullaba como
un verdadero perro y me daba miedo y me tornaba asustado y pensativo y pensaba
que estaba procediendo bien al comprar todas esas frazadas y esas colchas y
esos ponchos y esas batas y esas camisas afraneladas y esas gorras de bruja y
esos gorrones de pensionado, y cuando miraba súbitamente sus piernas el terror
me golpeaba el pecho y sentía verdadero pavor cuando lo sentía reír, reírse de
mí, olvidado de todo, felizmente olvidado de todo, de su situación, de mi
situación, especialmente de su cuerpo, al que no se acostumbraba del todo, al
que yo temía comenzara a tomarle horror, verdadero pánico y ese como miedo
desprendido, desprendido de las manos y de la boca, ese miedo que se evapora
por el pelo y nos deja solos, solos ya con la soledad total, con la muerte
trepando fríamente por las piernas. Ahí están sus zapatos, esas botas que
busqué con tanto cariño y pesadumbre cuando estuve en el norte y que desataron
un drama entre los dos y él se negaba a ponérselas. Lo sentía llorar afirmado
en los ladrillos, llorar más que con dolor, con vergüenza y humillación, y como
yo me asomara por la ventana para llamarlo, él estaba vuelto de espaldas, peinándose
con furia y dejadez el llanto, y emanaba de él esa soledad frágil que nunca nos
dejó desde que me lo entregó su madre aquella mañana en la calle Salesianos y
él se cogió rápidamente de mi mano, se aferró a ella como un nudo y me encogió
el corazón y no lo quería mirar y miraba los ojos de la madre y veía ese
alivio destapado en sus grandes pupilas cuando oía que yo le aseguraba que me
lo llevaba inmediatamente, sin esperar hasta la tarde ni hasta mañana ni hasta
el próximo domingo; cuando caminamos, él se estremecía despacito, aferrado
siempre a mi mano, y yo le miraba los pies. Tal vez desde aquel mismo momento
había decidido comprarle un par de zapatos, sin preguntarle nada, sin
insinuarle nada, quería hacerle un verdadero regalo, un inolvidable obsequio,
quería darle una sorpresa y yo la tuve, él me la dio. Vi que me miraba con
odio, con tajante y relampagueante odio y al mismo tiempo con sorpresa, con
miedo, con desconfianza, apretados sus labios, alargaba su rostro hacia mí,
hacia la pared, hacia el barrio donde correteaba cuando niño, donde lo levantó
ensangrentado aquella tarde su padre y el padre olía a vino, a cuero y a carne
muerta de vacunos y él, más que pena, más que susto, tenía asco, deseos de
vomitar, quería respirar aire puro, salir corriendo hacia los potreros, más
allá de la línea del tren. Alguna tarde, sentados en la penumbra, me contaba
aquello y yo no lo olvidaba, pero tampoco podía olvidar su mirada aterrorizada
cuando fui sacando de la caja las altas botas invernales y en mi gesto y mi
fanfarrona sonrisa comprendía que no podían ser para mí sino para él. ¿Cómo se
me había podido ocurrir aquella barbaridad? ¿Cómo no se me había ocurrido, en
cambio, que ocultar aquello era un insulto, una crueldad, una cobardía, una
vergonzosa fuga de la soledad que nos correspondía? Lo sentí abrazado a mis
piernas, lo sentí derrumbado junto a mí mientras el dolor roncaba en su
garganta. Oh padre, padre, me decía y no lo olvido, ¿por qué fuiste a
comprarlas, por qué lo hiciste? Y la idea de él era que, materialmente, yo, mi
cuerpo, mis piernas, mi boca, mis manos, mis pensamientos, mis monedas, mi voluntad,
mi amor, mi odio, todo yo completamente, había caminado hasta la zapatería de
don Cosme para comprarle las botas, ¡esas botas para esconderme dentro!,
sollozaba y tornaba a remecerme las piernas. ¿Por qué tengo que esconderme, qué
tenemos que esconder tú y yo? ¿No es hermoso todo esto, no tenemos tú y yo,
padre, que hacerlo hermoso? ¿No es ése nuestro pacto? Sí, hijo, sí, la Naturaleza no produce nada superfluo, decía yo
débilmente, lleno de dudas, recordando mi remota y breve época de aspirante a
profesor de filosofía, y tú no lo eres, no puedes serlo, tienes que enfrentarte
al mundo, tienes que vencer al destino, conformarlo con tu cuerpo y con tu
alma, no dejarte sorprender, tienes que estar alerta frente a la vida, no dejarte
coger, los que se olvidan son cogidos, viene la muerte y los atropella, los
tritura. Eso le decía vagamente, sin mucha convicción, pero con un grande
deseo de nutrirme yo mismo con aquella debilidad, sacar fuerzas de esa maldición
y esa burla y dejándolo apoyarse en mí, apoyarme yo en él para seguir
caminando, pero ahí estaban las botas, tan compactas y altas que oscurecían la
pieza, tan grandes que él, sollozando, empezó a trepar por una, y como se
volcara ella, gateaba escurriéndose hacia adentro. Tenía razón, lo recogí del
suelo, le pedí perdón por mi extravío y le prometí no destruirlas sino dejarlas
colgadas tras la puerta, al alcance de mi vista para que, teniéndolas presentes
siempre, no olvidara ese momento de ruina, de vergüenza y de debilidad. Él
decía: Sí, sí, sí, aguzando las palabras, sacándolas pulidas e hirientes y
desconfiadas, al mismo tiempo gozosas, de su garganta, pero en seguida se
quedaba triste. ¿Qué soy yo?, me preguntaba avergonzado, humillado y rencoroso,
¿qué soy yo, pues? Y me urgía una respuesta, me tironeaba del abrigo, pues yo
tiritaba de frío en medio del cuarto, sintiendo todavía el viento que azotaba
mis piernas en la estación de La
Calera. ¿Qué eres, qué eres? Dios, ¿y qué soy yo? Ahí están
los zapatos todavía y ahí los dejaré para que pase a través de ellos el tiempo
indicándome los años transcurridos desde que él se fue. Pero no han
transcurrido años, sólo meses, y ahora escribo para olvidarlo o para hacer que
vuelva, aunque estoy seguro de que no ha de volver. Cruz Meneses decía al principio
que habrá muerto, pero muerto no lo han encontrado, ni vivo tampoco. Y vivo,
vivo, estaría aquí naturalmente, ahí, en su rincón, leyendo, rastreando música
en la radio, mirándome para preguntarme: ¿Qué soy yo, por qué estoy aquí, qué
he hecho? Confieso que al principio tuve esperanzas de que volvería, más aún,
tuve la seguridad de que lo sentiría, cualquiera tarde, llegar corriendo por el
pasadizo, pero fue inútil que en la noche dejara entreabierta la puerta,
aquella misma noche, mientras los pitidos de los carabineros y la bocina de la
ambulancia atravesaban mi sueño desvelándome, sentí caminar a alguien en el
patio y sonar las ollas en la cocina, verdad que había viento después de la
intensa lluvia, verdad que se iban por la avenida los techos de las casas que
resonaban, serán los gatos, serán los gatos, pensaba yo a medias despierto, a
medias asustado y lleno de esperanzas, si habrá vuelto esta criatura, me reía
en la oscuridad con la certeza, apretada mi boca contra la almohada, lo sentía
reírse con una risa suave, adulta y cínica, tenía ahora un pelo desteñido y tieso,
un pelo vividor y corrompido y unos labios rojos y ávidos, y me miraba con
repulsión, con odio, echando sus piernas, sus hermosas botas engrasadas, recién
engrasadas, en medio del cuarto, pero si él es morenito, pero si no es él, si
me lo habrán cambiado los pacos, deben andar ladrones en la cocina, me repetía,
y estaba tendido bajo la noche y las nubes cálidas, familiares e inocentes pasaban
al alcance de mis manos, yo cogía las ropas y suspiraba, ladrones son, pero
ese niño no es él, él tiene el pelo crespo y una cabeza hermosa y potente y
esas piernas de explorador o colono bestial no son de él, esas piernas encueradas
no son las suyas, me reía, me hundía en el sueño, me sentía mojado, llovió
toda la noche.
1965
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