Al elaborar un ideal
podemos dar por supuesto lo que deseamos,
pero es necesario evitar las imposibilidades.
Aristóteles
Capítulo
I
–Atención –comenzó a llamar de pronto una voz, y fue como si
un oboe se hubiese vuelto de pronto capaz de pronunciación articulada–.
Atención –repitió con el mismo tono alto, nasal y monocorde.
Echado como un cadáver entre las hojas muertas, el cabello
enmarañado, el rostro grotescamente sucio y magullado, Will Farnaby despertó
con un sobresalto. Molly lo había llamado. Hora de despertar. Hora de vestirse.
No se podía llegar tarde a la oficina.
–Gracias, querida –dijo, y se incorporó. Un agudo dolor le
apuñaló la rodilla derecha, y sintió otros tipos de dolor en la espalda, los
brazos, la frente.
–Atención –insistió la voz sin el menor cambio de tono.
Apoyado en un codo, Will miró en torno y vio con desconcierto, no el
empapelado gris y las cortinas amarillas de su dormitorio de Londres, sino un
claro entre árboles y las largas sombras y luces sesgadas de las primeras horas
de la mañana en un bosque.
¿Atención?
¿Por qué decía atención?
–Atención. Atención –insistió la voz.... ¡Cuan extraña, cuan
insensata!
–¿Molly? –preguntó–. ¿Molly?
El nombre pareció abrir una ventana dentro de su cabeza. De
pronto, con esa sensación horriblemente familiar en la boca del estómago, olió
el formol, vio a la pequeña y vivaz enfermera corriendo delante de él por el
pasillo verde, oyó el seco crujir de su uniforme almidonado.
–Número cincuenta y cinco –decía la enfermera; se detuvo y
abrió una puerta blanca.
Él entró y allí, en una alta cama blanca, estaba Molly.
Molly, con la mitad de la cara cubierta de vendas y la boca cavernosamente
abierta.
–Molly –gritó–, Molly... –Se le quebró la voz y rompió a
llorar, implorando.– ¡Querida mía! –No recibió respuesta. A través de la boca
abierta la rápida respiración superficial surgía ruidosa, una y otra vez.–
Querida mía, querida... –De pronto la mano que sostenía cobró vida por un
instante. Luego volvió a quedar inmóvil. –Soy yo –dijo–, Will.
Los dedos se agitaron una vez más. Lentamente, en lo que era
sin duda un enorme esfuerzo, se cerraron sobre los de él, los apretaron un
momento y volvieron a aflojarse, inertes.
–Atención –llamó la voz inhumana–. Atención. Había sido un
accidente, se apresuró a asegurarse. El camino estaba húmedo, el coche había
patinado sobre la línea blanca. Era una de esas cosas que suceden a cada rato.
Los periódicos están repletos de ellas; él mismo había informado de decenas de
esos accidentes. "Madre y tres niños muertos en violento choque..."
Pero eso no venía al caso. El caso es que cuando ella le preguntó si eso era el
fin, él le dijo que sí; el caso era que menos de una hora después de terminado
el último y vergonzoso encuentro bajo la lluvia. Molly se encontraba en la
ambulancia, agonizante.
Will no la miró cuando ella se volvió para alejarse, no se
atrevió a mirarla. Contemplar una vez más el pálido rostro sufriente habría
sido demasiado para él. Ella se había levantado de la silla y cruzado la
habitación con lentitud, para irse lentamente de su vida. ¿Debía llamarla,
pedirle que lo perdonase, decirle que aún la amaba? ¿La había amado alguna
vez?
Por centésima vez, el oboe vocal le exigió atención. Sí, ¿la
había amado?
–Adiós, Will. –Recordó el susurro de Molly cuando se volvió
en el umbral. Y fue ella quien lo dijo... en un murmullo, desde lo hondo del corazón.–
Sigo amándote, Will... a pesar de todo.
Un momento después la puerta del departamento se cerró tras
ella casi sin un sonido. Un pequeño chasquido seco, y Molly ya no estaba más
allí.
El se puso de pie de un salto, corrió a la puerta y la
abrió, escuchando los pasos que se alejaban por la escalera. Como un fantasma
al alba, un leve perfume familiar persistía, a punto de desaparecer, en el
aire. Volvió a cerrar la puerta, entró en su dormitorio gris y amarillo y miró
por la ventana. Pasaron unos segundos y la vio cruzar e introducirse en el
coche. Oyó el chirrido del arranque, una, dos veces, y luego el tamborileo del
motor. ¿Debía abrir la ventana? "Espera, Molly, espera", se escuchó
gritar con la imaginación. La ventana permaneció cerrada; el auto comenzó a
avanzar, dobló en la esquina y la calle quedó desierta. Era demasiado tarde.
Demasiado tarde, ¡gracias a Dios!, dijo una grosera voz burlona. ¡Sí, gracias a
Dios! Y sin embargo, ahí estaba el sentimiento de culpa en la boca del
estómago. La culpabilidad, la dentellada del remordimiento... pero a través
del remordimiento podía sentir un horrible regocijo. Alguien vil y obsceno y
brutal, alguien extraño y odioso, que, sin embargo, era él mismo, pensaba
alborozadamente que ahora no había nadie que le impidiera tener lo que deseaba.
Y lo que deseaba era un perfume distinto, la tibieza y elasticidad de un cuerpo
más joven.
–Atención –dijo el oboe. Sí, atención a la almizclada
habitación de Babs, con su alcoba color frambuesa, sus dos ventanas que daban
sobre Charing Cross Road y que eran contempladas toda la noche por el parpadeante
resplandor de un enorme letrero de Porter's Gin situado en la vereda de
enfrente. Ginebra en regio carmesí... y durante diez segundos la alcoba era el
Sagrado Corazón, durante diez milagrosos segundos la arrebolada cara tan
próxima a la de él resplandecía como la de un serafín, transfigurada como por
un fuego interno de amor. Uno, dos, tres, cuatro.. ¡Ah, Dios, que siga
eternamente! Pero puntualmente al contar diez el reloj eléctrico encendía otra
revelación... pero de muerte, del Horror Esencial; porque las luces, entonces,
eran verdes, y durante diez repugnantes segundos la rosada alcoba de Babs se convertía
en un útero de barro, y en la cama la propia Babs tenía un color cadavérico, como
de un cadáver galvanizado en epilepsia póstuma. Cuando el Porter's Gin se
proclamaba en verde, resultaba difícil olvidar lo sucedido y quién era uno. Lo
único que se podía hacer era cerrar los ojos y hundirse –si se podía– más
profundamente en el Otro Mundo de sensualidad, hundirse violenta,
deliberadamente, en el enajenador frenesí al que la pobre Molly –Molly
("Atención") con sus vendajes, Molly en su húmeda tumba de Highgate,
y Highgate, por supuesto, era el motivo de que uno cerrase los ojos cada vez
que la luz verde convertía la desnudez de Babs en un cadáver– había sido
siempre tan totalmente ajena. Y no sólo Molly. Detrás de sus párpados cerrados,
Will veía a su madre, pálida como un camafeo, el rostro espiritualizado por el
sufrimiento aceptado, las manos convertidas en monstruos subhumanos por la
artritis. Su madre, y, detrás de su sillón de ruedas, casi al borde de la
obesidad, temblando como gelatina con todos los sentimientos que jamás habían
encontrado expresión en el amor consumado, su hermana Maud.
–¿Cómo puedes hacer eso, Will?
–Sí, ¿cómo puedes? –repetía Maud, llorosa, con su vibrante
voz de contralto.
No había respuesta. Es decir, no la había en palabras que
pudiesen ser pronunciadas en presencia de ellas y que, una vez pronunciadas,
esas dos mártires –la madre de su desdichado matrimonio, la hija de la piedad
filial– pudiesen entender No había respuesta, a no ser en palabras de la más
obscena objetividad científica, de la más inadmisible franqueza. ¿Cómo podía
hacer eso? Podía hacerlo, todas las razones prácticas lo obligaban a hacerlo,
porque, bueno, porque Babs tenía ciertas particularidades físicas que Molly no
poseía y en ciertos momentos se comportaba de un modo que a Molly le habría resultado
impensable.
Se había producido un prolongado silencio; pero ahora, de
repente, la extraña voz repitió su antiguo estribillo. –Atención. Atención.
Atención a Molly, atención a Maud y a su madre, atención a
Babs. Y de súbito otro recuerdo surgió de la bruma de vaguedad y confusión. La
alcoba color frambuesa de Babs albergaba a otro huésped, y el cuerpo de su
dueña se estremecía extáticamente con las caricias de otro. A la culpa que
pesaba en el estómago se agregó entonces una angustia que atenazaba el
corazón, un agarrotamiento de la garganta.
–Atención.
La voz se había acercado, llamaba desde arriba, a la derecha.
Volvió la cabeza, trató de incorporarse para ver mejor; pero el brazo que sostenía
su peso comenzó a temblar, cedió y el cuerpo cayó otra vez entre las hojas.
Demasiado fatigado para continuar recordando, se quedó echado durante largo
tiempo, mirando a través de los párpados entrecerrados. ¿Dónde estaba y cómo
demonios había llegado allí? No porque eso tuviese importancia alguna... Por el
momento nada tenía importancia, salvo ese dolor, esa debilidad aniquiladora.
De cualquier modo, como cosa de interés científico...
Ese árbol, por ejemplo, bajo el cual (por ningún motivo que
pudiese conocer) se encontraba, esa columna de corteza gris, con la
bifurcación, muy en lo alto, de ramas moteadas por el sol, tenía que ser una
haya. Pero en ese caso –y Will se admiró por ser tan lúcidamente lógica–, en
ese caso las hojas no tenían derecho a ser tan sin duda alguna perennes. ¿Y por
qué una haya habría de sacar sus raíces por sobre la superficie del suelo? Y
los absurdos puntales de madera en los que se apoyaba la seudo haya... ¿en qué
forma encajaban en el cuadro? Will recordó de pronto su peor verso favorito:
"¿Quién apuntaló, preguntas, en aquella época mi espíritu?"
Respuesta: ectoplasma congelado, Dalí Primitivo. Cosa que excluía
definitivamente los Chiltern. Lo mismo que las mariposas que revoloteaban en el
denso sol mantecoso. ¿Por qué eran tan grandes, tan improbablemente cerúleas,
de ojos y motas tan extravagantes? Púrpura sobre castaño, plata espolvoreada
sobre esmeralda, sobre topacio, sobre zafiro. –Atención.
–¿Quién está ahí? –preguntó Will Farnaby, con voz que
pretendía ser fuerte y formidable; pero lo único que salió de su boca fue un
graznido leve y tembloroso.
Hubo un silencio prolongado y, en apariencia, profundamente
amenazador. Desde el hueco de entre dos puntales de árboles apareció por un
momento un enorme ciempiés negro; luego se alejó corriendo sobre su regimiento
de patas carmesíes y desapareció en otra hendidura del ectoplasma cubierto de
liquen.
–¿Quién está ahí? –graznó otra vez. Hubo un susurro de hojas
entre los matorrales de la izquierda y de repente, como un cucú de un reloj de
habitación infantil, surgió un enorme pájaro negro, del tamaño de un grajo....
sólo que, ni falta hace decirlo, no era un grajo. Agitó un par de alas con las
puntas blancas y, hendiendo el espacio, se poso en la rama más baja de un
arbolillo muerto, a unos cinco metros de donde se encontraba Will. Advirtió que
su pico era anaranjado y tenía un manchón implume, amarillento, debajo de cada
ojo, barbas color canario que le cubrían los costados y la parte trasera de la,
cabeza con una gruesa peluca de carne desnuda. El pájaro inclinó la cabeza y lo
miró primero con el ojo derecho y luego con el izquierdo. Después abrió el pico
anaranjado, silbó diez o doce notas de una pequeña melodía en escala
pentatónica, hizo un ruido como de quien tiene hipo y, en una frase
canturreada, do sol do, dijo: "Ahora y aquí, muchachos; ahora y aquí,
muchachos." Las palabras oprimieron un disparador, y súbitamente lo
recordó todo. Esa era Pala, la formidable isla, el lugar que ningún periodista
había visitado nunca. Y ahora debía de ser la mañana siguiente a la tarde en
que cometió la tontería de zarpar solo de la bahía de Rendang-Lobo. Lo recordó
todo: la blanca vela curvada por el viento en imitación de un gigantesco
pétalo de magnolia, el agua hirviendo en la proa, el chisporroteo de diamantes
en las crestas de todas las olas, y entre una y otra, el jade arrugado de las
aguas. Y hacia el este, al otro lado del estrecho, ¡qué nubes, qué prodigios de
blancura esculpida sobre los volcanes de Pala! Y sentado ante la caña del
timón se sorprendió cantando... se sorprendió, cosa increíble, en el acto de
sentirse inequívocamente feliz.
–Tres, tres para los rivales –había declamado al viento.
–Dos, dos para los jóvenes puros, ataviados de verde. Uno es uno, y está
solo...
Sí, solo. Completamente solo en la enorme joya del mar. –Y
siempre será así.
Después de lo cual, ni qué decirlo, sucedió aquello contra
lo cual lo habían prevenido todos los marinos cautelosos y experimentados. La
negra turbonada salida de ninguna parte, el repentino e insensato frenesí del
viento y la lluvia y las olas...
–Ahora y aquí, muchachos –entonó el pájaro–. Ahora y aquí,
muchachos.
Lo realmente extraordinario era que estuviese ahí, reflexionó,
bajo los árboles, y no allá, en el fondo del estrecho de Pala, o, peor aun,
hecho pedazos al pie de los arrecifes. Porque incluso después de que logró, por
puro milagro, llevar el yate semihundido a través de las rompientes y encallarlo
en la única playa de arena de todos los kilómetros de costa rocosa de Pala, aun
entonces no había terminado todo. Los riscos se erguían sobre él, pero en la
boca de la cueva había Una especie de barranco por el cual descendía un pequeño
torrente en una sucesión de delgadas cascadas, y entre las paredes de caliza
gris crecían árboles y arbustos.
Ciento ochenta o doscientos metros de ascensión en la
roca... con zapatos de tenis y todos los puntos de apoyo resbaladizos por el
agua. Y después, ¡Dios!, las serpientes. La negra, enroscada en la rama de la
cual se sostenía para subir. Y cinco minutos después, la verde, enorme, en el
saliente a que se disponía a trepar. El terror había sido reemplazado por un
terror infinitamente más grande. La visión de la serpiente lo sobresaltó, lo
obligó a retirar el pie con violencia, y ese movimiento repentino e
impremeditado le hizo perder el equilibrio. Durante un largo y enfermizo
segundo, con la espantosa conciencia de que ese era el fin, se tambaleó en el
borde. Luego cayó. La muerte, la muerte, la muerte. Y entonces, con el ruido de
madera astillada en los oídos, se encontró aferrado a las ramas de un
arbolillo, el rostro arañado, la rodilla derecha magullada y sangrante, pero
vivo. Reinició penosamente la ascensión. Experimentaba un dolor insoportable en
la rodilla, pero siguió trepando. No había otra alternativa. Y entonces empezó
a disiparse la luz. Al final ascendía casi en la obscuridad, movido por la fe,
por la desesperación pura. –Ahora y aquí, muchachos –gritó el pájaro. Pero Will
Farnaby no estaba allí ni en ese momento. Estaba en la pared de roca, estaba
en el terrible momento de la caída. Las hojas secas crujieron bajo su cuerpo;
tembló. Violenta, incontrolablemente, tembló de pies a cabeza.
en La isla, 1962
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