Esa duración que
convierte a las Pirámides en columnas de hielo que se derriten. Todo es pasado
en un instante.
Thomas Browne
Amenaza tormenta. La niebla gris
oscurece las cumbres a lo largo del valle. Nubes negras con pliegues y capas
blancas en la superficie se acercan desde las colinas en rápidos
desplazamientos, descienden hasta el valle y pasan sobre los campos y baldíos
que hay frente a la casa. Dando rienda suelta a su imaginación, Farrell ve las
nubes como caballos negros sobre los que cabalgan fantasmales almas en pena y,
detrás, las carrozas negras girando lenta e inexorablemente, a veces un cochero
con plumas blancas en el pescante. Cierra la puerta del porche y observa tras
el cristal a su mujer que baja lentamente las escaleras. Se vuelve y le sonríe.
Abre de nuevo y la saluda. Más tarde, ella se aleja en el coche. Vuelve a la
habitación y se sienta en el sillón de cuero, bajo la lámpara de cobre. Se
estira extendiendo los brazos por fuera del sillón.
La habitación está un poco más
oscura cuando Iris sale del baño envuelta en una bata blanca abierta. Saca el
taburete de debajo del tocador y se sienta frente al espejo. Coge con la mano
derecha el cepillo blanco de plástico y comienza a peinarse con movimientos
rápidos y rítmicos provocando un leve chasquido. Sujeta con la mano izquierda el
cabello sobre uno de los hombros y realiza los largos, rápidos y rítmicos
movimientos con la mano derecha. Se detiene un instante y enciende la
lamparilla del espejo. Farrell coge una revista de fotos del aparador que está
al lado del sofá y se estira para encender la lámpara golpeando sin querer el
pergamino de la pantalla al buscar la cadenilla. La lámpara está unos
centímetros por encima de su hombro derecho y la pantalla marrón cruje cuando
la toca.
Afuera está oscuro y el aire huele a
lluvia. Iris le pregunta si cerró la ventana. Mira hacia la ventana, luego al
espejo, ve su propio reflejo y detrás a Iris observándole sentada frente al
tocador, con otro Farrell más borroso mirando fijamente desde la ventana que
ella tiene al lado. Tiene que llamar a Frank para confirmar que salen de caza
mañana por la mañana.
Pasa las páginas. El cepillo se
tambalea sobre la superficie del vestidor.
“¿Sabes que estoy embarazada, Lew?”,
le dice.
Las páginas satinadas de la revista
muestran bajo la lámpara una catástrofe natural. La fotografía de un terremoto
en algún lugar del Oriente Próximo. Se ve a cinco hombres gruesos vestidos con
bombachos blancos de pie ante una casa aplastada. Uno de ellos, quizá el líder,
lleva un sucio sombrero blanco inclinado sobre un ojo, lo que le da un aspecto
sombrío, maligno. Mira de lado a la cámara, señalando tras el revoltijo de
ladrillos hacia un río o entrante de mar al otro lado de los escombros. Farrell
cierra la revista y la deja resbalar al ponerse de pie.
Apaga la luz y antes de encaminarse
hacia el baño, le pregunta:
“¿Qué vas a hacer?”.
Sus palabras suenan secas y
apresuradas como hojas arremolinándose en los oscuros rincones de la
habitación. Farrell siente al instante que esa pregunta ya ha sido hecha hace
tiempo en otro lugar. Entra en el baño.
El olor de Iris; un olor cálido y
húmedo, ligeramente pegajoso; polvos de talco New Spring y colonia King’s
Idyll. Su toalla tirada detrás del retrete. Se le han caído polvos de talco en
el lavabo y forman con el agua un reguero amarillo de pasta. Lo frota con agua
y lo empuja todo por el desagüe.
Se está afeitando y al mover la cara
puede ver la habitación. Iris de perfil, sentada en el taburete ante la vieja
cómoda. Posa la navaja y se lava la cara, luego coge la navaja otra vez. En ese
momento escucha las primeras gotas de lluvia en el techo.
Un rato después apaga la luz de la
cómoda y se sienta de nuevo en el sillón de cuero a escuchar la lluvia. Llega a
ráfagas, golpeando a intervalos la ventana. Como el suave revoloteo de un
pájaro blanco.
Su hermana ha cazado uno. Lo mete en
una caja y le tira flores dentro. Agita la caja para poder oír el batir de
alas, pero una mañana se la enseña y ya no se oyen las alas, tan sólo el leve
arañazo que provoca el pájaro cuando mueve la caja. Se la da para que se libre
de ella y él la tira con todo lo que hay dentro al río, sin querer abrirla
porque empieza a oler raro. La caja es de cartón y tiene dieciocho pulgadas de
largo, seis de ancho y cuatro de profundidad. Está seguro de que era una caja
de galletas Snowflake porque son las que utilizaba ella con los primeros
pájaros.
Corre en paralelo a la caja por el
lodo de la orilla. Es una barca fúnebre y el río fangoso es el Nilo. Pronto la
barca entrará en el océano, pero antes se incendiará y el pájaro blanco saldrá
volando hacia las tierras de su padre donde lo espantará de entre la espesa
hierba de una pradera verde, con huevos y todo. Corre por la orilla, siente el
latigazo de los matojos en los pantalones, un limbo le golpea en la oreja y aún
no se ha incendiado. Coge piedras sueltas y se las tira a la barca. Y entonces
empieza a llover, enormes e impetuosas gotas que salpican el agua barriendo el
río de lado a lado.
Farrell llevaba en la cama unas
cuantas horas, no estaba seguro de cuánto tiempo. Con cuidado de no molestar a
su esposa, se incorporó ligeramente apoyándose en el hombro y con los ojos
entrecerrados intentó echar una ojeada al reloj de la mesita de ella. El reloj
apenas estaba vuelto hacia su lado, así que, teniendo además tanto cuidado,
sólo pudo ver que las manecillas amarillas marcaban las 3.15 o las 2.45.
La lluvia golpeaba contra la
ventana. Se volvió de espaldas y estiró las piernas bajo las sábanas rozando el
pie izquierdo de su mujer, escuchando las manecillas del reloj sobre la mesita.
Se metió bajo el edredón y luego, como tenía demasiado calor y le sudaban las
manos, echó hacia atrás el cobertor y pasó los dedos por la sábana,
estrujándola hasta que se le secaron.
La lluvia venía por rachas,
arremetiendo en oleadas y atravesando la tímida luz como miríadas de pequeños
insectos amarillos que se arrojaran haciendo rizos contra la ventana.
Se dio la vuelta otra vez y se
acercó a Lorraine hasta tocarle la espalda con el pecho. Durante un instante se
abrazó a ella suavemente, con cuidado, extendiendo la mano por el hueco de su
estómago, pasando los dedos por debajo del elástico de sus bragas, rozando el
espeso penacho de vello.
Sintió una extraña sensación
entonces, como si resbalara en un baño caliente y le anegaran los recuerdos
sintiéndose niño otra vez. Retiró la mano, se dio la vuelta y se libró de las
sábanas encaminándose al torrente de la ventana.
Una pesadilla vasta y remota la de
ahí fuera. La farola parecía un demacrado y solitario obelisco desafiando la
lluvia con su débil punto de luz amarilla. En la base, el lustre negro de la
calle, la oscuridad acometiendo su pequeño contorno de luz. No podía ver el
resto de casas, como si ya no existieran, arrasadas como en la foto que había
estado mirando unas horas antes.
La lluvia iba y venía como una
oscura máscara en la ventana. Anegaba los bordillos calle abajo. Se acercó
hasta sentir una fría bocanada de aire en la frente al contemplar la niebla de
su aliento en el cristal. Había leído que en algún sitio, se veía a sí mismo
mirando las fotos, quizá en National Geographic, vivían tribus de piel cobriza
que se quedaban de pie ante sus chozas contemplando la salida del sol bajo la
helada. El titular decía que esa gente creía que el alma era visible en el
aliento, que escupían y soplaban en las palmas de las manos ofreciendo sus
almas a Dios. Su aliento desaparecía mientras lo contemplaba, dejando solamente
un círculo diminuto, luego un punto y nada. Se alejó de la ventana y fue a por
sus cosas.
Buscó a tientas sus botas en el
armario empotrado y rastreó con los dedos las mangas de cada chaqueta hasta
tocar el suave impermeable de caucho. Fue hasta el cajón por calcetines y
calzoncillos largos, luego descolgó una camisa y un pantalón, lo cogió todo en
una brazada y lo llevó por el pasillo hasta la cocina sin encender la luz. Se
vistió y se calzó las botas antes de poner el café. Le habría gustado encender
la luz del porche para Frank pero por algún motivo no le pareció bien con Iris
allí en la cama. Mientras se hacía el café, preparó sándwiches y llenó los
termos. Sacó una taza del armario, la llenó y se sentó cerca de la ventana para
ver la calle. Encendió un cigarrillo y se puso a fumar mientras tomaba el café
y escuchaba el chasquido del reloj del horno. Se derramó un poco de café, miró
las gotas caer lentamente por la taza y frotó con los dedos el círculo que dejó
la taza sobre la rugosa superficie de la mesa.
Está en la habitación de su hermana,
ante la mesa de estudio, sentado sobre un grueso diccionario en una silla de
respaldo recto. Los pies doblados bajo el asiento, los talones de los zapatos
acoplados al travesaño. Cuando se apoya excesivamente sobre la mesa una de las
patas se levanta del suelo y tiene que meter debajo una revista. Está haciendo
un dibujo del valle en el que vive. Al principio pensó en copiar algo de uno de
los libros escolares de su hermana, pero después de gastar tres hojas sin
conseguir que le saliera bien, decidió dibujar el valle y su casa. De vez en
cuando deja de dibujar y frota los dedos en la superficie granulosa de la mesa.
Afuera el aire de abril es todavía
húmedo y fresco, ese frescor que alienta tras las tardes de lluvia. La tierra,
los árboles y las montañas ya están verdes y por todas partes hay un aliento
vaporoso: en los abrevaderos de los corrales, en el estanque que hizo su padre
y también en las praderas, elevándose en lentas columnas que parecen lápices,
cruzando por encima del río y subiendo hasta las montañas como si fuera humo.
Oye a su padre gritarle a uno de los hombres y a éste soltar una maldición por
detrás. Posa el lápiz y salta de la silla. Abajo, enfrente del ahumadero, ve a
su padre trabajando con la polea. A sus pies hay un rollo de cuerda marrón y
empuja la barra de la polea para intentar colgarla fuera del granero. Lleva en
la cabeza un gorro de lana del ejército y el cuello de la vieja chaqueta de
cuero levantado, dejando a la vista la lana sucia del forro. Con un último golpe
a la polea se vuelve hacia los hombres. Dos de ellos, dos canadienses grandes y
de mejillas coloradas que llevan unos sombreros de franela llenos de grasa,
arrastran un carnero hacia donde está su padre. Lo abrazan hundiendo los puños
en la lana y uno de ellos grapa con los brazos sus patas delanteras. Van hacia
el granero, medio arrastrándolo, medio caminando el carnero sobre sus patas
traseras. Parece una danza salvaje. A otra voz de su padre empujan al carnero
contra la pared, uno de ellos lo monta a horcajadas, forzándole la cabeza hacia
atrás y hacia arriba, hacia su ventana. Se fija en las grietas oscuras de sus
ollares, en las gotas de mucosidad que le caen de la boca. Los vidriosos ojos
de anciano se clavan en él un instante antes de intentar soltar un balido, pero
el sonido se convierte en un chillido agudo cuando su padre lo interrumpe con
una embestida rápida del cuchillo. La sangre sale a borbotones entre sus manos
antes de que pueda moverse. En pocos minutos tienen al animal en la polea. Puede
oír el monótono cran—cran—cran de la polea cuando su padre lo sube un poco más.
Los hombres están sudando pero siguen con las chaquetas abotonadas hasta
arriba.
Su padre lo abre en canal mientras
los dos hombres cogen unos cuchillos más pequeños y empiezan a quitarle la piel
empezando por las patas. Del vientre vaporoso se escurren unas tripas grises
que caen a tierra formando un grueso rollo. Su padre gruñe y las carga en una
caja, diciendo algo de un oso. Los hombres ríen. Escucha que alguien tira de la
cadena en el baño y luego el gorgoteo del agua en el retrete. Se vuelve hacia
la puerta cuando oye pasos que se acercan. Su hermana entra en la habitación
exhalando un ligero vapor. Por un instante se queda paralizada a la puerta con
la toalla enrollada en la cabeza, una mano sujetando los extremos y la otra
sobre la manilla. Sus pechos redondos como si fueran planos, sus pezones como
los rabillos de la cálida fruta de porcelana sobre la mesa del comedor. Deja
caer la toalla que se desliza por el cuello tocando sus pechos y formando una
pila a sus pies. Sonríe, lentamente se tapa la boca con la mano y empuja la
puerta para que se cierre. Él se vuelve hacia la ventana encogiendo los dedos
de los pies en los zapatos.
Farrell seguía sentado a la mesa
tomando el café y fumando con el estómago vacío. Oyó el ruido de un coche, se
levantó rápidamente y fue hasta la ventana del porche. El coche redujo a
segunda y frenó frente a la casa para tomar despacio la curva, con el agua
batiendo en los tapacubos, pero siguió adelante. Se sentó de nuevo. Apretando
la taza entre los dedos, escuchó durante un rato el chasquido del reloj
eléctrico del horno. Entonces vio las luces. Venían dando rápidas sacudidas a
la oscuridad, como dos faroles que hacían cortas señales desde una pequeña
proa. La densa lluvia, blanqueada por la luz al traspasarla, golpeaba con
fuerza la calle por delante. El coche salpicó al disminuir la velocidad y
descansar bajo la ventana.
Cogió sus cosas y salió al porche.
Iris estaba allí, acostada bajo una pila de edredones. Buscando una excusa para
hacerlo, como si hubiera un motivo y lo hiciera despreocupadamente, se
arrodilló al otro lado de la cama y se vio a sí mismo avanzar a tientas hasta
donde sabía que estaba ella.
No pudo evitar inclinarse sobre su
silueta como si colgara suspendido en el aire, todos los sentidos relajados
excepto el olfato, respirando fugazmente el olor de su cuerpo. Inclinándose un
poco más hasta tocar con la cara el cobertor percibió de nuevo ese olor,
durante un instante, y luego desapareció. Retrocedió y se acordó de su rifle,
salió y cerró la puerta. La lluvia le flagelaba el rostro. Se sintió casi
mareado al agarrar el fusil y posarlo sobre la balaustrada, apoyándose en ella.
Durante un momento, mirando desde el porche hacia abajo, hacia la oscuridad
rizada de la acera, se sintió como si estuviera en un puente en medio de
ninguna parte, y de nuevo tuvo la misma sensación de la noche anterior, que eso
ya había ocurrido con el presentimiento de que volvería a ocurrir, como ahora sabía.
La lluvia le cortaba la cara, le caía por la nariz y en la boca. Frank tocó la
bocina un par de veces y Farrell bajo las escaleras con cuidado de no resbalar.
“¡Menudo aguacero!”, dijo Frank. Un
tipo grande. Llevaba una gruesa chaqueta acolchada con la cremallera hasta la
barbilla y una gorra marrón con visera que le daba un aire siniestro de árbitro
de béisbol. Movió las cosas del asiento de atrás para que Farrell pudiera poner
las suyas. El agua subía de nivel en las canaletas, retrocedía en los desagües
de los aleros y de vez en cuando pasaban junto a un bordillo o un patio
anegados. Siguieron la calle hasta el final y giraron a la derecha tomando otra
calle que les llevaría directamente a la autopista.
“Esto nos obliga a ir más despacio,
qué van a hacer esos gansos sin nosotros”.
De nuevo Farrell se dejó ir y los
vio, rescatándolos de la memoria, un instante en el que la niebla había llegado
a helar las rocas y estaba tan oscuro que podía ser medianoche o el final de la
tarde. Se acercan volando a poca altura por el barranco, en silencio, saliendo
repentinamente de la niebla, como espectros, batiendo alas sobre su cabeza.
Salta para intentar separar del grupo al más cercano mientras quita el seguro
pero se atasca y el dedo enguantado permanece encorvado en la guarda,
presionando el gatillo cerrado. Vinieron hacia él, saliendo de la niebla por el
barranco, sobre su cabeza. En largas filas, regañándole. Así había ocurrido
hace tres años.
Se quedó mirando los prados húmedos
captados por las luces del coche pasando al lado y quedándose atrás. El
limpiaparabrisas chirriaba de un lado a otro. Iris suelta el pelo sobre el
hombro con la mano izquierda mientras coge el cepillo con la otra. Inicia un
movimiento rítmico alisando la melena con un leve chasquido al pasar el
cepillo, una y otra vez, arriba y abajo. Le acaba de decir que está embarazada.
Lorraine ha ido a una exposición. Él
tiene aún que llamar a Frank para confirmar la jornada de caza. La fotografía
en papel satinado de la revista que tiene en su regazo muestra la escena de un
desastre natural. Uno de los tipos de la foto, el líder evidentemente, señala
una extensión de agua. “¿Qué vas a hacer?” Se vuelve y va hacia el baño. Una
toalla detrás del retrete, el olor a polvos de talco New Spring y a colonia
King’s Idyll. Hay un círculo amarillo de polvos talco en el lavabo que frota
con agua antes de afeitarse. Mientras se afeita puede verla cepillándose el
pelo en la sala. Cuando ya se ha lavado y secado la cara, al coger de nuevo la
navaja, golpean en el tejado las primeras gotas de lluvia.
Miró el reloj del tablero de
instrumentos pero estaba parado.
“¿Qué hora es?”.
“No te fíes de ese reloj”, le dijo
Frank levantando el pulgar del volante para señalar el gran reloj de números
amarillos que sobresalía del tablero. “Está parado. Son las seis y media. ¿Te
dijo tu mujer que tenías que estar en casa a una hora?”, le preguntó sonriendo.
Farrell negó con la cabeza pero
Frank no lo vio. “No, sólo quería saber la hora”. Encendió un cigarrillo y se
echó hacia atrás en el asiento, mirando la lluvia a través de las luces de los
coches, salpicando el parabrisas. Conducen desde Yakima, van a recoger a Iris.
Comenzó a llover cuando llegaban a la autopista Columbia River y al cruzar
Arlington es ya un torrente.
Parece que avanzaran por un túnel
oblicuo. Ruedan por el asfalto envueltos en la opacidad de los grandes árboles
inclinados sobre el coche, el agua cayendo en cascadas por delante. Lorraine
extiende el brazo por el respaldo del asiento, su mano se posa levemente en el
hombro izquierdo de él. Está sentada tan cerca que puede sentir su pecho
izquierdo alzarse con la respiración. Ha intentado sintonizar algo en la radio
pero hay demasiada interferencia.
“Se puede poner una cama en el
porche y que se instale allí”, dice Farrell sin levantar la vista de la
carretera. “No estará mucho tiempo”.
Lorraine se vuelve hacia él
inclinándose un poco en el asiento. Posa la mano libre en su pierna. Con los
dedos de la otra mano le acaricia el hombro y apoya la cabeza contra él. Un
rato después, le dice:
“Tú eres solo mío, Lew. Odio tener
que compartirte con alguien aunque sea poco tiempo. Aunque sea tu propia
hermana”.
Va dejando de llover y los árboles
apenas se inclinan.
Farrell alza la vista y mira la
luna, en creciente, afilada y pálida, brillando entre nubes grises. Dejan atrás
el bosque y las curvas para entrar en un valle que se abre al río del fondo. Ha
dejado de llover y el cielo es una alfombra negra en la que han esparcido
puñados de estrellas.
“¿Cuánto tiempo se quedará?”, le
pregunta Lorraine.
“Un par de meses. Tres como mucho.
Tiene que volver a su empleo en Seattle antes de Navidad”. Siente el estómago
revuelto. Enciende un cigarrillo. Expulsa el humo por la nariz y lo empuja por
la ventanilla.
El cigarrillo comenzaba a picarle en
la punta de la lengua, abrió la ventanilla y lo tiró. Frank dejó la autopista
para avanzar ahora sobre un firme resbaladizo que les llevaría al río. Estaban
en la región del trigo. Grandes extensiones de trigo se extendían hacia el
oscuro esbozo de las colinas, interrumpidas aquí y allá por fangosas porciones
de terreno que parecían mantequeras por las pequeñas bolsas de agua. El año que
viene se cosecharán y en verano el trigo estará tan alto que les llegará hasta
la cintura, siseando y meciéndose cuando sople el viento.
“Es una vergüenza, toda esta tierra
sin grano la mayor parte del tiempo y tanta gente sin nada que llevarse a la
boca”, dijo Frank meneando la cabeza. “Si el gobierno no metiera la mano en los
cultivos la maldita vista sería mejor”.
El firme de la carretera acababa en
un saliente lleno de baches y el coche empezó a saltar por una carretera
elástica y ponzoñosa hacia las colinas que se veían a lo lejos.
“¿Has visto morirse de hambre a
alguien, Lew?”.
“No”.
El cielo encanecía. Farrell observaba
los campos de rastrojo teñirse de un falso amarillo. Alzó la vista por la
ventanilla y las nubes se fragmentaban y se deshacían en múltiples pedazos.
“Parece que va a dejar de llover”.
Fueron hasta el final, al pie de las
colinas. Luego giraron y avanzaron por el borde de los cultivos siguiendo las
colinas hasta que llegaron al cañón. Más allá, al fondo del acanalado de
piedra, se extendía el río, la orilla más alejada cubierta por un banco de
niebla.
“Ha dejado de llover”, dijo Farrell.
Frank maniobró en una pequeña
hondonada rocosa y dijo que aquél era un buen sitio. Farrell cogió su escopeta
y la apoyó contra el guardabarros de atrás para sacar las cartucheras y otra
chaqueta. Cogió la bolsa de papel con los sándwiches y apretó los termos con las
manos para sentir el calor. Se alejaron del coche sin hablar y caminaron a lo
largo del cerro para luego bajar por uno de los pequeños valles que se abrían
al cañón. La tierra estaba tachonada aquí y allá de roca afilada o matas negras
que goteaban.
El suelo se ablandaba bajo los pies,
tiraba de sus botas a cada paso y hacía un ruido succionador cuando las
levantaba. Llevaba la cartuchera en la mano derecha, sujeta por la correa,
balanceándola como si fuera un tiragomas. Sintió en la cara la brisa húmeda que
venía del río. Los pequeños farallones que daban al río estaban profundamente
acanalados por ambos lados, recortados en la roca dejando salientes como
planchas que señalaban la altura del agua hace miles de años. En los salientes
se amontonaban pilas de troncos blancos pelados e incontables trozos de madera
que parecían huesos de algún pájaro gigante. Farrell intentó adivinar por dónde
habían aparecido los gansos tres años antes. Se detuvo justo donde la colina
empezaba a bajar hacia el cañón y apoyó la escopeta en una roca. Cogió matas y
piedras que tenía a mano y bajó hacia el río recogiendo también restos de
madera para hacer un escondite.
Se sentó sobre el impermeable con la
espalda apoyada en un grueso arbusto y la barbilla en las rodillas, mirando los
huecos azules del cielo al desplazarse las nubes. Los gansos estaban graznando
bajo la niebla en la otra orilla. Se relajó, encendió un cigarrillo y se quedó
mirando el humo que de repente salía de su boca. Esperaría a que saliera el
sol. Son las cuatro de la tarde. El sol acaba de ocultarse tras unas nubes
grises dejando el coche bajo una sombra enana que le sigue mientras lo rodea
para abrirle la puerta a su mujer. Se besan.
Iris y él quedan en volver a
recogerla, exactamente, dentro de una hora y cuarenta y cinco minutos. Tienen
que ir a la ferretería y luego al supermercado. Volverán a recogerla a las seis
menos cuarto. Se sienta al volante de nuevo y, mirando a ambos lados, se
adentran lentamente en el tráfico. En la avenida que sale de la ciudad se encuentran
todos los semáforos en rojo, luego gira a la izquierda para tomar la carretera
secundaria, acelera a fondo y los dos se van un poco hacia atrás en sus
asientos. Son las cuatro y veinte. Giran en diversos cruces y avanzan por una
carretera con huertos a ambos lados. Sobre las copas de los árboles se divisan
unas colinas bajas y, al fondo, las montañas coronadas de blanco. La hilera de
árboles provoca sombras que oscurecen el arcén y que avanzan delante del coche.
El boj forma hileras blancas que señalan los lindes de cada huerto, apiñándose
contra los árboles. Hay escaleras apoyadas en las horcaduras de los árboles.
Frena y se detiene en el arcén. Iris sólo tiene que abrir la puerta para
alcanzar la rama de uno de los árboles. La rama raspa la puerta cuando la
suelta. Las manzanas son grandes y amarillas. Le chorrea entre los dientes
cuando muerde una.
Cuando se termina la carretera,
siguen por un camino lleno de polvo que llega hasta las colinas, hasta donde se
acaban los huertos. Todavía podrían alejarse más tomando la carretera que
avanza paralela al canal de riego. El canal está vacío y los bordes empinados
tan sucios y tan secos que se desmigajan. Cambia a segunda. La carretera va
cuesta abajo, hay que conducir despacio, con cuidado. Detiene el coche bajo un
pino, al lado de la compuerta que conduce el agua hasta una artesa circular de
cemento. Iris estira la mano y la posa en su pierna. Está oscureciendo. Sopla
el viento. Escucha el crujido de las copas de los árboles. Sale del coche y
enciende un cigarrillo. Camina hasta el borde de la colina para ver el valle.
El viento arrecia; el aire es más frío. La hierba es rala, con alguna flor bajo
sus pies. El cigarrillo hace una leve espiral roja cuando vuela sobre el valle.
Son las seis en punto.
El frío era intenso. Entumecía los
dedos de los pies y se abría camino por las pantorrillas hacia las rodillas.
También sentía las manos rígidas de frío aunque las tuviera en los bolsillos.
Quería esperar a que saliera el sol. Unas nubes enormes tomaban diversas formas
al dispersarse sobre el río. Al principio apenas lo notó, una especie de hilera
negra avanzando entre las nubes más bajas. Cuando la tuvo al alcance de la
vista creyó que era una nube de mosquitos cerrando filas ante sus ojos y luego
le pareció una grieta oscura abriéndose entre cielo y tierra. Se volvió hacia
él girando sobre las colinas del fondo. Estaba asustado, pero intentaba
mantener la calma. El corazón le latía en las sienes, quería correr pero apenas
se podía mover, como si llevara piedras en los bolsillos. Intentó ponerse al
menos de rodillas pero el matorral en el que se apoyaba le dañó el rostro y
bajó la cabeza. Le temblaban las piernas, intentó estirar las rodillas. Las
piernas se le entumecían cada vez más, hundió la mano en el suelo moviendo los
dedos, extrañado de su calidez. Entonces oyó el suave graznido de los gansos y
el zumbido de sus alas al moverse. Sus dedos buscaron el gatillo. Oyó su
réplica inmediata, irritados, provocando una estridente sacudida hacia arriba
cuando le vieron. Farrell ya estaba de pie, apuntando a un ganso y luego a
otro, y de nuevo al anterior, así hasta que se disolvieron rompiendo filas
hacia el río. Disparó una vez, dos, y los gansos seguían volando, en plena
algarabía, disgregándose y alejándose de la zona de tiro, sus humildes siluetas
difuminándose entre las ondulantes colinas. Disparó una vez más antes de caer
de rodillas con la vista nublada. Tras él, un poco a la izquierda, escuchó el
eco de los disparos de Frank retumbando por todo el cañón como el chasquido de
un latigazo. Le confundió ver que salían más gansos del río, sobrevolaban las
bajas colinas y tomaban altura hacia el cañón, volando en formaciones en V
sobre la cima y los sembrados.
Volvió a cargar la escopeta con
cuidado, apoyando el cañón en la hierba, la culata en las costillas, provocando
un chasquido hueco al meter los casquillos en la recámara. Seis harían el
trabajo mejor que tres. Quitó rápidamente el taco del cañón y guardó el resorte
espiral y el taco en el bolsillo. Oyó a Frank disparar otra vez y, de pronto,
pasó a su lado una bandada que no había visto. Cuando los estaba mirando se dio
cuenta de que venían otras tres más abajo. Esperó a que estuvieran a su altura,
meciéndose en el aire a unas treinta yardas de la colina, moviendo levemente la
cabeza de derecha a izquierda, los ojos negros y brillantes. Cuando pasaban a
su lado, se irguió apoyando una rodilla en el suelo y les dio ventaja,
acosándoles un instante antes de que se abrieran. El que estaba más cerca se
contrajo y cayó al suelo en picado. Disparó de nuevo cuando regresaban, viendo
al ganso detenerse como si hubiera chocado con una pared, aleteando contra ella
para intentar traspasarla sin dar la vuelta, agachando la cabeza, las alas
hacia fuera, en lenta espiral hacia abajo. Vació el cargador en el tercer ganso
cuando casi ya no lo tenía a tiro y lo vio detenerse al quinto disparo,
quedándose casi quieto tras una rápida sacudida de la cola, pero aleteando aún.
Durante un buen rato estuvo viéndole volar cada vez más cerca del suelo hasta
que desapareció tras uno de los cañones.
Farrell puso cabeza abajo los dos
gansos dentro del escondite y acarició su vientre blanco y liso. Eran gansos
canadienses, graznadores. A partir de ahora ya le daría igual si los gansos
volaban muy alto o salían de más abajo, de cerca del río. Se sentó contra el
arbusto y encendió un cigarrillo viendo girar el cielo sobre su cabeza. Un poco
más tarde, quizá al principio de la tarde, se durmió. Se despertó entumecido,
sudando en frío. El sol se había puesto, el cielo era un grueso sudario gris.
Podía oír el graznido de los gansos al marcharse, dejando tras de sí aquellos
ecos agudos y extraños por todo el valle, pero no podía ver nada que no fueran
las húmedas colinas negras cubiertas en la base por una niebla que tapaba el
río. Se frotó el rostro con las manos y empezó a tiritar. Se puso de pie. Podía
ver avanzar la niebla envolviendo las colinas y el cañón, ovillándose en el
suelo. Sintió el aliento del aire húmedo y frío alrededor, palpándole la frente,
las mejillas, los labios. Se abrió paso a tientas y comenzó a subir la colina.
Se quedó de pie junto al coche y tocó la bocina en una ráfaga continua hasta
que Frank llegó corriendo y le apartó el brazo de la ventanilla. “¿Qué te pasa?
¿Estás loco o qué?” “Tengo que ir a casa, ya te lo dije”. “Joder, vale. Entra,
por Dios. Entra”. A no ser por un par de preguntas que hizo Farrell antes de
abandonar la región del trigo, permanecieron todo el rato en silencio. Frank
llevaba un cigarrillo entre los dientes, sin quitar la vista de la carretera.
Cuando atravesaron los primeros parches de niebla a la deriva encendió las
luces del coche. Al entrar en la autopista la niebla se levantó y las primeras
gotas de lluvia comenzaron a golpear el parabrisas. Tres patos pasaron volando
frente a las luces del coche y fueron a posarse en un charco al lado de la
carretera. Farrell pestañeó.
“¿Has visto eso?”, pregunto Frank.
Farell asintió.
“¿Cómo te encuentras ahora?”.
“Estoy bien”.
“¿Cazaste alguno?”.
Farrell se frotó las manos y
entrelazó los dedos, luego las apoyó en el regazo. “No, supongo que no”.
“Vaya. Te oí disparar”. Cambió el
cigarrillo de lado e intentó fumar, pero se había apagado. Lo mascó durante un
rato, luego lo dejó en el cenicero y miró de reojo a Farrell.
“No es asunto mío, desde luego, pero
me parece que algo te preocupa en casa…Mi consejo es que no te lo tomes
demasiado en serio. Aún vivirás mucho, no tienes canas como yo”. Tosió, se rió.
“Ya sé, me solía pasar lo mismo. Recuerdo…”.
Farrell está sentado en el sillón de
cuero bajo la lámpara de cobre observando a Iris desenredar el pelo. Tiene una
revista sobre las piernas cuyas páginas satinadas están abiertas en la escena
de un desastre natural, un terremoto en alguna parte del Oriente Próximo. A no
ser por la pequeña luz del tocador, la habitación está a oscuras. El cepillo se
mueve con rapidez por el pelo de Iris, largos movimientos rítmicos que causan
un ligero chasquido. Todavía tiene que llamar a Frank y confirmar que se van de
caza al día siguiente. Entra un aire frío y húmedo por la ventana de al lado.
Ella deja el cepillo sobre el borde del tocador. “Lew”, dice, “¿Sabes que estoy
embarazada?”.
El olor del baño le marea. Su toalla
tirada tras el retrete. Le han caído polvos de talco en el lavabo. Al mojarse
se convirtieron en un reguero amarillo de pasta. Lo frota y lo empuja todo por
el desagüe.
Se está afeitando. Al mover la cara
puede ver la salita.
Iris de perfil sentada en el
taburete frente al viejo tocador. Se alisa el pelo. Posa la navaja y se lava la
cara, luego la coge de nuevo. En ese instante escucha las primeras gotas de
lluvia en el tejado…
La lleva en brazos afuera, al
porche. Le vuelve la cabeza hacia la pared y la cubre entera con el edredón.
Vuelve al baño, se lava las manos y arroja la toalla empapada de sangre en el
canasto de la ropa. Un rato después apaga la luz del tocador y se sienta de
nuevo en su sillón junto a la ventana, escuchando la lluvia.
Frank se rió.
“Así que no pasó nada, nada en
absoluto. Nos va bien después de eso. La típica trifulca de siempre, pero
cuando se dio cuenta de quién llevaba los pantalones, no hubo más problema”. Le
dio a Farrell un toque amistoso en la rodilla.
Avanzaban por los arrabales de la
ciudad, pasando ante la larga fila de moteles con sus letras de neón
intermitentes, ante los cafés de ventanas humeantes, los coches agrupados
frente a la puerta, y ante los pequeños negocios de barrio, cerrados y a
oscuras hasta el día siguiente. Frank giró a la derecha, en la siguiente a la
izquierda y ya estaban en la calle de Farrell. Frank entró detrás de un coche
blanco y negro que ponía en pequeñas letras blancas pintadas en el maletero
SHERIFF’S OFFICE. A través de las luces de su propio coche, pudieron ver la
alambrera que separaba el asiento de atrás como una jaula. El vaho salía del
capó de su coche y se mezclaba con la lluvia.
“Puede que te busquen a ti, Lew”.
Comenzaba a abrir la puerta cuando se rió entre dientes. “Puede que se hayan
enterado de que cazas sin licencia. Vamos, te llevaré a mi casa”.
“No, tú sigue, Frank, todo irá bien.
Estaré bien, déjame salir”.
“¡Ah, ya sabías que venían a verte!
Espera un momento, toma tu escopeta”. Bajó la ventanilla y le pasó el arma a
Farrell. “Parece que nunca va a dejar de llover”.
“Ya”.
Todas las luces de la casa estaban
encendidas y unas siluetas empañadas permanecían frente a la ventana mirando la
lluvia. Farrell permaneció detrás del coche del sheriff apoyado sobre la aleta
lisa y húmeda. La lluvia le caía sobre la cabeza y le bajaba por el cuello.
Frank se alejó unos metros y luego se detuvo, mirando hacia atrás. Farrell
estaba apoyado en la aleta, columpiándose levemente, la lluvia cercándole.
El agua salió a chorros del badén
sobre sus pies, formando un remolino en la rejilla del desagüe de la esquina y
precipitándose al centro de la tierra.
en Tiempos revueltos y otras historias,
1977
No hay comentarios.:
Publicar un comentario