domingo, septiembre 22, 2013

“Alsino”, de Pedro Prado









I
En la noche

La noche cubre los campos como un agua oscura y sutil. Después de haber penetrado hasta en las últimas concavidades de las dunas, eleva silenciosamente su nivel mil veces por encima de las más altas montañas. Una niebla delgada, que el viento empuja contra el mar, vela los contornos de las cosas y hace que ellas se compenetren.

La luna, que cae hacia el poniente, brilla pálida tras la niebla. En torno de la luna se ven dos nacarados y enormes círculos concéntricos. Alguien ha tañido esa campana de plata: son dos ondas sonoras que se propagan por los dominios de la noche silenciosa. Alguien ha arrojado la luna, como una moneda de oro, contra las mansas aguas del infinito; su caída ha hecho nacer esos círculos crecientes y gigantescos.

El mar, convertido en una sombra sonora, canta; su voz se mezcla a la niebla que brota de su seno, a la niebla débil que se opone, sin fuerzas al viento frío y cortante que baja de las nevadas cordilleras.

Por angosto desaguadero un lago pugna por vaciar su tributo en el mar; pero las olas, desde la muerte del invierno, han vencido y ahora elevan y mantienen una constante valla de arena. Las aguas del lago, buscando cumplir con su destino, se filtran calladamente; pero van tan despacio, que se espesan y pudren, y las innumerables fosforescencias, que vagan en la noche como fuegos fatuos por encima de los pantanos, juegan y danzan sobre ellas como niños alegres y caprichosos. Más allá del desaguadero el lago es puro y transparente. Cerca de los trémulos pajonales y en un sitio que nadie conoce, los flamencos, sentados a horcajadas en sus altos nidos de barro, empollan y duermen. Los huillines, que en el día pasaron en sus escondidos lechos de hierba, ahora aprovechan la pálida vislumbre de la luna y pescan confiados y pacientes.

Y del mismo modo que las iglesias guardan las melodías de las oraciones y de los cánticos que en ellas se elevaron, la enorme cuenca que forman las colinas que rodean el lago está llena de una dulzura que sólo se atribuye a la placidez del agua que duerme; cuando ella está formada por los últimos ecos de los melancólicos cantos de los pidenes y de todas las aves que, desde incontables atardeceres, aquí se reúnen para elevar sus oraciones cuando aún brillan las últimas horas rosadas y luminosas. Como nadie las ve, las dunas avanzan con más prisa que la que tienen cuando el sol brilla.

Hay una mísera aldea de pescadores y labriegos que las dunas estrechan contra el desaguadero, donde las miasmas se incorporan a las densas nieblas del pantano. Las chozas, construidas con ramas traídas de la montaña, todavía no pierden sus hojas y su fragancia cuando, antes del año, ceden al peso de la arena que se ha ido acumulando contra los débiles tabiques. Entonces es preciso volver a la montaña por otras ramas y construir una nueva y pasajera morada.

Una vez, una vaca que vagaba extraviada en la noche por los arenales, llegó a este caserío. Hambrienta y ciega por la oscuridad, bajando por el declive, de la duna, dio con la frágil y engañosa techumbre de una choza medio sepultada. Cuando comía con ansia las hojas secas, dentro los habitantes de la choza se santiguaban al no descifrar los ruidos extraños de la techumbre. Y cuando, al avanzar otro paso, cayó con estrépito en medio de la habitación, arrastrando consigo las ramas rotas sus bramidos de angustia y su gran cabeza armada de enormes astas, que sacudía en su desesperación hicieron creer a los aterrados moradores en la visita del Señor de los Infiernos.

Esta noche, en cada choza también se oye un ruido. Es el chisporroteo fino y constante que hacen los granos de arena al chocar contra las hojas secas y coriáceas.

Ni por un segundo el trémolo cesa; ya es casi imperceptible como débil llovizna que se cierne y cae; ya sube de tono más y más hasta semejar el ruido de la grasa hirviendo; ya se atenúa y cesa, casi no se le oye, pero es preciso perder la esperanza de que alguna vez concluya, porque siempre hay un grano de arena que resbala.

Hacia el oriente, en la última choza, duermen una anciana y dos niños.Uno de los niños despierta y abre, abre desmesuradamente los ojos en la oscuridad. El paso de su propia sangre le finge rojas alucinaciones, apagados fulgores que él cree se desprenden de las tinieblas circundantes. El miedo le turba, cierra los párpados con fuerza y esconde su cabeza entre las mantas.

El otro niño, tal vez embriagado con el perfume violento de las ramas de boldo que forman la choza, tiene un ensueño a la vez sencillo y maravilloso. Sueña que volar es una hazaña que no requiere esfuerzo alguno; sueña que volar es un hecho fácil para todo aquel que deje su peso en tierra. Se asombra de no haber tenido antes tal ocurrencia, y una y otra vez, sólo con la fuerza de su propia voluntad, se desprende suavemente del suelo; poco a poco se eleva, y va y viene, con rapidez, por el aire. Pasa por encima de la choza y de la aldea, pasa por sobre los montes de arena y cruza el lago a gran altura, sonriendo de los arroyos que, a la luz de la luna, vierten en él sus aguas. Desde allí se divisan tan pequeños y brillantes, que sólo parecen rastros dejados por los caracoles entre las hierbas.



en Alsino, 1920
















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