Se describe cómo el padre, por lo general antes del
amanecer, unce el caballo al carro; cómo agachado sobre la parte que va del
corvejón a la rodilla, endereza la pata delantera del caballo, empecinadamente
flexionada sobre el casco, y, una vez que lo hizo levantar, lo ubica entre las
varas, al mismo tiempo que él se desprende con los cascos traseros.
Recuerdo cómo vuelve y hunde la cabeza y los hombros en
el cuerpo del caballo, le palmea los muslos en aquel lugar donde el cuero se
le agrieta en largas arrugas, mientras su boca dispara cortas y enérgicas
órdenes. Siempre que el caballo adelanta esa pata intentando un movimiento, la
pata donde las largas arrugas se engurruñan, encogen y distienden en el cuero,
adelanta la otra pata haciendo un cambio de paso; recuerdo cómo golpea con su
mano la carne del caballo, y cómo su mano se cierra en puño y cómo hunde su
cabeza en la panza del caballo empapada en sudor, y como después el animal
alinea elegantemente los cascos, y cómo, haciendo remilgos, se deja envarar, cómo
el padre deja de gritar, cómo suelta los empuñados dedos, con los que en un
rápido movimiento levanta el sombrero del empedrado.
Siguen ahora los acostumbrados movimientos con que él
se cubre la cabeza con el sombrero; los que hace para ir nuevamente hacia
delante; los movimientos con que acostumbra dar vueltas alrededor del caballo,
para probarlo; los movimientos con que en una de esas vueltas ajusta ambos
extremos de las varas a los aros que para eso están dispuestos en las cadenas
de los arreos; los movimientos con los que entrelaza las cadenas a los extremos
de las varas, ajustándolas a éstas, los movimientos con que se pasa el
antebrazo sobre la cara sudada y después enjuga ese sudor en la pechera de la
camisa "como la suciedad de la hoja de un cuchillo".
Esto, sin embargo, corresponde ya a otra descripción,
en la que se explica cómo, en el camino de regreso desde el estanque, el carro
con el pienso cortado se vuelca; cómo, a causa del accidente, las varas saltan
de su encadenamiento, cómo el hombre, con la espalda apoyada contra las
ruedas, mueve los arreos que están sobre un montón de piedras, al costado del
camino, y cómo encadena por segunda vez el caballo a las varas. Pero cuando ha
hecho todo esto y cuando se ha limpiado el sudor del rostro, nota sobre el
dorso de las manos y sobre las mangas de la camisa las diminutas manchas de las
moscas, que yo también encontraba frecuentemente en verano en mi cara cuando
iba en bicicleta por el campo, y que yo colocaba una a una sobre una hoja de
cuaderno en blanco, y que me servían de signos de puntuación para las frases y
oraciones que yo escribía por orden del padre.
"Las moscas están muertas". El se las quita
de la mano restregando ésta contra el pecho; después dobla la muñeca y se las
quita también de las mangas "pero cuando él está en esto se levanta el
sol. Al mismo tiempo que el sol, irrumpe el cálido viento en la penumbra, que
no es luz ni madrugada, y en la que los movimientos parecen hasta ahora
desdibujados y mortecinos, y arranca las largas sombras de los objetos que
están sobre la tierra, y ahueca y quiebra la cara del hombre", el cual,
sin levantar la cabeza para atender al suceso, con las puntas de los dedos despega
de la camisa los restos de las moscas.
Mientras su otra mano se dirige hacia el freno de boca,
advierte las otras manchas negras borroneadas sobre el pantalón; las alas han
quedado intactas, fijas y erguidas sobre las manchas. Envuelve entonces el
índice con el pañuelo, rasca las manchas de cada pierna y sacude el pañuelo;
más tarde, al mediodía, extenderá su pañuelo sobre el empedrado suelo de la
iglesia, y, durante la transubstanciación del pan, después de haberse remangado
los pantalones para evitar arrugarse la raya, se arrodillará con una pierna
sobre los restos de moscas aún pegados en el pañuelo.
Sin embargo, no hemos llegado aún tan lejos. En nuestra
descripción lo hemos dejado en el punto en que está ante el caballo, y
contábamos cómo, cuando sale el sol, mira las moscas más grandes "que se
han reunido sobre los húmedos ojos abiertos del caballo como sobre excrementos
frescos; y como están tan apretadamente juntas que mientras succionan y beben
pueden apenas moverse, la mayoría,
aunque el caballo revuelva los ojos, permanecen quietas sobre el borde de los
párpados como si fueran una parte de esos ojos que se revuelven. Las pocas que
se despegan y vuelan algo vuelven pronto a unirse al enjambre o pululan
buscando alrededor. Otro enjambre merodea en las ventanillas de las nariz del
caballo. También el cuerpo y la curvatura bajo las crines son depredados por
las moscas que se juntan sobre las rayas marcadas por el sudor". El padre
observa al tábano, que, con las alas plegadas, se ubica sobre el ojo a través
del apretado enjambre. De su cuerpo gris se dice en la descripción que es
largo, chato y angosto; es del tipo pequeño, cuyo vuelo aislado es casi
silencioso, y que sólo se siente cuando pica atrás, en la piel del lomo. Desde
la enorme faja transversal del bocado, debajo de la oreja, se desliza ahora
hasta el borde de los ojos, sin que el deslizarse y el reptar de sus patas se
hayan hecho notar. Muerde en el párpado superior entre medio del imbricado
enjambre de moscas. El hombre no aparta la vista de él. Sus ojos están profundamente
hundidos en el cráneo y tienen el desvaído brillo de la vejez. "Se agitan
al viento las cerdas de las colas, se agitan los tallos del pasto entre las
piedras, se agitan las sombras de las crines sobre la frente; las sombras de
las crines que se agitan sobre la frente y las sombras de los abrojos que se
agitan entre las piedras se transforman en sombras del viento; no obstante, las
materias más sólidas del pienso todavía húmedo, de la horquilla hundida en el
pienso, del carro mismo, del caballo y del hombre permanecen inmóviles".
Pero cuando el caballo, por así decir, estira el pescuezo y levanta la cabeza,
y, por así decir, estira el pescuezo y levanta la cabeza, y, por así decir, la
sacude, y, sin tener en cuenta el peso de la collera y de la pértiga salta
hacia adelante y se encabrita, con él se ponen en movimiento también las
materias más sólidas y las sombras entretejidas a su alrededor. El hombre tira
de la cadena ante el caballo asustado; el caballo se apoya contra el carro,
las moscas levantan vuelo y cargan en tropel nuevamente sobre los ojos que
habían quedado libres; el pienso se revuelve sobre las tablas; la horquilla
comienza a tambalear; las ruedas desmadejan sus huellas en el terreno; las
moscas pululan nuevamente sobre los ojos. "El tábano, pegado bajo el
párpado, se eleva después de haber picado; vuela al sesgo sobre el ojo
"del caballo con su chato cuerpo extendido". Cuando rememoro ahora el
cuadro del caballo y del hombre que va al lado del caballo; mientras oigo el
ruido, proveniente del patio, de la bicicleta que cae, y oigo todos aquellos
ruidos; mientras busco los zapatos tanteando bajo la cama, recuerdo también el
zumbar del moscardón, del gigantesco moscardón, que el caballo, otro caballo,
con la cabeza lanzada hacia adelante, parecía escuchar; aquel zumbido, al
acercarse se transformó en un ronquido estremecedor, que de pronto enmudeció;
al mismo tiempo recuerdo cómo el caballo uncido al carro cargado de gavillas,
inmediatamente, aún antes dé que lo picara el tábano, se había esparrancado y
se escobillaba los flancos con la cola; me acuerdo, mientras estoy ahora de
pie, mientras voy a tientas hacia el ropero abierto como Hans sacó del campo
un tallo rígido; cómo el caballo, cuando desapareció el moscardón entre sus crines
depuso toda resistencia, peinó torpemente el aire con la cabeza; cómo se puso
rígido del cogote para atrás; cómo Hans tomó fácilmente el moscardón entre el
pulgar y el índice, lo descabezó y lo arrancó completamente de la panza del
caballo, recuerdo, mientras escojo de aquí, del armario, la ropa de los días
festivos, cómo Hans, con el pulgar y el índice, ensartaba la punta del tallo
arrancado del campo en el abultado trasero del moscardón; cómo pinchaba una y
otra vez al moscardón con el duro aguijón que se levantaba; cómo también el
moscardón se levantaba y, encorvándose, daba coces contra el aguijón; cómo él,
sin cansarse; seguía aguijonándolo, y cómo el moscardón se dio por vencido;
recuerdo que entonces los hermanos, descalzos los tres, estaban parados entre
los rastrojos del campo, que los tres, todavía con seis ojos, miraban el
moscardón; cómo éste, amarillo y enojado con el aguijón artificial, se encogía
ante mí, en la mano; como nosotros, con silbidos y gritos, lo achuchábamos para
que volase; cómo mis dedos hendían otra vez el aguijón; cómo él se desenrolló.
levantó el vuelo sobre nosotros, y haciendo entonces una pirueta, roncando y
zumbando y susurrando, se escapó y ya no pudimos más seguirlo, por más que
diésemos manotazos y patadas, y se nos perdió de vista, aquel día de verano,
en que lucía el sol, como también hoy luce, que era un domingo, que es un
domingo en que yo desperté antes de tiempo, y despierto y semidespierto y
durmiendo me acosté de nuevo, en que hasta en el sueño percibía entonces los
ruidos del viento en el patio; que me asombré entonces por los ruidos; que
pensé y reflexioné; que dormí y dormité, y que no salí nunca más del sueño, porque
me llamó la atención que el gorgotear de la cañería maestra detrás de la casa
hubiese enmudecido; que ese gorgotear hubiese enmudecido; el gorgoteo cuyo
enmudecimiento me hace acordar del hermano, del que no está más aquí, que por
ahora no está más aquí, en este edificio, en este pueblo, en esta comarca, esta
mañana de un verano, en que el sol me da en la cara; en que meto las manos en
el agua entibiada, desabrida y con color a tierra después de la tormenta de la
noche anterior,–y choco sordamente con mis uñas contra el fondo de la
palangana. Nadie ve la cara del ciego en el espejo.
en Los avispones, 1980
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