I
En
la noche
La noche cubre
los campos como un agua oscura y sutil. Después de haber penetrado hasta en las
últimas concavidades de las dunas, eleva silenciosamente su nivel mil veces por
encima de las más altas montañas. Una niebla delgada, que el viento empuja
contra el mar, vela los contornos de las cosas y hace que ellas se compenetren.
La luna, que
cae hacia el poniente, brilla pálida tras la niebla. En torno de la luna se ven
dos nacarados y enormes círculos concéntricos. Alguien ha tañido esa campana de
plata: son dos ondas sonoras que se propagan por los dominios de la noche
silenciosa. Alguien ha arrojado la luna, como una moneda de oro, contra las
mansas aguas del infinito; su caída ha hecho nacer esos círculos crecientes y
gigantescos.
El mar, convertido
en una sombra sonora, canta; su voz se mezcla a la niebla que brota de su seno,
a la niebla débil que se opone, sin fuerzas al viento frío y cortante que baja
de las nevadas cordilleras.
Por angosto
desaguadero un lago pugna por vaciar su tributo en el mar; pero las olas, desde
la muerte del invierno, han vencido y ahora elevan y mantienen una constante
valla de arena. Las aguas del lago, buscando cumplir con su destino, se filtran
calladamente; pero van tan despacio, que se espesan y pudren, y las
innumerables fosforescencias, que vagan en la noche como fuegos fatuos por
encima de los pantanos, juegan y danzan sobre ellas como niños alegres y
caprichosos. Más allá del desaguadero el lago es puro y transparente. Cerca de
los trémulos pajonales y en un sitio que nadie conoce, los flamencos, sentados
a horcajadas en sus altos nidos de barro, empollan y duermen. Los huillines,
que en el día pasaron en sus escondidos lechos de hierba, ahora aprovechan la
pálida vislumbre de la luna y pescan confiados y pacientes.
Y del mismo
modo que las iglesias guardan las melodías de las oraciones y de los cánticos
que en ellas se elevaron, la enorme cuenca que forman las colinas que rodean el
lago está llena de una dulzura que sólo se atribuye a la placidez del agua que
duerme; cuando ella está formada por los últimos ecos de los melancólicos
cantos de los pidenes y de todas las aves que, desde incontables atardeceres,
aquí se reúnen para elevar sus oraciones cuando aún brillan las últimas horas
rosadas y luminosas. Como nadie las ve, las dunas avanzan con más prisa que la
que tienen cuando el sol brilla.
Hay una mísera
aldea de pescadores y labriegos que las dunas estrechan contra el desaguadero,
donde las miasmas se incorporan a las densas nieblas del pantano. Las chozas,
construidas con ramas traídas de la montaña, todavía no pierden sus hojas y su
fragancia cuando, antes del año, ceden al peso de la arena que se ha ido
acumulando contra los débiles tabiques. Entonces es preciso volver a la montaña
por otras ramas y construir una nueva y pasajera morada.
Una vez, una
vaca que vagaba extraviada en la noche por los arenales, llegó a este caserío.
Hambrienta y ciega por la oscuridad, bajando por el declive, de la duna, dio
con la frágil y engañosa techumbre de una choza medio sepultada. Cuando comía
con ansia las hojas secas, dentro los habitantes de la choza se santiguaban al
no descifrar los ruidos extraños de la techumbre. Y cuando, al avanzar otro
paso, cayó con estrépito en medio de la habitación, arrastrando consigo las
ramas rotas sus bramidos de angustia y su gran cabeza armada de enormes astas,
que sacudía en su desesperación hicieron creer a los aterrados moradores en la
visita del Señor de los Infiernos.
Esta noche, en
cada choza también se oye un ruido. Es el chisporroteo fino y constante que
hacen los granos de arena al chocar contra las hojas secas y coriáceas.
Ni por un
segundo el trémolo cesa; ya es casi imperceptible como débil llovizna que se
cierne y cae; ya sube de tono más y más hasta semejar el ruido de la grasa
hirviendo; ya se atenúa y cesa, casi no se le oye, pero es preciso perder la
esperanza de que alguna vez concluya, porque siempre hay un grano de arena que
resbala.
Hacia el
oriente, en la última choza, duermen una anciana y dos niños.Uno de los niños
despierta y abre, abre desmesuradamente los ojos en la oscuridad. El paso de su
propia sangre le finge rojas alucinaciones, apagados fulgores que él cree se
desprenden de las tinieblas circundantes. El miedo le turba, cierra los
párpados con fuerza y esconde su cabeza entre las mantas.
El otro niño,
tal vez embriagado con el perfume violento de las ramas de boldo que forman la
choza, tiene un ensueño a la vez sencillo y maravilloso. Sueña que volar es una
hazaña que no requiere esfuerzo alguno; sueña que volar es un hecho fácil para
todo aquel que deje su peso en tierra. Se asombra de no haber tenido antes tal
ocurrencia, y una y otra vez, sólo con la fuerza de su propia voluntad, se
desprende suavemente del suelo; poco a poco se eleva, y va y viene, con
rapidez, por el aire. Pasa por encima de la choza y de la aldea, pasa por sobre
los montes de arena y cruza el lago a gran altura, sonriendo de los arroyos
que, a la luz de la luna, vierten en él sus aguas. Desde allí se divisan tan
pequeños y brillantes, que sólo parecen rastros dejados por los caracoles entre
las hierbas.
en Alsino, 1920
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